viernes, 15 de noviembre de 2013

SEÑALES

SEÑALES
DIONISIA GARCÍA



Posee la poesía de Dionisia García, en general, un sentido cósmico y, diría, hasta metafísico. Claramente se evidencia en Señales con la distinción entre dos mundos. Estos no hacen referencia a la partición platónica entre topos uranós y topos aiszhetós; tampoco, en orden a la tríada popperiana, a los mundos 1 y 3; la dicotomía que nos presenta Dionisia García alude más bien a la antigua división sofística entre nomos y fysis. Ahora bien, en contraposición a los sofistas, nuestra poeta no resalta la importancia del nomos frente a la fysis, sino que sucede justamente al revés. Un mundo, el real, es el de los objetos, los paisajes, las puestas y salidas del sol; el de la naturaleza, en definitiva. Otro, el de los hombres, el del azar humano y sus contingencias, es un mundo ilusorio, en tránsito, falaz, llamado a la decrepitud y a su conversión en polvo y ceniza, donde finalmente señoreará el olvido. Existe una fuerte confrontación entre estos dos mundos señalados, pero será uno de ellos, en la consideración de nuestra poeta, el que resulte vencedor, y, por tanto, asuma la condición de verdadero: el mundo de la fysis. Sin embargo, todo sería demasiado sencillo si realmente fuera así, pero no lo es, pues la fysis solo puede acceder a condición de verdad o realidad bajo el presupuesto de la mirada humana. La interesante apuesta de Dionisia García consistirá en elevarse, a modo de ascesis poética, desde la contemplación del falaz mundo transitorio de la acción humana y la concomitante reivindicación del mundo de lo natural, también sometido al paso, a un mundo de pura contemplación donde la misma vida humana quedará iluminada por la adquisición de sentido. En Señales Dionisia García reivindica, por consiguiente, no tanto una interpretación como un modo de estar en el mundo, contemplativo, análogo al bios theoretikós aristotélico.
Fuerte es esta contraposición entre los mundos; nuestra autora es plenamente consciente de ella y así nos la quiere transmitir de forma poética, aludiendo tanto a la inteligencia como al corazón. Vengo al poema Ante lo transitorio, donde con fuerza aparece esta dicotomía. Dionisia se detiene en la belleza de la mar que nadie contempla, en la luna saliendo entre el escenario impávido de las nubes para alumbrar esa mar nocturna y silenciosa... La mar, la luna, la oscuridad, la luna meciéndose sobre las aguas en la noche oscura: todo alude, simbólicamente, a un claustro femenino, a una gran matriz de la que puede surgir cualquier forma, a ese sustrato informe previo a cualquier emergencia, un mundo silente donde es posible el milagro… y la vida. Pero si esa pasmosa verdad queda reflejada en la primera estrofa del poema, casi de forma irónica si no rozara lo patético, la segunda comenzará de este modo: Mientras tanto, los hombres/ se entretienen y buscan/ en ciudades de llanto. Aun sabiendo que su pasar no es duradero, los hombres se entregan a los afanes ridículos de los días; saben que son transitorios, pero se agotan en el rebullir de una vana y continua agitación.
¿Hay una redención posible para el hombre, para este hombre de nuestro tiempo de sombra, malvado, ciego y práctico? Sí. Se hacía Cernuda, en El ruiseñor sobre la piedra, la siguiente pregunta: Ante una sola hoja de hierba/ qué vale el horrible mundo práctico y útil/ vómito de la niebla y el fastidio. Parece que Dionisia García también la hace suya, la medita y la resuelve de igual modo al poeta sevillano. Sin embargo, Cernuda propicia la respuesta en la misma formulación de la pregunta; Dionisia, no. Por el contrario, hace explícita su respuesta con una mostración de las señales de un tiempo que de alguna manera pugnan por ser rescatadas, y, por su rescate, ese mismo tiempo. Porque las señales significan eso, las huellas, los vestigios del paso del hombre; pero también, por su polisemia, los signos o maravillas que registran y anotan lo admirable de ese paso. Una sola y frágil hoja de hierba vale más que todo el mundo práctico, pero solo vale en cuanto alguien la reconoce en su valor inmarcesible. El poeta (en este caso, la poeta) es quien la registra y eleva sobre la horizontalidad del tiempo, con una atenta mirada en la que planea, por su ascesis, el roce de lo místico: la hoja de hierba no pasa y fenece, sino que perdura en el instante que no deviene; en sí misma permanece porque simplemente es. En Lectura de un paisaje, poema dedicado al pintor Pedro Serna, Dionisia, metida en la piel del artista, viene a indicar que, tras el arduo empeño de acomodar la mirada al paisaje para que le siga luego el ligero pincel y la acuarela, al fin, la realidad cede sus luces,/ llevadas al color desde su hondura. ¿Qué ha visto, pues, el pintor? El pintor ha captado la otra realidad allende la realidad, por eso la misma realidad queda transfigurada: Ha visto las bondades de otro mundo/ y vuelve la cabeza, celoso del milagro.
Con un telurismo ameno, una dulzura en el verbo, una serenidad concisa junto a una fuerza y justeza en la palabra, insistirá nuestra poeta: El tiempo no camina, asciende en su quietud./ Transita sólo “el tiempo de los hombres”,/ sus locas bagatelas. Magnífico ritmo de serenos alejandrinos como pórtico del poema Pasajeros, cuyo título ya ilumina el fondo de su temática: esa dicotomía que traspasa el poemario como un eje fundamental de sentido. Somos los pobladores transitorios,/atisbos de ilusión en años ya prescritos, volverá, con insistencia, a recalcar la autora.

El tiempo no camina, es decir, no pasa como el punto que recorre una línea o el hombre que deambula por un sendero; el tiempo, propiamente, no tiene un sentido horizontal, y esa forma suya del antes que se convierte en después puede ser de algún modo conjurada: el tiempo asciende en su quietud. ¡Qué forma más bella de expresar, frente al antes y el después, la presencia del ahora! Sí, del ahora, puesto que el ahora es lo realmente existente, y lo único que puede asir, en su sorpresa, nuestra mirada. Ese ahora maravillado, ese momento presente que registramos con el pasmo quizá de una tremenda belleza, es lo que hace ascender el tiempo en su quietud. Supone un instante, por imposible, paradójico, y, aun así, auténtico y real, pues solo en él se pueden rescatar, entre las sombras que ahogan a la humanidad en su conjunto, los claros de una época; en este caso, los de la nuestra: ...sí el asombro/ ante ese mismo mundo, ensombrecido hoy,/ que pide de nosotros una nueva primicia/ y rescatar los claros de una época. Rescatar los claros de una época... la belleza o bondad, también la verdad, que una vez existió y, junto a ellas, con ellas, el sentido de la eternidad.
Mas si esto es así, si de algún modo podemos rescatar el sentido de lo eterno, ¡qué inútil entonces la tristeza! En el poema programático de Señales ya nos alerta Dionisia sobre el hallazgo de tal verdad, y lapidariamente lo concluirá con el apotegma: Para el ayer el llanto. Porque la tristeza, para el hombre que eleva su mirada, y se eleva al elevarla transformando su ser, no hay nada más carente de sentido que la tristeza, ya que todo es entonces celebración de la luz y de la misma sombra transfigurada ahora en esa luz. Se refrenda esta idea en el último poema del libro, Seguridades, con total lucidez: Los días se detienen si te acercas y cantas,/ si quieres recibir el natural prodigio. Hoy la tarde se detiene con sus dones... Principio y final; enmarque contemplativo de la mirada donde aparecerán, sucesivas, las señales de una época, ellas mismas transfiguradas por el ser que previamente se ha transfigurado para poder mirarlas. El mundo de los hombres, falaz, transido de miseria y de dolor, y el otro, el natural, y también fugaz, purificados en la mirada, vendrán a ser verdaderos.
Señales nos propone una mirada de madurez en la que serenamente se registra ese fluir de las cosas o de la historia: esas impresiones que han marcado algún instante con la belleza o la alegría, con la tristeza o el desconsuelo. No es extraño, por consiguiente, que el número de poemas que lo componen sea el de la edad jubilar: un poema de apertura, que supone una declaración de intenciones, y otro de cierre o epílogo, como balance o condensación de lo ganado; en medio, dos series de poemas, cada una de veinticuatro poemas, Sinfonías quebradas, donde abunda tanto la denuncia social como el pasmo ante la crueldad y la injusticia, y, Archivo inédito, donde la reflexión y el sentido de lo pictórico (pues no hay contemplación posible si no existe este sentido) ganan la mano al dolor. La denuncia social se centra en la mostración de la injusticia y, concomitantemente, en la reivindicación del débil, sea el niño (en poemas tan cargados de emoción como Los zapatos, Primer trabajo o Telares, el que me llega especialmente), el anciano (Daño impune, Clandestinos), el emigrante (Cercos) o la mujer (Maternidad, Voces posibles); se evocará a la gente anónima, pero también a los paisajes y los amigos, a los escritores a los que se les reconoce una deuda, y la madre tendrá un lugar especial en Mensaje. Los motivos se suceden como estampas, como las hojas de un álbum, pues la autora quiere fijarlos en el recuerdo, en la permanencia, como unas señales o faros que indiquen su propio acontecimiento. Al final, no todo habrá sido vano; mientras haya un solo hombre que recuerde la historia de los otros hombres, la de aquellos que ya pasaron, esta puede ser rescatada. Apunta de esta manera el poemario a una memoria que no es la meramente biográfica, sino la colectiva de la humanidad: a un archivo en el cual se registran y quedan las señales. Este archivo supone una segunda memoria que filtra los sucesos y los fija, recogiendo de ellos lo importante y desechando lo superfluo, para que todos los hombres, pasados o futuros, puedan allí reconocerse y, por consiguiente, comunicarse.
El ahora del instante nos redime del paso transitorio y nos asciende hacia la contemplación; se intensifica el tiempo, y, de algún modo, al intensificarse, se diluye, pues si el hombre puede alcanzar algún atisbo o señal de eternidad es en ese mismo instante del ahora que asciende en su quietud. Alguien ascendió una vez a la contemplación, y al registrar la impresión del momento, no ya en su memoria individual, biográfica, sino en una segunda memoria colectiva, nos asciende a los demás hacia su misma contemplación. Así se alcanza el sentimiento de eternidad que le es permitido al hombre. Y no hay más. El instante no dura, no pasa: es eterno.
Dionisia García registra y deja en esta obra una serie de señales para que otros las recojan y se alumbren; acrece el archivo inédito de la segunda memoria para que lo humano quede de esta forma redimido, o lo pueda. El tiempo se adensa y cobra vigor, tanto, que se desplaza a sí mismo en el propio intento, en el cual se fija y se detiene. Pero si el tiempo se detiene, revierte en sustancia del espacio, se eterniza y queda como estampa de una impresión que ya nunca desaparecerá:

Venturoso poder presenciar el instante
y disfrutar con creces su refugio.
Posible que las horas te parezcan distintas
y ayuden a templar el cansancio y los límites,
que no han de ser motivo de tristeza,
más bien digna cordura en el empeño.



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Jesús Cánovas Martínez©




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