Sol Negro. Revista de principios y fines,
fue una publicación cuyo primer número apareció en 1995 y el último en 1999; en
total vinieron a aparecer trece números. Animaba la revista un espíritu de
trascendencia, de romper límites, de adentrarse por caminos ignotos, pues no en
vano el sol negro es el punto del
horóscopo que catapulta hacia el centro de la galaxia y el 13 número de ruptura
de nivel o regreso a la unidad, a partir de la cual se inicia un nuevo
despliegue de ciclo. Según la impronta de su director, Emilio Saura (un buen
general al que le faltaba tropa), se trataba de hacer fluir el verbo entre los
diferentes discursos, fueran filosóficos, gnósticos o teológicos; la idea de
llevar a cabo una praxis conforme al hermetismo cristiano en aras a una
transmutación era evidente. Tuve el honor, y el placer, de participar con algún
relato, poema o artículo en la mayoría de aquellos números. Fueron momentos de
entusiasmo; por eso quedan registrados en una parte de la memoria, aquella que
nos dice que algo de lo que se ha vivido merecía la pena.
La tirada de Sol Negro fue muy limitada, por lo que
hoy en día la revista es objeto de coleccionistas de publicaciones curiosas, y
algo más que curiosas. Como este blog
tiene un punto de nostalgia, vengo a traer aquí uno de los artículos con los
que participé en aquella aventura.
EPICURO,
FREUD Y LA MUERTE
Después de calificar la muerte como el
más terrorífico de los males,
Epicuro, en la Carta a Meneceo[1] articula el famoso
argumento para contrarrestar ese temor que siente el hombre al evocar la
posibilidad de su propia disolución:
La
muerte, nada es para nosotros, puesto que mientras nosotros somos, la muerte no
está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos. Con que
ni afecta a los vivos ni a los muertos, porque para estos no existe y los otros
no existen ya.
Según Epicuro, pues, la muerte nunca
podrá afectarnos, por la sencilla razón de que la muerte y la vida no son
coexistentes. Así, quien muere, al quedar privado de su sentir, no puede ser
afectado por nada, y menos aún por la muerte; por otro lado, mientras la vida
dura, la muerte no puede afligir a nadie, pues su posibilidad misma queda
excluida ya que es la cesación de todo sentir. ¿A quién puede afectar algo que
nunca experimentará? El sabio, pertrechado de tal conocimiento, le ha de perder
todo temor a la muerte.
A lo que parece, nos enfrentamos con
una argumentación sin fisuras, diamantina, frente a la que hay que rendir y
anular cualquier tipo de protesta; su evidencia se muestra con tal fuerza que
casi nos ciega y en buena lid deberíamos apaciguar nuestras dudas, y con el
talante más calmo y pacífico contemplar nuestra aniquilación con total la
serenidad. Cuando, posiblemente aquejado por un cáncer de estómago, la muerte
le llegó a Epicuro, fiel a sus premisas, según sus allegados, la aceptó sin
mayores angustias.
Resulta, sin embargo, que esa placidez
con que Epicuro aceptó su propia muerte, no es moneda común para el género
humano, acepten o no su argumento. Son numerosas las consciencias —y
consciencias lúcidas— que han experimentado una indecible tortura ante el
horror que les suponía pensar en su propia destrucción. La argumentación de
Epicuro no les era convincente; tal vez porque suponían que su corrección
formal corría pareja a su falta de credibilidad. Efectivamente, si soy yo el
que está vivo, ¿qué sentido tiene que pregunte por mi muerte? ¿No es un
absurdo? ¿Por qué mi vida, la que siento tan profunda y radicalmente mía, ha de
cesar en algún momento? ¿Por qué suponer que esta vida mía corre peligro de
desaparición? Más aún: ¿Quién verdaderamente piensa que se ha de morir? ¿Por
qué ha de suceder tragedia tan incomprensible?... A Unamuno, y lo dice
literalmente en su obra Del sentimiento
trágico de la vida, no le daba la gana morirse. A mí tampoco, ¿y a usted,
querido lector? Es difícil otorgar una necesidad a la muerte cuando siempre
hablamos desde la vida. Todos estamos vivos, tanto si hablamos de la vida como
de la muerte; usted que lee este artículo lo hace desde la vida y seguramente
vendrá a concluir conmigo que quien está vivo nunca ha experimentado la muerte,
y quizá podríamos añadir: ni quiere experimentarla. Razonemos, pues, desde la
intimidad de cada uno de nosotros: Si mi destino último es el no ser, entonces
¿qué sentido tiene que yo esté ahora
vivo? Si voy a morir, si mi aniquilación va a ser definitiva, entonces ya estoy muerto; aunque mi vida sea una
nada tan sonora, tan absurdo es vivir como morir. Al no encontrar razón alguna
que satisfaga mi inquietud, la postulación de la anhilación de mi vida me
perturba enormemente, la siento absurda y no encuentro ningún consuelo.
Pero hay más. El argumento de Epicuro,
aparte de no ofrecer el pretendido consuelo, incurre en círculo vicioso; parte
de una premisa implícita que ha supuesto, pero que no ha demostrado, lo cual la
convierte en gratuita; a saber: que la vida puede cesar. Sin embargo, nada en su
argumento nos confirma dicha tesis. Admite el presupuesto previo de que la
muerte —privación de sentir,
disgregación de aquellos átomos que nos componen— consiste en la cesación de la
vida; ahora bien, si negamos de entrada toda posibilidad a un modo de
existencia diferente a éste que sentimos tan limitado, entonces nuestra visión
queda atrapada y se ahoga en la propia finitud postulada. Epicuro, por tanto,
llegó al lugar desde donde partió y partió desde donde llegó; dicho con otras
palabras, a pesar de la brillantez de su argumento, no resuelve nada vital, entre
otras razones porque su argumentación es un mero sofisma.
Cuando alguien piensa en su muerte —ya
como cesación o como tránsito—, solamente puede imaginarla; nunca penetrar en
su enigma y misterio. Ahora bien, si planteamos la muerte como cesación
absoluta tendremos la sensación de enfrentamos con una paradoja y un absurdo,
ya que nuestra muerte nunca puede constituir para nosotros mismos una vivencia.
Si, por consiguiente, nunca experimentaremos nuestra muerte entendida como
cesación, será esa, y no otra, la razón para pensar que la muerte es un
imposible. Desde la vida, sólo me es lícito afirmar la vida. Y la vida es lo
más mío, por antonomasia. Decía Borges,
al hilo de estas ideas que tratamos de exponer, que sólo una cosa no existe: es el olvido.
¿Qué experiencia de muerte es la que
tengo? No la mía, sino la del otro, por lo que esta experiencia, ya de entrada,
queda falseada. La muerte de los demás se me presenta como un hecho que siempre
experimento como espectador; a mí me asombra el cadáver del otro y medito sobre
cómo es posible que un cuerpo que yo sentía animado y con el cual podía
establecer una relación comunicativa, de repente se convierte en frío, rígido,
carente de cualquier manifestación vital; no habla, no gesticula, no me
comunica nada, a no ser su única y hierática presencia. Pronto será agredido y
desbastado; se convertirá en polvo. Si ante ese ser que yo ahora percibo de esa
manera, y por comparación con casos semejantes estimo su rápida disolución, me
unían lazos afectivos, siento entonces un hondo pesar, un profundo dolor.
Puedo, a continuación, establecer una analogía y pensar que todos los seres son
mortales, y se van, y no vuelven; las flores que surgen cada primavera y se
agostan tras su breve paso de esplendor y belleza, me sirven para confirmar
esta opinión. Yo también soy ese humo que pronto se disipa, breve aroma, paso,
tránsito, flor de un día.
Podré pensar así, es cierto; discurrir
sobre la fugacidad de la vida… Pero, la vida, esa terca, sigue en mí; por eso a
mi pensamiento se abre la ponderación de otra hipótesis: ¿no será la muerte un
tránsito de un modo a otro modo de vida? Porque enunciar la mortalidad como
cesación de todos los seres, al fin y al cabo, no deja de ser un aserto, una
incompleta cuestión de hecho, una quebrada experiencia. Yo no he contado todas
las muertes ni asistido a todas las desapariciones; por lo tanto, no sería
lógicamente contradictorio afirmar que por lo menos un ser no ha cesado o, lo
que es lo mismo, nunca dejará de vivir (usted, por ejemplo, aún no ha muerto).
Por lo mismo, cualquier analogía válida para comprender la muerte, se tiende
desde la vida: la muerte es un sueño, es un viaje, es un olvido… ¿Y qué? ¿Qué
es la muerte propiamente? Nos faltan datos, experiencia, para responder a esta
pregunta y, a no ser que nos conformemos con una respuesta en abstracto o
demasiado simplificada, esos datos o esa experiencia es justamente lo que nos
será problemático obtener. Así, pues, aparece un amplio folklore con referencia
a la muerte: los muertos coexisten con los vivos, e, incluso, puede resultar
que ese ser desaparecido, el difunto, más vivo que nunca después de muerto, se
convierta en benefactor o busque una incansable venganza. De acuerdo a estas
consideraciones, quizá debamos ponderar que frente al hecho de que hay seres
que desaparecen del campo de nuestra visión, que dejan de estar en las
coordenadas, sobre y bajo, las cuales viene matizada nuestra experiencia del
mundo —espacio, tiempo, materia, forma, número—, lo único lícito que nos sería
permitido concluir es que hay seres que desaparecen del campo de nuestra visión
y dejan de estar bajo las coordenadas, sobre y bajo, las cuales viene matizada
nuestra experiencia del mundo; es decir, se abstraen del espacio y tiempo
conocido, pierden la materialidad o los límites de su forma y no son
susceptibles de consideración numérica; nada más. La lógica no respalda lo que
los ojos afirman, y, los ojos, ya sabemos, nos engañan con excesiva frecuencia…
Frente a lo asertórico de los hechos, se sitúa lo apodíctico de lo lógico; y,
un hecho, por más repetitivo que se nos presente en el campo de nuestra
experiencia, nunca podrá convertirse en una necesidad que se evidencie a sí
misma.
¿Habremos de repetirlo? Los hechos
vienen dados bajo el presupuesto de las condiciones bajo las cuales los
experimentamos; pero de ahí, de forma lícita sólo se puede concluir que, dadas
las condiciones bajo las cuales se vehicula nuestra experiencia, esos hechos se
muestran como se me muestran. Pero nada más. A fortiori, si hay seres que desaparecen del campo de la
experiencia limitada que poseemos, no tiene por qué significar que hayan cesado
definitivamente; pueden existir bajo otras condiciones que ahora ni siquiera
sospechamos. Pensando en singular: Si yo fuera capaz de romper las condiciones
de mi experiencia, y con ella, los límites de mi propia consciencia y visión de
la realidad y así me abriera a una superconsciencia, podría quizás afirmar o
negar si con la muerte que veo como espectador cesa todo, se anonadan los
seres, o, por el contrario, éstos se transforman y se abren a una nueva vida,
al igual que la mariposa que rompe su crisálida. Ahora bien, esa
superconsciencia ya supondría, como índice y evidencia, la imposibilidad de mi
finitud.
Al experimentar nuestra vida como un
posicionamiento radical; al ser, si se me permite la expresión, prisioneros de
nuestra vida, el único límite que podemos concebirle a ésta atañe únicamente a
la actualización o no actualización de sus posibilidades, a su plenitud o
detrimento. Instalados en la vida, somos vida: pura afirmación de sí. Por lo
tanto, y concomitantemente, no se puedo admitir ningún tipo de injustificado
reduccionismo, materialista o biologicista, o cualesquiera que sean, que niegue
a la misma vida y la convierta en un absurdo —justamente, lo único que por sí
mismo no puede ser absurdo—. Yo siento que soy mi cuerpo, pero también soy algo
más que mi cuerpo; este mismo yo
desde el que hablo y con el que hablo y desde el que observo mi hablar como un
yo que habla, no es pura biología ni materia.
Freud, en un opúsculo de 1915 —por lo
tanto, escrito durante la Gran Guerra, cuando en el frente los soldados de uno
y otro bando caían a miles— titulado Consideraciones
de actualidad sobre la guerra y la muerte[2], llegó a la misma
intuición que estamos ponderando:
La
muerte propia es, desde luego, inimaginable, y cuantas veces lo intentamos
podemos observar que continuamos siendo en ello meros espectadores. Así, la
escuela psicoanalítica ha podido arriesgar el aserto de que, en el fondo, nadie
cree en su propia muerte, o lo que es lo mismo, que en lo inconsciente todos
nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad.
Es de lamentar que, deudor de los
marcos conceptuales del psicoanálisis —por aquellas fechas en pleno fervor de
elaboración—, Freud no pudiera inferir las ricas consecuencias que esta afirmación
llevaba consigo. Ya lo sabemos, cuando a lo real, a la vida, se le intentan
poner corsés elaborados desde una razón que olvida su solo carácter mediático o
instrumental, rechinan estrepitosamente estos mismos corsés. Sin embargo Freud
rozó las conclusiones que ponderamos al enunciar:
Lo
que llamamos nuestro inconsciente —los estratos más profundos de nuestra alma,
constituidos por impulsos instintivos— no conoce, en general, nada negativo,
ninguna negación —los contrarios se funden en él—, y, por tanto, no conoce
tampoco la muerte propia, a la que sólo podemos dar un contenido negativo. En
consecuencia, nada instintivo favorece en nosotros la creencia en la muerte.
Si Freud hubiera bajado un poco más,
por esas capas profundas de nuestra alma, y, traspasando la amalgama de
pulsiones que se agitan en nuestro interior, hubiera tocado el fondo de nuestro
abismo —allí donde arriban los discípulos
de la noche en el decir del autor de Los
Arcanos Mayores del Tarot[3]—, no sólo habría
descubierto la afirmación de un Sí donde se anulan los contrarios, sino que tal
vez hubiera hallado la causa de esa indecible nostalgia que a todos nos
traspasa, por la que nos sentimos vivos, pero no vivos; muertos, pero con una
esperanza en la vida, y vida eterna, que no se aplaca: el recuerdo de los
orígenes, del Paraíso. O lo que es lo mismo: la memoria más o menos oscura, o
clara, de la unión vivificante con el Ser que nos ha dado la vida y del cual dependemos.
¡Qué duda cabe que estas últimas
afirmaciones nos enfrentan con un horizonte religioso! Sin embargo, no puede
ser de otro modo. Adentrémonos, por consiguiente, por estos vericuetos para
seguir con nuestras reflexiones, conscientes de que no lo decimos todo sobre el
tema.
No sería, pues, en contra de lo que
piensa Freud, el recuerdo de la horda, en cuyo seno un parricidio primordial habría
engendrado la culpabilidad, y como consecuencia, la religión, para intentar
aplacar dicha culpabilidad, sino una efectiva y real caída del Paraíso: Una
separación brusca del Padre de la luz y de la vida, que nos lleva a sentir la
angustia y a experimentar el mundo como vacío y falto de sentido; que nos
lleva, en definitiva, a sentir miedo ante esa muerte que nos acecha o a pensar
en una radical derrota de nuestra existencia, que solo somos una pasión inútil como diría Sartre. Por
el contrario, debemos ponderar muy seriamente que, si Dios no hizo la muerte,
el hombre tampoco fue creado para morir. En nuestro actual estado de
existencia, la llaga sigue abierta, y el enigma. ¿Quién ha comido del árbol
prohibido del Paraíso, del árbol de la Vida y vive, al igual que Dios, en la
eternidad?… Lo que existe en devenir, si cesa el tiempo, forzosamente debe
sucumbir, desaparecer…
Es
importante comprender —lúcidamente
señalaba el sabio hindú Ananda K. Coomaraswamy en su ensayo «Sobre el sentido de la muerte»— que las pruebas espiritualistas de la supervivencia de la
personalidad, incluso si se acepta su validez, no son pruebas de inmortalidad,
sino tan sólo de prolongación de la existencia personal. Plantear como solución
la supervivencia temporal de la personalidad es sólo posponer el problema del
significado de la muerte[4].
No la pérdida de un vestido, de una
túnica, puede ser nuestra muerte, y menos lo sería la pérdida de la desnudez
sin Dios. Esto es nuestra muerte: la vivencia angustiosa de la separatividad;
la asunción del papel de Dios como dioses menores en un mundo desgarrado, en
tránsito de cenizas, ausente del verdadero Dios. Hemos nacido muertos a la
vida, mas con su esperanza y promesa —la que allá tuvimos, in illo tempore—; heridos, pero no destruidos. Por lo tanto, un
abandono a la misericordia divina otorgada como don de lo alto es lo único que
puede contrarrestar la vivencia angustiosa de esta amenazante separatividad, y
propiciar un efectivo ingreso en lo eterno, en Dios mismo, fuente de Vida.
Comer a Dios; comer a Dios que se ofrece para ser comido, mientras aún hay
tiempo; comerlo con apremio, con urgencia, y, así, como injertos nacidos en Él,
por Él, fructificado Dios en nuestro interior y nuestro interior en Dios,
convertido en árbol y fruto, vivir en Él; ser Él de alguna manera, o, por lo
menos, estar en Él y Él en nosotros; aquí nuestra salvación y nuestra vida.
A este propósito, voy a terminar citando dos
textos, del Evangelio de san Juan, muy pertinentes, sobre los que cabría
meditar profundamente. En un momento dice Jesús a sus discípulos:
El
que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi
Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí (Juan, 6, 56-57).
En
otro momento, previo a la resurrección de Lázaro, dice Jesús a Marta:
Yo
soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo
el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? (Juan, 11, 25-26).
NOTAS:
[1] Una buena introducción a Epicuro la constituye
el libro de Carlos García Gual, La
filosofía de Epicuro, Alianza, Madrid. Allí reproduce la Carta a Meneceo de donde ha sido tomada
la cita.
[2] Freud,
S., o. c., en El malestar de la cultura y
otros ensayos, Alianza, Madrid, 1970. Las citas que siguen han sido
tomadas, respectivamente, de las págs. 111 y 119.
[3] Anónimo, o. c., Herder, Barcelona, 1987,
véanse las págs. 153 a 161.
[4] Coomaraswamy, A. K., Sobre el sentido de la muerte, en Axis Mundi, nº3, Paidós, Barcelona,
1998, pág. 51.
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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