jueves, 10 de octubre de 2013

A MI MANERA

A MI MANERA
FRANCISCO JAVIER ILLÁN VIVAS


Su último poema alumbra y da título a la nueva entrega poética de Francisco Javier Illán. A mi manera, constituye un balance desde la madurez de lo que ha sido toda una vida. El poeta se confiesa, y esta confesión toma forma de fado: Ahora que cae el tiempo/ Otoño al que miro en los espejos del recuerdo/ te narraré sin titubeos mi vivencia... Francisco Javier (para quien lo conoce, un hombre venido de un pasado remoto, quizá de Hiperbórea, donde el valor y el honor se daban la mano) afirma su hombría: Hice lo que tenía que hacer, No me tragué las palabras, pero también reconoce que quiso abarcar más de lo que pudo, por lo que admite, en definitiva, que como todo hombre es polvo, y, como todo hombre, quizá desperdició el amor en el breve roce: Ya ves, he amado, he reído, he llorado/ me tocó ganar, también perder. Aun así, no rechaza su vida, hizo lo que hizo a su manera. Hemos de entender, por tanto, que actuó de forma honesta, con valentía, sin ambages o pactos con la mentira, y, por supuesto, sin rehuir el compromiso. La intencionalidad que infirió a sus acciones fue la correcta; estas se podrán haber torcido debido a factores externos, a esas circunstancias no del todo previsibles que a veces las dan al traste, pero aquellas intenciones que las animaron, aun tamizadas de subjetividad y de la ignorancia añadida, en la confesión del poeta, fueron sin doblez o hipocresía.
Sin embargo, afirmada esta ortopraxis, al fin y al cabo, ¿qué? Un toque personal de actuación ante la vida, en sí mismo, no resuelve nada, por lo que se disparan las preguntas que buscan sentido:

¿Qué es un hombre sino el tiempo que ha vivido?
¿Qué tiene si no a sí mismo?
Y, si no es así,
nada tiene.

 Con estas preguntas, y la respuesta implícita que les confiere, se declara el poeta y muestra la estructura de su carácter, el eje desde el cual comprender su subjetividad, a la par que su visión del mundo y de la vida. Ya lo sabemos, pero ahora se nos ofrece de forma nítida: estamos ante un hombre de acción, ante un guerrero llegado de otro tiempo que lucha en un nuevo tiempo anacrónico, no el suyo, y se siente, quizá, extraño o perdido, y aun así se afirma en esa lucha y la toma como paradigma de su estar en el mundo. Sé que nada se acaba hasta que se acaba, terminará diciéndonos; sí, la muerte será también a su manera.
Esta visión existencialista, radicalmente sometida a la temporalidad, no prescribe en la pasión inútil sartriana; más bien remonta como una petición hacia las alturas para no dejar sin respuesta el problema de la trascendencia. Creo en Él. Aparece entre las dos medias lunas que abren y cierran un paréntesis: Creo en Él. Los que tenemos los ojos cansados de lectura, sabemos de la importancia de los paréntesis; no es un azar el que cierra una frase tal vez caída como al vuelo, sino la importancia con que se subraya una idea. Se conforma el hombre en el tiempo según la medida de su propia actuación, pero el tiempo, el mismo tiempo que lo conforma según ha sido su actuar, también lo conduce a la disolución; así es si sopesamos tan solo una horizontalidad en la que Saturno esgrime su guadaña. Tras la lectura de A mi manera, no se infiere esa conclusión; por el contrario, hay una apuesta por la verticalización del tiempo y la esperanza, por lo eterno, eso ignoto y radicalmente otro en que desemboca la temporalidad y donde se encuentra Él cuando ya no hay más tiempo, subrayada aun de manera tímida:

Y cuando vuelva
(Creo en Él),
quisiera recordar su rostro,
el rostro de todas ellas…

Vengamos ahora a una hipótesis: Supongamos por un momento que muere el padre del poeta. Ocurre de repente, y en un geriátrico. El poeta, tras el luctuoso hecho, comienza a generar sentimientos de amor y culpa; un sueño le visita: una escalera que baja, por la cual desciende. El sueño se repite, una vez y otra: el poeta siempre baja a un fondo de oscuridad, a sótanos tenebrosos de una casa insospechada. Agazapados en las tinieblas, le acometen los monstruos; son monstruos de soledad y angustia que terminan, en definitiva, por desencadenar mecanismos no controlados. En su vida de vigilia el poeta se hunde; ideas cargadas de una insana emoción vienen a poblar los días de luz cada vez más escasa, así como las tinieblas pueblan la noche. Piensa en la muerte, se destruyen los colores del día, cesa su relación directa con las personas y las cosas y se descoyunta el débil hilo que todavía lo ata a la cordura… En ese estado de crecida postración estará durante dos años, y el retorno será difícil.
Toñy, la mujer del poeta, intenta animarlo. La pareja decide, luego de sopesar su conveniencia, realizar un viaje a Galicia; de Galicia, se desplazan a Portugal, ese país hermano de sol y brumas donde los poetas sienten, intensa, la saudade. Contempla el poeta los verdes paisajes del largo balcón al Atlántico —esa mar siempre de fondo—; como compañeros de viaje lleva a sus líricos —Ferreira Gullar, Fernando Pessoa—; su sensibilidad espoleada, percibe cómo le penetra por los poros, a grandes tragos, la melancolía del fado, tan dulce cuando golpea, grande su hondura cuando se enraíza y permanece. Durante este viaje surgirán los poemas que componen A mi manera, porque no hay ficción en lo que acabo de contar. En una conversación privada con Francisco Javier Illán, este me lo confirma: Todo tiene su origen en un viaje desde Galicia a Lisboa, en un momento un poco triste para mí, tras la muerte de mi padre. Tuvo como final una sesión de fado en Lisboa. Por eso tal vez los poemas lo recuerden. Además, tres de esos poemas han sido cantados y grabados, en música de fado.
No es de extrañar, por lo dicho, que antes de llegar a su conclusión, el poemario nos haya propuesto un recorrido en el que se entremezcla la música de raíces populares con la música culta. Las diferentes secciones del libro introducen de esta manera un contenido que quizá haya que mecerlo previamente con una escucha atenta de la pieza que le da título, o, a la par de ella, adentrarse en su lectura, para saborear debidamente lo que el autor nos quiere transmitir; de esta forma cada sección nos prepara para esa confesión final y la introduce desde una determinada perspectiva según el ánimo al que nos induce la música.
 A mi manera comienza con un oficio de difuntos, con un tintiliábulo minimalista, Canto en memoria de Benjamin Britten de Arvo Pärt. Una vaga melodía se repite insistente con fondo de violines y fuerte toque de la tristeza: Mi huidiza vida rechaza mi vida/ como la carretera separa los mundos que une… Estos primeros poemas son breves, como el baldón que anuncian los toques de campanas, en ellos, a su vez, se intercalan textos de los poetas lusos para acunar debidamente la sensación de la soledad y son generalmente asintáxicos, porque la asintáxis expresa el mismo desquiciamiento perverso en que se halla sumido el poeta. Ensimismado, este se confiesa: Levantarte cada mañana/ hastiado de soledad...
Los poemas se engrosan en la segunda sección del poemario, Comarca lúgubre, comarca brumosa (Adagio de Sueño de invierno de Tchaikovsky). Se ensanchan los ojos cerrados para percibir los campos baldíos, casi con lluvia o nieve, donde la tristeza avanza con pasos lentos y la melancolía, dulce y sensible, invade el alma: Soy un campo de polvo/ que se funde en su baldío,/ ardo en la sed de la tierra/ de nadie. Pulsan los violines y mecen un lamento continuo antes de que el oboe levante los ateridos pájaros del invierno; entonces el poeta siente que el tiempo gotea lágrimas frías y palpa la soledad, tal y como lo expresa en el inquietante poema que lleva por título Venas:

Alcanzada le edad de la penumbra
cuando los ojos se te inundan de humo
          y todo se hace extraño,
cuando llega el dolor
          como una galería de recuerdos
                                                           colgados

La preferencia de Francisco Javier por la música boreal, tan chocante a nuestras latitudes de sol y espumas, es curiosa. Parece que con ello nos quisiera decir, consciente o inconscientemente, que él, no solo está en otro mundo, sino que, de alguna manera, también pertenece a ese otro mundo. Así nos llega la tercera sección del libro introducida con el precioso poema sinfónico Las ninfas del mar de Sibelius. El dolor atenazado se contrasta con la mar, amplia, y con la belleza de sus ondinas que cabalgan sobre las espumas de las olas; risueñas juegan, retozan, coquetean e incitan al poeta, y este se asombra de que haya vida y luz allende las tinieblas que lo sumen: esto sólo ocurre junto al mar/ donde la luz de la vida es más poderosa/ que el silencio. Retazos de esperanza se elevarán a partir de unos ágiles toques de flautas (ese mar que viene/ ese mar que va/ trae nostalgias de mi primavera.); se granan los poemas, adquieren densidad nueva, viveza; las trompas se superponen a las violas y violines, el vibrar de las cuerdas del arpa señorea sobre la mar que se agita. Mas si arrecia la tormenta, tras esta, se llegará a la calma.

Frente al recurrente sueño de la escalera que desciende a sótanos sin luz, el poeta opondrá su insistencia en la esperanza, tal y como refleja Una y otra vez, un poema especialmente idóneo para ser cantado: Llama una y otra vez/ a una puerta que no se abre,/ polvo cabalgando en el aire… Con la reflexión sobre el propio dolor —tabla a la que asirse—, se emprende así el camino de vuelta hacia la luz, esto es, el camino de vuelta hacia la pacificación. Este acontecimiento último se refleja en el momento en que el poeta contempla, al igual que Nuñez de Balboa tras un tenebroso periplo, las aguas mansas del Pacífico (anhelo perderme/ en el Pacífico,/ sobre sus olas o bajo ellas); la visión del Atlántico la ha convertido en contemplación del océano Pacífico. Pero antes de que eso suceda ha hecho suya, junto a la meditación que concita, la pregunta que el animal más bello del mundo por teléfono le dedicó desde Italia a Frank Sinatra: ¿Dónde ha ido a parar el tiempo?, o cantado con Shakira: …y que se muera hoy/ hasta el último poeta.
Para ir acabando con estas breves notas sobre A mi manera, señalaré dos particularidades. Una remite al detonante de su escritura; otra al amor. Es curioso que en el poemario no se aluda explícitamente al padre muerto. Es como si el hueco que dejara su muerte fuera demasiado inmenso como para nombrarlo; a la fisicidad de la muerte se le añade la del arquetipo. Cesa el padre, y, consiguientemente, cesa la fuerza del arquetipo; se abre entonces el hueco, el inmenso vacío en la psique del poeta, el cual opta por ensimismarse y perderse en sí mismo. La única referencia al padre y al tremendo acontecimiento de su muerte es velada; aun así, casi tocando a su fin, en la obra surgirá una pregunta desgarradora a modo de grito catártico, expresión del profundo desconsuelo del poeta, a la par que de su soledad y desvalimiento: ¿Dónde estás cuando más te necesito? ¿A quién llama el poeta, al padre o a una forma idealizada de amor que, por idealizada, es imposible? Preguntado al respecto, Francisco Javier me responde: En todo ser humano hay un amor imposible, yo lo tengo, yo lo conocí, mi padre también, mi madre… aunque ese mismo amor idealizado sea el que tienes a tu lado todos los días, y quieres mantener el sueño de que jamás decaerá. Fueron muchas, pero solo hay una. 
 Un niño se ha perdido en los vastos desiertos, sean estos los de una ciudad sin nombre o los de las gentes anónimas; el caso es que no hay cielo protector, ni mano que tienda una mano. Existió el amor, sí; pero este se tambalea y extingue cuando la depresión extiende el manto de su negrura. No estamos ante un poemario de amor, sino ante un poemario de recuento y reencuentro, de soledad y superación; no habrá en él celebración de la vida, canto de plenitud, carnalidad o espiritualización del amor, aunque sí un viaje a los fondos de la memoria y de la psique: descenso, desconcierto, emoción perturbada, y, finalmente, reconciliación del poeta consigo mismo.
A mi manera (My way), la conocida canción de Paul Anka popularizada por La Voz, versionada magníficamente por Elvis Presley, Julio Iglesias, Plácido Domingo, Pavarotti y tantos y tantos otros, encuentra con Francisco Javier Illán un modo muy personalizado de expresión.



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Jesús Cánovas Martínez©
 

lunes, 7 de octubre de 2013

EL SALTO DE LA HOGUERA



EL SALTO DE LA HOGUERA





Fue una noche de San Juan, en la casa de campo de Ana Escarabajal, la que tenía (y supongo que seguirá teniendo) por La Aparecida, una pedanía de Cartagena de España. Años atrás a la buena de Ana le había dado por establecer en esa noche mágica una especie de ritual, en el que, encendida una hoguera, se purificaban los deseos. Se escribían estos en un papel que después, con la mejor de las intenciones, se arrojaba al fuego. Previamente había habido una purificación por el agua, y las cosas malas se habían dejado en una lustral fuente. Gilipolleces de este tipo entretenían a los poetas, pues la mayoría de los invitados pertenecían al gremio de la poesía. Tengo que decir que antes de llegar al ansiado ritual, se habían degustado con anterioridad ciertos manjares, descorchado algunas botellas de vino, saboreado una queimada y, ¡oh maravilla!, entre cubata y cubata, soportado el —digamos— recital de algún inaudito poeta que se personaba por allí con aires de grandeza.

El tema de la queimada, junto al de la hoguera, era esencial, pues es sabido que para convocar a los espíritus proclives esa noche no puede faltar; y dicho sea de paso, tal queimada debe ser hacendosa, realizada por mano experta y arropada por los conxuros pertinentes. Un individuo, llegado a la Región de Murcia de tierras nórdicas y que iba de poeta, al que llamaré a partir de ahora, por no ofender y por eso de la cortesía, Detritus, se había traído cierta sabiduría de su lugar de origen que le inducía a preparar unas queimadas con un arte más que aplicado; mientras las preparaba, disfrazado para la ocasión con una luenga capa negra hecha con bolsas de basura, daba saltos y contaba historias de miedo. Se ponía en la cabeza un casco de cartón pintarrrajeado de aquel modo, que, junto con la capa, larga y arrastrada, le hacía parecer El Cid a lo cutre y en miniatura. La escenificación que el tipo llevaba a cabo era colosal. Dadas, pues, las habilidades del individuo, con la lisonjera promesa de soplar gratis durante toda la noche fue atraído por Ana para realizar la queimada. La ocasión la pintaban calva; la noche sería inolvidable.

Detritus, a pesar de su indiscutible dominio sobre el arte de las mezclas espirituosas, tenía un problema, y es que estaba tan picado por el alcohol que con dos sorbos de lo que fuera, aun de coñac barato o de matarratas, se dislocaba, los ojos se le inyectaban en sangre y comenzaba a proferir gritos sin ton ni son; eran esos gritos a modo de berridos parecidos a los que dan los vaqueros de su tierra cuando establecen platica amistosa con los mansos animales. Pero el problema no era ese; Detritus podía parecer hasta gracioso dando aquellos berridos, pues procuraban nota pintoresca que recordaba los herbosos valles de sus montañas de origen hasta el punto de procurar una especie de bucolismo inesperado. El problema era otro. Y es que, con aquel mal beber, le subía desde su acomplejado inconsciente toda la ira contenida por no haber crecido lo suficiente, y entonces, poniéndose de puntillicas y subiendo la mandíbula todo lo que le daba de sí se encaraba con el primero que tenía delante buscando camorra. Yo llegué a presenciar, por desgracia, unos cuantos números de esos, y doy fe de que el individuo se volvía peligroso.

Fueron apareciendo los poetas. Leopoldo, el pobre, por aquella época con las dos piernas amputadas, en silla de ruedas; Fulgencio, con dos de sus mujeres; Trepario Retrepa (que se había invitado por cuenta propia), tocado con un sombrero de ala ancha y acompañado por su séquito de incondicionales pelotillas… En fin, no voy a referir la nómina, y emplazo los detalles para mejor ocasión. Solo añadiré como algo importante para lo que voy a referir que entre los invitados también arribó cierta poetisa del amor, muy cotizada en aquella época, ya que solía deleitar al personal con poemas cargados de emoción en los que, como mono tema, trataba la sexualidad, las posturas eróticas, el coito, los amantes en su frenesí, el orgasmo, esas cosas.

Discurrió la noche bajo la Luna llena; se comió, se bebió y se encendió la hoguera. A continuación se pasó a realizar los rituales preestablecidos. Discurría la amistad alegre. Se disfrazó, pues, Detritus, y entre conxuros, cuentos de miedo, saltitos cortos, farfulleos y gilipolleces diversas removió un orujazo lampiño hasta que tomó color miel. Mientras tanto alguien guitarreó por allí. La noche clamaba por sus fueros y la Luna se elevaba esplendorosa. Para colmo, luego de degustar la queimada, la poetisa del amor vino a recitar un montón de sus deliciosos poemas. Sí, la noche quedó encendida y se desencadenó el glamour.

Nadie piense lo que no debe; los poetas son gente casta y muy decente, y no es merecida su fama de ser crapulosos. Bueno, hay de todo, como en las diversas profesiones, pero no se puede generalizar porque la generalización en sí misma es un error conceptual; la generalización extrapola casos particulares para diluirlos en un todo. Pero un todo es nada, de modo que así se resta la culpa o se escamotea la responsabilidad ante la propia acción. Y dicho lo dicho, no quiero irme por las ramas; corto tema tan sabroso para la gente que le gusta la cosa esa de darles vueltas a las ideas en sus cabezas y vengo a referir los hechos tal y como fueron. Puestos a sentir el glamour desencadenado, se rompió el gran grupo en pequeños grupos en donde tratar mejor los temas poéticos. Unos por aquí, otros por allá, en animada conversación; bajo las más oscuras sombras de los terebintos los más tímidos, parejicas que en tono de cuchicheo trataban de sus cosas. Fulgencio y la poetisa del amor entablaron parlamento debajo de uno de aquellos oscuros terebintos. Durante la conversación, llevado seguramente por la magia de la noche, en un aparte Fulgencio le realizó a la poetisa del amor cierta promesa. En ese momento pasaba yo por allí, ¡y mira que me engancharon! Mi voluntad es muy débil, como todo el mundo sabe, y no sé dar un no cuando me vienen con halagos.

Recuerdo que Fulgencio, dejando a sus mujeres a buen recaudo, y yo, alejándome del celo impenitente de MªJosé, nos fuimos hacia la hoguera con la poetisa del amor, un capazo de años mayor que nosotros y ansiosa, ¡y de qué modo!, por vernos saltar frente a ella, según la promesa que el inicuo Fulgencio le había realizado. La hoguera se encontraba en su majestad, brillaba el fuego en la noche lunada, y, teniéndola a nuestras espaladas (con aquel el fulgor de su resplandor alumbrando la noche inmensa), Fulgencio y yo, dimos el salto delante de la poetisa del amor.

Fue dar el blinco y, al aterrizar, oímos un grito que ni el de Munch, algo así como un berrido llamando a las vaques, pero impresionante. ¡Ya se´a montao!

Se debió de romper algo.

Al son del majestuoso berrido, seguido de otros tantos, la poetisa del amor huyó despavorida; Fulgencio, debió pensar en sus mujeres y echó a correr, y yo cavilé sobre dos cosas, salvar a Mª José (que había optado por venir conmigo a aquel acto cultural a regañadientes) y evitar así futuros reproches, y salvar a Leopoldo, el que seguramente, impedido, no podría huir, y también eché a correr.

Efectivamente, me encontré con una escena. Mª José con una cara larguísima y ojos de reproche; Leopoldo intentando escapar, pero incapaz de salvar un escalón, nervioso en la silla. Detritus había desafiado a muerte, ya que no le alababan lo suficiente su decir poético, a un corro de individuos que miraban hacia abajo. Desde el agujero que cercaban y se perdía en las profundidades, el susodicho les dedicaba palabrotos con voz cavernosa, horrible y primitiva, y de vez en cuando soltaba alguno de aquellos berridos espantosos que le habían dado el espaldarazo de afamado poeta. Algo relumbró en sus manos sangrientas, o eso me pareció; algo frío como el acero, bajo la Luna.

Ana Escarbajal nunca más volvió a convocar poetas en su casa de La Aparecida; por lo menos, en la noche de San Juan. Se terminaron de forma radical aquellos encuentros poéticos. En lo que se refiere al salto de la hoguera debo aclarar, pues después de tantos años a mis oídos han llegado los rumores de cómo se ha deformado el acontecimiento, que no fue como lo relata la poetisa del amor. Cuando la poetisa del amor, a mitad del salto, miró hacia nuestra entrepierna, no vio nada. Era una trampa. Cierto que Fulgencio y yo saltamos, pero no nos bajamos los pantalones.

Pasados los años, al rememorar la anécdota, pienso que la poetisa del amor, debido a las ganas de sexualidad que tenía, incitadas sobremanera durante el decurso de la noche mágica, vio lo que no vio, porque la imaginación es poderosa y porque es mejor adornar las cosas antes que dejarlas estar entre los escuetos límites de su realidad. Si realmente hubiera visto algo, también, en sus insospechadas confesiones, hubiera traído a colación el lunar que tengo en senda parte y que me hace muy coqueto.



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Jesús Cánovas Martínez©
 

viernes, 4 de octubre de 2013

UNA DULCE MANERA DE MORIR

UNA DULCE MANERA DE MORIR
PEDRO JAVIER MARTÍNEZ



Me gustan las personas que poseen el don de la ironía y saben utilizarla. Es el caso de Pedro Javier Martínez, actor de cine y de teatro, librero, corrector de pruebas, cajero de banco, oficinista, cartero, terrateniente, amante esposo, amoroso padre de cuatro hijos como postes, estudioso de lo oculto, genial amigo, y fiel, y mira por dónde, también escritor, poeta, dramaturgo y novelista.
Una dulce manera de morir es una novelita tierna donde el amor se postula más allá de la muerte. Un sencillo hilo narrativo en primera persona, con algún flash back que otro, le sirve al autor para cogernos de la mano y, tal bondadoso anfitrión, adentrarnos por el mundo de los difuntos.
Simón, un chico de la vega baja del Segura, banquero, buena persona, entregado plenamente a los placeres de Venus, sufre un infarto fulminante. Es época de elecciones y el protagonista, entre las visitas al tálamo y las incursiones al frigorífico en busca de cubitos de hielo para los cubatas, vibra de emoción porque su partido político ha salido vencedor… Tanta cosa buena sucedida de repente, y sin administrar, no puede augurar nada bueno. Es precisamente después de una de estas incursiones al frigorífico, aplicado de nuevo a las dulces tareas, que lo sorprende la muerte:

Pero fue entonces cuando, enredado al placer, sentí un profundo dolor en el centro del pecho, mucho más agudo que el que me asaltara poco antes en la cocina, ramificándose hacia el costado y brazo izquierdos, acompañado de unas irreprimibles náuseas.
—Es el final, el final. Pero esta es una dulce manera de morir—, me dije, a manera de falsa conformidad.
  
Su alma, convertida en halo luminoso, asciende hacia el techo de la habitación y desde allí contempla los infructuosos esfuerzos con que su mujer, Santa, trata de reanimarlo; era tal la placidez y levedad que me embargaban, que no pude sentir pena por ella, confiesa al lector. Le paraliza una sensación de distancia, extraña, nueva, frente a la dolorosa escena que se desarrolla, no diré a sus pies, pero sí encima del tálamo del extinto placer. Oye entonces por primera vez La Voz, que le indica que debe abandonar aquel escenario y seguir su destino. Sin embargo, una nueva mirada hacia Santa le hace contemplar el enorme desconsuelo de la recién —y guapísima—, viuda, y decide, por amor, desoír La Voz y permanecer junto a ella.
A partir de este momento, todo el empeño de Simón consistirá en hacerse notar a Santa y protegerla de cualquier amenaza o peligro, eso sí, abrazándola con cariño en la medida de sus posibilidades o estampándole repetidos y tiernos besos en las mejillas. A menudo agazapado en su regazo, siempre con ella, a la joven viuda le susurrará reiteradas palabras de amor con las que mitigar su pena. Simón, el difuntito, se convertirá de este modo en el ángel guardián de su querida esposa; la aventura está servida, la reflexión y la sonrisa. La acompañará hasta Murcia, donde Santa tendrá un desafortunado encuentro con un antiguo novio; irá con ella a Torrevieja, lugar donde el finado reencontrará emotivamente partes de su pasado y, contemplando la playa del Acequión, evocará su primera experiencia sexual, de talante bukowskiano, con Luisa, la sirvienta de sus tíos, moza campesina y cuarentona, de abundantes senos y carnes apretadas. Pero, a la vez que suceden estos acontecimientos, Simón se va percatando de una serie de facultades que posee en su nuevo estado. Descubrirá que es capaz de seguir sintiendo pasiones, como la ira o los celos, y a la vez se dará cuenta que puede influir sobre la materia, encendiendo o apagando las luces de la casa; finalmente, como culmen de sus nuevas y adquiridas destrezas, establecerá contacto telepático con Santa, quien terminará por hablarle: Sé que estás conmigo, Simón. Y que sigues queriéndome.

Sin embargo, a pesar de los pesares (y, para Simón, aunque no los desvelaré, son muchos), por más que los hilos del afecto con su tenacidad los mantengan unidos, hay un abismo entre los vivos y los muertos, y no es cosa de pasar por alto que los primeros tengan cuerpo y los segundos no lo tengan. La falta de corporeidad de Simón no deja de ser un obstáculo para los más íntimos deliquios del amor. Simón acompaña, protege y susurra, pero su presencia es intangible; aunque cierta para Santa, no obstante, tan solo le es meramente presentida como lo son las ideas o emociones. Santa a la postre, mujer joven, turgente de formas, plena de vigor, de juventud, deseará rehacer su vida. Encontrará el amor de otro hombre, Carlos, el sacamuelas, de físico no tan garboso como el de Simón sino un tanto achaparrado o hecho polvo, en la valoración del desazonado difuntito. Sin embargo, Carlos está dotado de una enorme ternura semejante a la suya, o más, y, por si fuera poco, capaz de tener hijos, aquellos cuya posibilidad la naturaleza le había negado al amoroso, y ahora celosillo, Simón. La trama se encamina de esta manera hacia un desenlace con efectos de vodevil, propio de la comicidad del mejor Hollywood o de los castillos verbeneros de nuestro levante español que, sin menoscabo de la inteligencia, dejará gratamente sorprendido al lector.
La maestría narrativa de Pedro Javier Martínez salpica el libro de amenidad; unos diálogos cruzados, chispeantes de ironía y segundos sentidos, articulan la seriedad de lo grave con la gracia de lo leve, en una dulce manera de contemplar la muerte y lo que hay detrás de la muerte, no tan terrorífico como cabría pensar. Así las indagaciones profundas sobre el sentido de la vida corren paralelas a una deconstrucción sistemática del miedo a lo desconocido, a ese más allá que de la mano del difunto Simón deja de ser enigmático. La indulgencia se añade como necesidad; una indulgencia benévola que no enturbian los pequeños pecadillos, aunque sean de la carne, porque en última instancia aquello que nos puede salvar es tan solo el amor: Lo que más inclinó la balanza a mi favor había sido —confiesa el finado—, sin lugar a dudas, mi enorme amor por Santa y el fiel comportamiento con mis padres mientras permanecieron en la tierra.
Me consta que Pedro Javier es conocedor (maestros ha tenido, libros ha leído y experiencias no le faltan) del mundo intermedio. Se explica así la soltura, el desenfado tantas veces, no reñido con la profundidad, con que trata, y con ligereza pasa, sobre ciertos temas escabrosos sobre los que el común de los mortales procura obviar. Pero al lector atento no le pasarán desapercibidos los guiños con que el autor hace alusión a ese conocimiento. ¿Cómo es la experiencia de la muerte? ¿Hay un juicio por el cual en el momento de la muerte se discierne entre los espíritus? Postulada la pervivencia de la vida más allá de esta vida, ¿le queda al alma un continuo ascender por los mundos sutiles en pos de una mayor perfección o reencarnar de nuevo en otros cuerpos a modo de un retorno cíclico? ¿Qué sabemos nosotros de ese más allá del que hablan tanto las religiones como los teósofos y ocultistas? ¿Acaso el parloteo de tantos videntes es vano? Que todos vamos a morir, es cierto; que el sentido que se le infiere a la vida depende de la respuesta que se le dé al problema la muerte, innegable (Ya lo decía Platón: la filosofía es una preparación para la muerte.) Quizá nos interese dar un repaso, y procurar respuesta, a las cuestiones apuntadas. Pedro Javier Martínez lo hace, pero no le interesa discutir, sino entretener; por lo que, sin tomar partido abierto por alguna postura, expone, o mejor, sugiere, argumentos para la polémica.
El lector de Una dulce manera de morir deberá arrellanarse en su sillón con un vaso de whisky en una de sus manos dispuesto a contemplar desde una privilegiada posición invisible, al igual que la del difunto Simón, los misterios de la vida y de la muerte. 




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Jesús Cánovas Martínez©