viernes, 19 de julio de 2013

LOS DEMÁS DÍAS

LOS DEMÁS DÍAS
ANTONIO GARCÍA SOLER


¿Qué le pido yo a un poema? Carga emocional, carga intelectual y belleza. Cuando se cumplen estos tres requisitos puedo decir que me hallo ante un buen poema. Si un libro está compuesto por buenos poemas, entonces me encuentro ante un buen libro. Un buen libro me hace pensar, emocionarme, arrobarme en la fruición que concita su belleza. Este es el caso de Los Demás Días de Antonio García Soler. Los poemas que lo componen han sido destilados en el tiempo por un largo y laborioso trabajo de continua reescritura. Que confiese el autor, han sido más de veinte años, y el resultado obtenido raya lo tremendo de la síntesis, de la concisión y de la soledad sonora, tomando la expresión de san Juan de la Cruz. Son poemas adelgazados hasta su extrema pureza, desnudos de abalorios, ascéticos, y así, con esa extraña y sorprendente economía en que se hurta la palabra, se suceden los conceptos, las emociones, el sentido de la belleza, que vienen como el martillo a golpear al lector. El resultado es inquietud, zozobra interior, sobresaltado esplendor. No es este un libro cualquiera, un libro sumado al montón de otros libros, que con el ligero paso de los días al final nos deja indiferentes. No, el autor, al desnudar los poemas, se desnuda así mismo: convierte la escritura en ejercicio de desnudez con que pretende mostrarnos (y mostrarse) de manera nítida los contornos y aristas de su alma, la profundidad de la misma, eso sí, no sin un deje de aparente distancia, de patente ironía a la que conduce una mirada que se pretende escéptica, y de una agónica lucha, más que contra el olvido, contra la nada.
Es esta lucha contra la nada (una lucha agónica, repito, metafísica), que aparece desde el primer poema hasta el último y constituye el trasfondo de Los demás días, la que le lleva al poeta a enfrentarse con la temporalidad. Deuda, el pasado, el tiempo emotivo del recuerdo, de los seres queridos que afloran en la memoria, de los ancestros, de la sangre que con su sangre dio vida a la vida del poeta; Esto, esto es lo que hay, el inerme presente, el ahora, que continuamente pasa y se disuelve; Acaso, tal vez, el futuro, el recuento, una repetición de lo mismo quizá, un retorno de estaciones y de años, un retorno de, aun siendo otros, los demás días.
 El tiempo es un enigma, y en sí mismo contradictorio: Es un hecho curioso que el tiempo que nos permite vivir sea también el disolvente de nuestra vida, y con ella, de nuestras vivencias y recuerdos. Esa es la experiencia que tenemos, ineludible, y no obstante, extraña y paradójica, porque en nuestro inconsciente (ya lo decía Freud) nos sentimos inmortales. Por eso queremos escapar a esa afrentosa ley; sin embargo, por más que lo intentamos, constatamos la derrota. Saturno devora a sus hijos inmisericorde; la memoria, a su modo, podrá rescatar los pecios del naufragio; Aiôn jugará al azar con el instante; quizás alguien  acceda, tocado por la gracia, a la segunda memoria, y allí pueda encontrar las cosas que fueron como fueron, su síntesis perfecta, el encaje de las piezas que en su día parecían deslavazadas, y aun así la forma de hierro de la temporalidad será inapelable y en nuestra vivencia de la cotidianeidad nos seguirá golpeando: el antes siempre se convertirá en después, y nosotros, sin pretenderlo, nos iremos haciendo pasado irremediablemente.
¿Acaso se resuelve un enigma porque uno sobreviva eternamente?, pregunta el Wittgenstein del Tractatus, en cita que el poeta recoge al inicio del poemario. No, vivir en la temporalidad no resuelve ningún enigma; vivir en la eternidad, cuando ya no hay más tiempo, sí, porque, si eso fuera posible, quedaría anulada toda pregunta. Pero tal posibilidad, de momento, nos queda vedada, por lo que la pregunta se vuelve retórica. No preguntes, por tanto, vive en la paradoja, vive en el tiempo, rescata el instante, el ahora; rescata el único día de todos los días, aquel en que se resuelven los demás, tal parece ser la apuesta de Antonio García Soler.

Tarea ardua esta, la que se propone el poeta, situarse en el límite del mundo, entre lo que se puede decir y lo que no se puede decir; indagar el sentido de un mundo en tránsito, que a cada instante se diluye, con las ineficaces palabras que suministra el lenguaje. Por eso habla consigo en el poema inaugural del libro (único que no lleva título, un síntoma), en soledad, a modo de confesión y en segunda persona: Es fácil/ que no aciertes/ en verso/ ni en prosa.
Ofrece el poeta su duda. No importa la escritura, importa acertar con la vida. Habla desde el cuerpo, el suyo, esta carne. Y, al final, la paradoja: Vida/lo demás, más allá del linde. Wittgenstein, pues, y la pregunta por el sentido. El sentido no se puede decir, solo se puede mostrar; ahora bien lo que se muestra no se dice porque está más allá de los límites del mundo y del lenguaje, herramienta esta que, según el principio de isomorfía, sirve para expresar el mundo. La carne, por tanto, es límite; más allá de la comprensión, en ella, la duda: La vida, la vida misma, lo que verdaderamente importa, consiste en el sentido que se le infiere; pero esta vida no se dice, se muestra, mas lo que se muestra carece de sentido porque no se puede decir: no hay lenguaje para ello. Quizá entendemos así ese juego con la elipsis y el silencio que traspasa todo el poemario. El silencio muestra lo que no se dice, el silencio habla, y a ese silencio se le añaden palabras como puños, rotundos adverbios de temporalidad, insistentes, que apuntan al límite: día, días, vida, nada, ahora, esta mañana, esta tarde, esto, acaso, todo, tierra, tanto, tal vez…
En el siguiente poema, Glosa  el poeta abre la rendrija de su intimidad para dirigirse al lector, un lector hasta cierto punto hurtado, pues la amenaza del solipsismo, otra de las caras de la nada, se evidencia: Ocupado lector —le dice—:/ No temas/si no llegamos/ a entendernos/por ahora. Guiño al Quijote, recuerdos de Gorgias: la vida es inexpresable en palabras, por inexpresable, incomunicable; ahora bien, porque no se puede comunicar, no se puede decir, y porque no se puede decir, no es. Toma fuerza la mirada escéptica, la ironía; el juego filosófico con que se nos arrastra hacia el nihilismo es patente.
Sin embargo ese juego no es tal juego cuando el poeta asume posturas, se posiciona. Ocurre así en el poema Credo, que constituye un Credo extraño pues parece más bien un No Credo. Independientemente de sus creencias o no creencias, veo aquí al Antonio García Soler más genuino, a quien conozco desde hace bastantes años pero con quien echo en falta alguna conversación de las de verdad, un poco seria si fuera posible: Lo demás/ no es nuestro,/ creí escucharte/ alguna vez. Lo demás, el silencio, no es nuestro, claro que sí; lo nuestro es la carne. Pero ya Nietzsche, el filósofo vitalista por antonomasia, en uno de sus primeros libros, Aurora, alertaba de lo poco que sabemos sobre nuestro cuerpo. Corporeidad misteriosa esta carne nuestra que gime, y grita, y anhela, y pregunta. Tengo para mí que cortar voluntariamente el hilo (y un corte real necesariamente ha de ser voluntario) que nos sujeta a lo alto, del que a veces (de acuerdo, no lo objeto) pendemos como marionetas, aboca a la desesperación. Podremos retorcer la sintaxis de la vida, pero eso no impedirá la caída en el nihilismo más atroz, es decir, en el vacío. Esto va en serio; si postulamos la broma tendremos que concluir que es cruel, a pesar de aceptar luceros.
El poeta ahonda en el vacío (es terrible este Antonio) y de la mano nos lleva a contemplar los infiernos de la soledad, la extinción del amor, en poemas tan fuertes y evocadores como Extinción, Otra versión, la misma, Otra vez. Y sigue con ese juego intelectual en que se entrelazan ironía y escepticismo, vueltas a la noria y espasmos de conceptos, hasta el poema que se constituye en un clímax del poemario (hay otro, del que ahora hablaré): De Nada. Ahí nos propone un claroscuro, un contraste metafísico: la vida y la muerte; la verdad y la mentira:

Ya he muerto:

verdad increída
aún.


Y no he muerto.

Verdad del día,
mientras tanto.

Reproduzco el poema con sus silencios, esos espacios en blanco que hay entre sus versos, sus puntos y comas, para que se aprecie la carga de tremendismo que conlleva. Fuerte contraposición antinómica que evoca el argumento de Epicuro. ¿Cómo podemos experimentar nuestra propia muerte? Eso es imposible, aún; si nosotros somos, ella no es. La frágil verdad es la del día, la no muerte... mientras tanto. ¿Apostar por la vida, pues? Tal vez, porque al final habrá un dejar de saber/ con la elegancia/ de los muertos.
Y si hablamos de Epicuro, bueno es decir la resolución que propone nuestro poeta ante ese manifiesto, claro, rotundo, avance de la nada: la vida en el ameno jardín, la charla con los amigos, el vaso en el bar o el café, el regreso a la casa, la familia (la esposa, los hijos, a quienes va dedicado el libro), los recuerdos de infancia; el cultivo de una sana apatheia, la virtud de la inteligencia, la equilibradora frónesis… Sin embargo, en medio de ese juego estoico/epicúreo, de aceptación y no aceptación entre un elegante soslayar, aparece otro juego, no ya el de los conceptos, sino el de los sentimientos que transporta la emoción tenaz, fijada al instante. La luz fugaz que evoca Puerto de Almería, o, tras la contemplación del otro mar, que vendrá, metáfora de la muerte, en Convertible XXIX, los poemas que inaugura La acequia de la higuera y le siguen, vienen a aparecer como estampas, visuales, táctiles, tremendamente emotivas, propias de un hijo del sur.

El poeta recuerda a los suyos, y la visión abstracta queda sustituida por la visión cálida; no estamos ya ante los conceptos sino ante las vivencias. El concepto distancia, pero la vivencia posee el don de la intimidad, es próxima: cuando habla el corazón, cesa la cabeza. Yo no sé si el poeta es consciente de ese hiato abrupto, si lo hace a propósito o no (creo que sí), pero en el lector supone un golpe, un corrimiento de sentido que de repente lo toma por sorpresa; así, en mi quizá no muy atenta lectura, estos poemas inesperados constituyen lo más granado del poemario. Aflora la emoción, se preña el poema y se desborda: los suyos son él, él mismo, el poeta, Antonio García Soler, quien los recuerda y evoca y les da la vida. De este modo, con la emoción en creciente, llegamos al poema axial de Los demás días, aquel que en sí mismo justifica el libro: Padre. Posee el aleteo del misterio, transmite la emoción del haiku, arrasa con una silenciosa lágrima, desnudo, en su transparente y equívoca sencillez:

Tus amigos vivos
me hablan a mí,
pero se equivocan.

 


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Jesús Cánovas Martínez©


 




jueves, 18 de julio de 2013

LOS ARCANOS MAYORES DEL TAROT

LOS ARCANOS MAYORES DEL TAROT
VALENTIN TOMBERG


Cuando la editorial Herder en 1972 (edición en español, 1987) publicó Los arcanos mayores del Tarot, todavía no se había revelado su autoría, por lo que, con una Presentación de Robert Spaemann y una Introducción de Hans Urs von Balthasar, la obra apareció como anónima. Más tarde el gran público conoció a su autor: Valentin Tomberg.
Personaje curioso este Valentin Tomberg. Si los acontecimientos externos de cada biografía de algún modo son índice de lo que sucede en el interior de una persona, no cabe duda de que Tomberg fue una figura crística. De hecho parece que su gran aspiración fue construir una Cristosofía; en un primer momento, siguiendo los jalones dejados por Rudolf Steiner, en un segundo, a raíz de su conversión al catolicismo, incorporando el acervo del hermetismo cristiano.
Valentin Tomberg nació en San Petersburgo el 27 de febrero de 1900 en una familia burguesa y recibió una educación esmerada. Sus inquietudes espirituales, a la sazón de los 15 años, le llevaron al contacto de Rosacruces y teósofos de diversa índole; a los 17 leyó La ciencia oculta de Rudolf Steiner y quedó hondamente impresionado. Delineó, pues, su camino espiritual según los pasos del sendero antroposófico.
Lo que, en principio, parecía un futuro prometedor para el joven Valentin, quedó truncado por la revolución rusa. Muerto el padre, el hermano desaparecido, presenció el fusilamiento de su madre por los soviets. Se exilió a Tallinn (Estonia), donde para sobrevivir tuvo que realizar los más diversos trabajos, los que simultaneaba con sus estudios antroposóficos. Espíritu libre, pronto chocó con las jerarquías de la Sociedad Antroposófica; se suceden así una serie de afectos y desafectos con los antropósofos, propios de un thriller esotérico. Rompe con los antropósofos de Estonia, rompe con los antropósofos alemanes, y ya en 1938, viviendo en Rotterdam, rompe con la rama Antroposófica de Holanda. Quiero pensar que a los celos que suscitaba su vigorosa personalidad se sumaron sus opiniones sobre Hitler, en quien veía uno de los siete grados de revelación del anticristo, figura satánica por mediación de la cual operaban los poderes ocultos. Si la sinceridad sigue a la clarividencia, no es de extrañar que se convoquen los poderes de las sombras para silenciar a cualesquiera osados delatores. Tal ocurrió con Steiner, tal ocurrió con Tomberg.
En 1943 hizo un intento de entrar en la Iglesia Ortodoxa, pero fue rechazado por mantener ideas de corte esotérico. Es en 1945, dada la espalda a su anterior fase vital, que se convierte al catolicismo, aunque sin perder su libertad de espíritu. Muchos de sus antiguos correligionarios lo tildaran de traidor. Tomberg, el traidor. La calumnia y la difamación lo perseguirán hasta la tumba. Su muerte acontece el 24 de febrero de 1973, en Mallorca, durante un período de descanso, antes había terminado dos trabajos fundamentales: Pacto del Corazón y Meditaciones sobre los Arcanos Mayores del Tarot.
Hace algún tiempo tuve la suerte de asistir durante tres años consecutivos a un seminario sobre Los arcanos mayores del Tarot (todavía no se nos había revelado su autor) bajo la dirección de Emilio Saura. Los primeros jueves de cada mes nos reuníamos para realizar nuestra propia meditación. A la exposición de Emilio seguía un diálogo entre los componentes de aquel peculiar grupo que pretendía una mayor profundización en el significado de las XXII láminas de estos arcanos, de sus símbolos y de las resonancias y analogías suscitadas entre los mismos; así fue que fuimos devorando con mayor o menor fortuna, según la disposición de cada cual, las 709 páginas que, en mi edición, componen el libro.
¿Qué aportan Los arcanos mayores del Tarot? Calor, cercanía, humildad. Querido amigo desconocido, invariablemente es la fórmula con la que el autor comienza la meditación sobre cada lámina. Querido amigo, hay en esta expresión ternura, intimidad convocada, disposición para la confidencia, propias para la transmisión de un secreto; desconocido, pues el autor pretende dejar un legado a voces, esparcir la simiente de una enseñanza por el camino. Es curioso, el autor hace sus confidencias a un desconocido con la confianza de que no será defraudado. Un desconocido habla a otro desconocido en tono cordial y franco (no podía ser de otra forma) sobre los secretos de la Sabiduría. Una seguridad íntima, una certeza interior, le llevan al autor a presentarse así, en pura desnudez intelectual, sin ambages que lastren la comunicabilidad, de tú a tú. De este modo las meditaciones sobre las láminas del Tarot son confesiones de ultratumba purificadas por el paso por la muerte.
Se sitúa Tomberg bajo la perspectiva del hermetismo cristiano. El hermetismo cristiano no es otra cosa que el culmen de la vigorosa tradición esotérica occidental, y supone, al pronto, dos prenotandos: 1) Hay un Maestro de todo maestro, y es Cristo; 2) De forma derivada, el texto bíblico, sobre todo los Evangelios, son una suerte de ejercicios espirituales capaces de transformar a quienes los realizan diligentemente. Con respecto al primer prenotando hay que decir que es el mismo Cristo quien se define como el Camino, la Verdad y la Vida. Por esta razón solo hay un esoterismo posible: el conocimiento de Cristo, medio y meta de toda indagación espiritual. Obviar tal eventualidad supone caer en el ocultismo de más triste acepción. El segundo prenotando enfatiza la convicción de que la única puerta de acceso al conocimiento de Dios, el hombre y la naturaleza en profundidad son las Escrituras. No basta con leer y releer el texto, lo que puede llevar a un conocimiento intelectual o abstracto del mismo, válido ciertamente, pero mutilado y disminuido. Se trata de penetrar el texto con una admiración creciente (como, por ejemplo, hace el cabalista), pues no es el Dios de la letra el que se trata de conocer, sino el Dios vivo, creador de un universo de jerarquías vivas.
Así, pues, la meta de los ejercicios espirituales es la profundidad. Ahora bien, el simbolismo es la lengua de la profundidad, pues solo los símbolos son capaces de reavivar las capas profundas del alma; de ahí la importancia que adquieren los arcanos mayores del Tarot, útiles catalizadores de trasformación. “Son auténticos símbolos —dice Tomberg, nada más comenzar la meditación sobre la primera lámina, El Mago—, es decir, operaciones mágicas, mentales, psíquicas y morales que evocan nuevos conceptos, ideas, aspiraciones y sentimientos.” Para que den su fruto se han de meditar en el recogimiento y la soledad propios del discipulado de la noche, aquel que siguen los herméticos. De esta forma, el vínculo común que une a los herméticos no es otro sino los ejercicios espirituales y las experiencias que implican, la profundidad a que conllevan. ¿En qué consiste dicha profundidad? Indudablemente, en un acopio de conciencia, en una ruptura de nivel, en una mayor comprensión del misterio de Dios que se corresponde con una elevación del ser.
Se podría decir que la filosofía hermética es una especie de unidad holística, por cuanto la experiencia vivida (o vívida) se aúna al conocimiento de la mística, la gnosis, la alquimia y la magia sagrada. El hermético, por tanto, es aquel ser que experimenta y vive en sí mismo el ser, el saber y el poder; es decir, quien reúne en sí mismo la hondura de la mística, la sabiduría directa de la gnosis y el poder realizador de la magia. En este sentido su ideal es básicamente alquímico, lo que significa que cuanto más se transforma, más verdaderamente humano se vuelve, pues “más se manifiesta lo divino subyacente a la naturaleza humana en él, o, lo que es lo mismo, la imagen y semejanza de Dios”. El hermetismo, pues, transforma al hombre, le ayuda a convertirse en lo que verdaderamente es según su esencia o naturaleza; ello implica un proceso de “sublimación” por el que lo vil o lo bajo queda crucificado. Pero por esta crucifixión, como dice san Pablo, puede emerger el hombre nuevo. Este nuevo hombre es el ser libre por antonomasia; aquel que, vivificado por Dios, ha sido también rehumanizado, y, por rehumanizado, llevado a la realización en sí de la imagen y semejanza divinas, las que portaba de manera, escondida y vulnerada, en su interior.

El hermético sabe que la realización de su más alta posibilidad es un don de Dios, pero también sabe que no por eso debe eludir el propio trabajo. Así, pues, se hace necesario un proceso de iniciación para alcanzar tan alta meta, que no consiste en otra cosa diferente al saber saber. Precisa Tomberg: “El iniciado es el que sabe preguntar, buscar la respuesta y emplear los medios aptos para llegar hasta ahí”. Ahora bien, esta triple sabiduría de saber preguntar, buscar y actuar, solamente los ejercicios espirituales la enseñan; por ellos, pues, el iniciado aprende el sentido práctico (y en filosofía hermética no hay otro sentido que el práctico) y la infalible eficacia del arcano de los tres esfuerzos reunidos, que constituyen la base de todo ejercicio espiritual y de todo arcano: Pedid, buscad y llamad, tal como expresa San Lucas (11, 9): “Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y os abrirán”. Así, pues, ¿qué enseña la filosofía hermética? Enseña cómo preguntar, buscar y llamar para llegar a la experiencia mística, las luces gnósticas y el efecto mágico de lo que se pretende saber de Dios.
Por consiguiente, el iniciado o hermético ha de desarrollar, en primer lugar, una aptitud: la aptitud para saber saber. Esta aptitud, a su vez, implica el desarrollo de dos sentidos: el de síntesis y el de iniciación. Por el sentido de síntesis el hermético sabe propiciar no solo una síntesis entre mística, gnosis y magia, sino también una resolución de antinomias, en principio, irresolubles, y en última instancia, la resolución más importante de todas: la del punto blanco de arriba, cegadora luz que tan solo contiene luz, con la del punto negro de abajo, la oscuridad del subconsciente. No otra cosa propone la Tabula Smaragdina: “Verum sine mendacio, certum et verissimum: Quod est inferius est sicut quod est superius, et quod est superius est sicut quod est inferius, ad perpetranda miracula rei unius.” Cuando el hermético consigue la neutralización de cualquier binario o la solución de las antinomias, entonces se dice que ha realizado el don del negro perfecto; es decir, supera la conciencia egoica, en cuanto la trasciende hacia una mayor luz, por el hallazgo de una síntesis suprema, la que como verdad anida entre las dos oscuridades, la de arriba y la de abajo. Pero lo realmente interesante es que el esfuerzo por realizar la síntesis, lleva hacia el sentido de la iniciación, que es el de la profundidad; el cual, como fin práctico tiene la realización del hombre de autoridad (del hombre-padre), y como fin espiritual, como ya ha quedado dicho, se orienta hacia el Dios vivo y la vivificación que proviene de Él.
Para terminar esta breve nota de presentación de Los Arcanos Mayores del Tarot y siguiendo con la aclaración de cuestiones que podríamos considerar preliminares entorno a la indagación espiritual, quiero resaltar que el iniciado o hermético no solo debe de desarrollar una aptitud, en los dos sentidos expuestos, sino que parejamente ha de desarrollar una actitud. Esta actitud es la de El Ermitaño, tal como lo expresan los símbolos de la IX lámina. Valentin Tomberg trae al respecto una cita de Éliphas Lévi: “El iniciado es quien posee la lámpara de Trismegisto, el manto de Apolonio y el báculo de los patriarcas.” Traduzcámoslo: Por la lámpara, el iniciado posee el don de hacer brotar la luz de las tinieblas; por el manto, crea una segunda piel con la que se aísla de la mundaneidad, esto es, del sordo y opaco discurrir de humores, prejuicios y anhelos colectivos; por el bastón, posee un sentido realista que le lleva a tactar la realidad, no con uno, sino con tres pies, por lo que avanza con una experiencia inmediata de lo vivido sin intervenciones ajenas a él mismo. Por todo lo cual, podemos decir que el iniciado o hermético es el hombre prudente por antonomasia; difícilmente tomara postura o partido por algo, difícilmente levantará la voz en la asamblea pública. Al igual que los contemplativos, aunque sus obras y su meta son esencialmente prácticas, incluso a pesar de su índole espiritual, se retirará del mundo para llevar una vida disciplinada y austera, en la que tomen relevancia la oración, el oficio divino y el estudio.
 

Alguna vez se ha hecho mención a las tensiones que hay en el seno de la iglesia, que aparecen en su mismo nacimiento, y no obstante se resuelven de manera musical y estética; Von Balthasar, sin ir más lejos, habla de la sinfonía de la fe. En la horizontalidad, la iglesia judaizante de Santiago, conservadora, valedora de las obras, pugna con la iglesia abierta a la gentilidad de Pablo, integradora, la que hace hincapié en la fe. Pero en la verticalidad se sitúa la iglesia de Juan confrontando a la de Pedro. La iglesia de Pedro tiene el poder y las llaves; la iglesia de Juan, el apóstol que en la última cena reposó su cabeza junto al corazón de Jesús y quedó abrasado por su Amor, posee el perfume y el fuego.



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Jesús Cánovas Martínez©
 

miércoles, 17 de julio de 2013

TAMBIÉN EN PRIMAVERA MUEREN LOS CISNES

TAMBIÉN EN PRIMAVERA MUEREN LOS CISNES
ANTONIO SOTO ALCÓN

Se ensayan, con frecuencia, clasificaciones acerca de las maneras de hacer poesía, según prevalezcan ciertos elementos o notas distintivas en los poemas; de la misma manera se clasifican a los poetas, y así tenemos nóminas sobre qué poeta pertenece a tal tipo de corriente o a cual otra. Para no perder tan acendrada costumbre, voy a proponer una nueva clasificación: la de aquellos poetas que son independientes, pues su arte constituye una expresión de sí mismos, lo cual conlleva que su poesía venga marcada por el signo de la autenticidad, y la de aquellos otros que, con anterioridad a cualquier acto de escritura, realizan un estudio de campo, por así decir, sobre el rumbo o la línea poética predominante en un determinado momento, y tal eventualidad les lleva a ponerse con la pancarta —seguimos con los juegos analógicos— delante de la manifestación. Antonio Soto, por fortuna, no pertenece a éstos últimos. Desde hace ya algunos años, he tenido la suerte de seguir su trayectoria y puedo decir que cada nuevo libro que da a la imprenta supone una sorpresa. Recuerdo que Dámaso Alonso al enjuiciar aquel admirable libro, Cántico, de Jorge Guillén, comparaba las diversas ampliaciones a las que el poeta lo iba sometiendo a lo largo de sus sucesivas ediciones con la misma expansión del universo. Al igual que desde un punto inicial surge el espacio y el tiempo, y la energía se difracta y se concentra para dar lugar a la multiplicidad de galaxias y soles, se generan así sus poemas en expansión creciente —dice Dámaso en la analogía—, más ricos, más plurales, con más carga significativa. Algo parecido hay que decir de la obra poética de Antonio Soto. Desde aquel poemario inicial En aquellas las islas del alma (Premio Armilla, 1998), hasta el poemario objeto de esta reseña, También en primavera mueren los cisnes, cuyo título no sin razón alude a un poema de Bukowski, el poeta ha trazado una línea multívoca, abierta, en continua crecida, sugerente y sincera.
Al enfrentar el poemario, lo primero que sorprende es su densidad. La mayoría de los poemas que lo componen son sustantivos, en los que se eluden las adjetivaciones superfluas; versos cortados a escoplo, hirientes como una navaja, caen rotundos como mazazos en alguna parte del alma, la sajan o martillean desde principio hasta final del libro. Son lapidarios los momentos inaugurales de los poemas, por eso encontramos inicios de este tipo: Aposté por mí como se apuesta por un caballo, Sentí vergüenza al contemplar la muerte, Entré en la vida / y me encontré con la nada... O finales de estos: En mis ojos llevo una tumba, Yo también canté bajo los árboles... Parece como si el poeta, consciente o inconscientemente, hiciera un ejercicio de autoconocimiento, una catarsis liberadora del desencanto y la tristeza que se le pega a la piel como una camisa sudada, una mancha, un tatuaje. Por eso en el libro hay lucha y tragedia, aunque también hay que decirlo, no aspavientos, no gestos inútiles ni melodramáticos, sino serenidad lúcida, irrevocable, y aun anhelo y esperanza por validar la vida.
El sujeto poético pronto sitúa al lector en la perspectiva de su propia temporalidad y le transmite la sensación de que tal vez hayamos ya vivido lo suficiente —Atardece en el parabrisas de mi coche, expresa Antonio Soto en el poema que lleva por título Una huida hacia delante—; es hora, pues, de establecer las medidas del valor. Y como fiel de tal balance la serenidad pondera, repito; mas es la serenidad del voyeur que ha visto la estupidez humana, el vaciamiento de miradas, los hombres sin rostro y la crueldad sin relieve de una vida que ha perdido el horizonte del amor. No sin razón el título del poemario conlleva una carga simbólica de fuerza arrolladora, pues el cisne es uno de los atributos de Afrodita, la diosa del amor, y hete aquí que éste también muere, en primavera, la estación por antonomasia donde el amor se exalta. Es que el poeta busca el amor, y no lo encuentra: Subí a los áticos de tu corazón / y en su altura sentí vértigo. O quizá, sí; pero el amor, en su cúspide, llevado al clímax, en su tremendismo se iguala al desamor.

 La consecuencia de tal estado anímico no se obvia: la muerte, como contrapartida del amor, queda expuesta a la mirada del poeta, y le sorprende a cada instante, en cada curva de cualquier carretera. Por eso mismo, en el poemario adquiere especial patencia otro símbolo, el del viaje, con el que se expresa la búsqueda incesante de sentido; una búsqueda ciega por los verbos transeúntes que ascienden o descienden escaleras —suben a cimas de contemplación o descienden a los infiernos del alma, aunque, por otro lado, Bajar, subir, qué importa, así confiesa el poeta en Invierno—, pero que, sobre todo, insisten en el deambular hacia ninguna parte por esas autovías, de ciudad a ciudad, tendiendo puentes en los que amenaza el suicidio, para llegar a otra ciudad, tan solo a otra ciudad. Estuve en una ciudad de la que nunca /aprendí su nombre: /Ströke, Hans-Ströke, Van-Ströke..., leemos en el magnífico poema Ciudad del Norte, y en otro lugar, se expresa de forma más contundente: Avanzo por esta ciudad/ que no me lleva a ninguna parte. Es la ciudad la que transita, no el camino; el viaje es lo real, ya que supone un resquicio para la esperanza, no la ciudad, en donde el amor no existe. La conciencia de extranjería se impone, por concomitancia, como añadido ineludible: Oh, ciénaga humana donde todo desaparece, / yo no soy de este mundo. Así surge, por último, tras la conciencia del exilio, de no pertenecer a ninguna parte, y la consiguiente condena a una extra-vagancia sin término, el anhelo del paraíso perdido, aunque al trasluz y casi por reducción al absurdo.
Rotura interior, y su reflejo: rotura de lo social. Si la muerte es desamor que trasciende las fronteras del ego; la negación del amor, niega cualquier pronombre y también la caridad: Un idiota sonríe en la puerta de una iglesia y en su mirada —dice el poeta— /sentí la inocencia del mundo. Sin embargo, porque su Reino no es de este mundo, la enajenación es signo de Dios. También en primavera mueren los cisnes se revela, de este modo, con un trasfondo tremendamente religioso. En el poema programático del inicio, su autor ya nos lo advierte: Hoy, he visto a Dios en un charco, expresión que podría pasar por irreverente, si a su hilo no se siguiera, casi con insistencia fenomenológica, la descripción de ese charco, las entrañas del odio, un teatro de crueldad, si me permite la expresión Antonin Artaud.
Por la ciénaga del mundo el poeta transita con una conciencia tremendamente lúcida, y aun así, en ese deambular, encuentra la inocencia, aquello por lo que todavía ese mundo caído y de derrota puede adquirir valor. Esta inocencia se halla en la debilidad; así, cualquier ser débil o que sufre es objeto de su atención. Y tal vez porque, en última instancia, quizá conciba que todos somos víctimas y verdugos, no hay en el libro reprobación de nada ni nadie, sino exposición llana de lo feo o lo cruel. Pero la inocencia golpea un alma sensible.
Antonio Soto quiere salvar porque sabe que lo bello es efímero y la flor se puede alumbrar en medio de la tristeza y la basura; por eso expone y nombra: nombra a los “caídos” y marginados —las putas, los vagabundos, los gays, los poetas, los perdedores...—, y, porque los nombra, los salva; al signarlos pretende su rescate de la muerte, es el último recurso de la vida: la voz, el grito tal vez. Y es ese mismo rescate que también pretende de la naturaleza herida, de la que se siente solidario, y aun opera una suerte de identificación con la misma en poemas tan emotivos y tremendos como La perra de la estación o El pequeño zorro.

Conforme se va objetivando la estupidez, la fealdad, el dolor de la ciénaga, cuya metáfora es la ciudad; conforme crece y toma cuerpo esa apuesta por el débil, se objetiva de igual modo, y crece, la conciencia del exilio. El poeta niega y se niega, así que finalmente grita. Y porque grita desde el fondo mismo de sus entrañas, un cisne le mira a los ojos; y porque grita también desde los suburbios de su angustia, como hijo pródigo que ha experimentado todas las caídas, puede concebir un retorno, añorar y pedir los brazos amorosos del Padre.

Pido yo por Antonio Soto, para que sobre él no recaiga la venganza de los mediocres.




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Jesús Cánovas Martínez©