lunes, 30 de septiembre de 2013

DEL CÁNTICO Y EL VUELO

DEL CÁNTICO Y EL VUELO
DOMINGO NICOLÁS



Fue en Totana, cerca del santuario de La Santa, casi tocando El Ángel, con el cielo azul intensísimo cayendo entre bruñidos tornasoles sobre el esplendor rojizo de la tierra y la espesura en sesgo de verdes pinadas, en un lugar llamado Sopaenvino, donde mis amigos Paco y Mª José tenían una casa, cuando tuve la oportunidad de saborear las primicias del libro de poemas Del cántico y el vuelo. En él Domingo Nicolás, una vez más, se desviste de ropajes superfluos para comunicarnos la pureza de su sentimiento.
Luego de un solícito arroz regado con excelentes caldos de la tierra, venimos a un ritual, ya muy estandarizado por el paso de los años, de encender sendos puritos ante olorosa, y generosa, copa de coñac, y dedicarnos al chascarrillo, la risueña y displicente conversación. Es un día tibio. Apunta la primavera su gozosa algarabía (¿o es la primicia del otoño que dulce llega y toca al día con su mansa mano de ternura?) y, cumplidos con el soma, agradecidos en lo que al yantar se refiere, el precioso tiempo cesa en su férreo latido para convocarnos a otro tiempo diferente, a un tiempo más cordial, menos rígido, más ameno. Al primer corrillo se suma uno que pasa por allí, luego otro, y otro; opera la inercia y por la fuerza de la gravedad terminan por apuntarse otros cuantos. No faltan los amigos anfitriones, ni nuestras respectivas, Marilola y María José, ni Katy Parra ni Elvira Vicente (las instigadoras en las sombras del evento), ni María José Valenzuela, ni Antonio Soto, ni Lola, ni Pedro Javier, ni Josefita, ni Ana María Alcaraz, ni Pepe Izquierdo,  ni Mariano Valverde, ni Isabel García Amador, ni, por supuesto, Perico. No falta nadie; estamos todos, o casi. Se apuntalan las risas porque el chiste adquiere forma ácida, un poco a la española, y se recuerdan anécdotas de igual modo, reales o inventadas, que toman como protagonista a alguno de los presentes o, con delicada ternura, a alguno de los no presentes. Así llega el momento. Se ha improvisado una mesa con un decorado de trasfondo con sutiles hilos de los que penden libros, pequeñas filigranas, motivos diversos como exvotos. Y, allí, bajo la tibia luz de la tarde remecida en la estancia, la que por sus fueros se cuela por un amplio ventanal, sucede el milagro, la magia imparable de la palabra. Hete que los poetas sacan de sus carpetas unos folios escritos (letra superior al punto 14), y van y pasan a leer algo de sus cosas, como al azar… ¡Qué tiempos! Cuento estas cosas porque también ha sido en Totana, años después de aquel encuentro entre poetas, que ha venido a aparecer Del cántico y el vuelo en la imprenta Santa Eulalia (la del buen decir), auspiciado por la pulcra mano de Arráez Editores S.L.

Del cántico y el vuelo está compuesto por más de cien composiciones breves, la mayoría de ellas haikus, repartidas en siete secciones. Esta repartición heptádica prefigura y pauta el vuelo de la creación, el despliegue del cántico, la celebración acometida ante la belleza del mundo: I Del Cántico (Apuntes de Amor), II Mariposas de Otoño, III Súbitas Dagas, IV El Vuelo, V En las Manos del Agua, VI Del Orto hacia el Ocaso, VII La Creación y la Duda. No hurta el poeta la admiración que siente (y, por tanto, la filiación) por el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, de mágica ligereza por sus 39 leves liras de irrepetible corazón o por los entrecortados poemillas, claridades rimadas, de Antonio Machado, y así lo expresa en el Pórtico (Lo inequívoco triste. Reflexiones acerca del haiku) con que inicia su libro. Guías seguros estos, en lo que a poesía hispánica se refiere, para internarse por las frondas de la estrofa breve, a los que habría que sumar J.R. Jiménez, J.L. Borges, Mario Benedetti, Octavio Paz y tantos otros. Pero el poeta mira hacia oriente donde otra tradición, henchida de espiritualidad, como el zen, ha destilado una estrofa ultra breve de diecisiete sílabas: el haiku. ¿Qué es el haiku?: “Haiku —afirma Basho Matsuo— es lo que está sucediendo en este lugar y en este momento”. Así de sencillo, pero así de complejo: el haiku como forma catártica, sencilla, natural, armónica, serena, sutil pincelada capaz de condensar la visión mística.

Vena de amor,
¿qué se yo de mí mismo
si en ti descanso?

Me apetece coger ese testigo que nos tiende Domingo y establecer un diálogo. La verdad del latido y, en su esencia la música y el ritmo interior, es a cuanto (y en cuanto a magnitud y dimensión concierne) debe aspirar la voz poética, sin desaliento, frente a la inefable limitación de la palabra. Con esta aseveración concluye el autor el Pórtico, y en ella queda resumida toda una poética. ¿Hay diversos modos de entender y hacer poesía? Sí. Uno de estos modos es el de Domingo Nicolás cuando nos invita a trascender el armazón de las palabras para danzar con el espíritu de su música. Frente a una poesía de corte narrativo, tan traída y llevada como moda en estos últimos tiempos (no seré yo tampoco quien la critique o disculpe), Domingo opta por una poesía esencial, es decir, intemporal. La palabra es tierra que aprisiona el cántico; por tanto, para que este devenga libertad, hay que hacer estallar los goznes de las palabras que lo reducen y ocultan y, a través de ellas, más allá de ellas, hacer surgir el vuelo de la emoción, y el toque, siempre leve, de la belleza. Bécquer, poeta poco sospechoso de mediocridad, en una conocida rima hablaba de ese instrumento enmudecido que yace en el fondo del alma y esperaba, como todo lo que es digno de espera, el toque del genial artista: el poeta, el mago, el augur, el tañedor de las cuerdas.

Perenne anhelo
de luz arde en la niebla:
sueño cautivo…

Una concepción de la poesía como la de Domingo Nicolás aboca a un tipo de escritura: aquella que busca la cualidad e intensidad del momento poético por encima de cualesquiera otras consideraciones, esto es, aquella que intensifica, por la palabra, la emoción sugerida y convoca la belleza. No es de extrañar por ello que la producción poética de Domingo, en general, se incline por el poema corto, y yo añadiría que por el ultra corto, aquel que, por su misma brevedad, solo puede sugerir cuando a sí mismo se agota en el roce que depara su propia caricia. Efectivamente, el poema largo pierde intensidad; la narración hurta el lirismo y distancia, hasta cierto punto, de la belleza. Ya Cernuda llamaba la atención sobre el particular en aquellos Ensayos sobre poesía española contemporánea, donde ve como características determinantes del nacimiento de la contemporaneidad poética (se refiere fundamentalmente a los maestros del 27) la preferencia por el poema breve junto a la expresión de los sentimientos propios del poeta; ambas exigencias se dan la mano puesto que la expresión de impresiones subjetivas —insiste Cernuda— sólo es posible en poemas breves y de concisión lírica. Como remotos precedentes de esta actitud ve al mencionado Bécquer, con sus Rimas, y, salvando las distancias, agudo en intención aunque no en concepción, a Campoamor, con sus Doloras, Humoradas o Pequeños Poemas. La preferencia por el haiku, su importación desde el lejano oriente, será cuestión de sensibilidades, de tiempo y de estar en la onda.

Asta de rosa,
tu piel despliega al alba
su agua desnuda.

El haiku es la pincelada del instante, el captar intuitivo de lo que sucede aquí y ahora, allende la propia subjetividad del poeta u objetividad del suceso; o, lo que es lo mismo, con el haiku se intenta fijar la eternidad en el punto del inmóvil presente, allí donde confluye pasado con futuro; es el instante, por tanto, afirmado fuera del tiempo. Hay conexión con el zen: condensación, intensificación del tiempo en un punto donde una sola característica resalta y estalla plena de sugerencias, de sentidos.


Aire a través
del tibio otoño cruzan
pétalos blancos.

No estamos ante el poema breve sino, como he referido, ante el ultra breve. El haiku es una forma cargada de sensualidad, misterio, que supedita la atención al mero instante: percibir y describir aquello que se percibe: percibir lo que se percibe siendo consciente de lo percibido, para trascender de esta forma el sujeto que percibe, el objeto percibido y el acto mismo de la percepción por el que se sabe que se percibe lo percibido. Esto significa salir fuera del tiempo, arribar a un espacio metafísico donde se disuelve el espacio, aun la misma consideración del espacio y toda metafísica. Percibir… percibir… percibir… Volcar la atención en la sola percepción… ¡Solo percibir! Alguien percibe, mas no soy yo quien percibe; algo se percibe, pero lo que se percibe no es externo a quien percibe, sino que el perceptor con lo percibido forman una unidad de intemporalidad flotante, acaso trascendida, con seguridad trascendental, porque el yo que se disuelve frente al suceso desaparece, y ya solo hay suceso, pero no objeto. Las causas se han difuminado entre las luces que juegan y danzan, pero cuando no hay causas no se siguen tampoco los efectos. El haiku, en el extremo, conjura la ley más férrea de todas las leyes, la de causalidad; el acontecimiento que se describe emerge, nítido, como impresión sin causas y sin posteriores consecuencias; la impresión se fija a la mirada atenta, pero no hay avance (ni retroceso) en la escena, únicamente asociación impactante y deriva hacia el sonoro silencio, quizá hacia esa página desnuda, y en blanco, de Mallarmé.

Es el desnudo
desvelado en el viento.
Pura su llama.

No he intentado procurar una discusión entre estéticas, sino mostrar la emoción convocada y, paralelamente, la belleza producida por un tipo de estética.

Llueve y la tarde
—su aroma de violines—
urge en la rosa.

Termino estos breves apuntes sobre El Cántico y el vuelo con un haiku de los que hacen pensar, por cuanto metafísico y concentrado, donde el tema de la temporalidad adquiere especial relieve, que encuentro en la parte VI, Del Orto hacia el Ocaso; parte esta que, como Domingo Nicolás la dedica al servidor que esto escribe, el mismo le profesa un especial cariño, ¡oh vanidad!:

Futuro ayer:
en la vida su vértice
de instante cero.



Todos los derechos reservados.
Jesús Cánovas Martínez©

viernes, 27 de septiembre de 2013

COMA IDÍLICO

COMA IDÍLICO
KATY PARRA



El título del poemario nos introduce de lleno en su temática. Coma Idílico significa que el amor ha entrado en coma, que las emociones se han colapsado y amenaza el desmoronamiento. El idilio del amor, el coloquio amable con las personas o las cosas ha terminado de forma abrupta y definitiva y atisba la soledad. No maldigas el tiempo que perdiste/conquistando mi alma/y otras cosas..., así comienza su primer poema.
El poemario consta de dos partes: Posturas imposibles, en donde se significan las posturas del derribo, el desenmascaramiento de los gestos, la hipocresía o doblez de las superficies, siempre la falsedad, y, Colorín Colorado, como final de cuento, tiempo de moraleja y ajuste, de regresión a una infancia ida en la cual es posible aún la inocencia, quizá la esperanza, la ternura con seguridad. Exponente de esta regresión es la conmovedora Nana de invierno; el resquicio para la esperanza aparece en La Ventana; la añadida ternura se instala a lo largo de todos los poemas del libro.
¿Qué impresión me ha producido la lectura de Coma Idílico? Una serena conmoción a veces inquietante, tierna, desconsoladora, esperanzada, irónica, grácil o dura. Más que de impresión, por tanto, tendría que hablar de impresiones. Voy a hacer pivotar, pues, esta breve nota sobre un poemario complejo, en orden a tres de estas impresiones despertadas: la de admiración, la de inquietud  y la de amor.
Admiración, para empezar, por la autora, porque ella ha perdido el pudor, y, por perderlo, entronca con el alma de la gran poesía. Sí, tengo por opinión que los poetas auténticos son proclives a perder el pudor. No sé cómo valorar este hecho, supongo que con bondad, en su sentido griego de corrección, pues, si los poetas no perdieran el pudor, ¿quién lo iba a perder entonces? Mas por eso mismo son poetas: por y para perder el pudor. De esta manera se convierten en auténticos, y así los poemas que escriben se universalizan, porque ellos, los poetas, tienen la desvergüenza para relatar o mostrar algo propio de su subjetividad. Ahora bien, si tomamos en cuenta que la vida de cada hombre, las vivencias que le quedan reservadas, no son tan diferentes de las de otro; si parecidas son las emociones que los agitan  y también son parecidos los esquemas básicos de reacción o proacción, deberemos concluir que el poeta al comunicar bella y sinceramente lo que siente, revela por lo mismo la consciencia del lector, la emociona y alumbra. Esta es la razón por la cual algunos poemas puedan conmovernos tanto.
Coma Idílico es en primerísimo lugar un ejercicio de desnudez. No hay aquí ficción en la emoción ni en la gravedad de las palabras a lo largo del itinerario que presenta, desde su primer poema, Exit, el cual nos enfrenta a un callejón sin salida, a un derrumbe vital de las emociones: La noche te ha elegido y eso es todo./Sabes que no hay salida de emergencias, hasta el último, Buzón de sugerencias, donde, una vez superada la crisis, se pueden dar consejos, incluso a los hijos: No hagáis caso/de aquellos que os amen demasiado... y estos, en tono senequista, aquilatados por la experiencia: Y aprended de los gatos/ a vivir dignamente/sin más ajuar que un mundo/que quepa en vuestras manos.
Me gustan los libros en los que encuentro este ejercicio de desnudez por parte de sus autores, en los que la sinceridad camina de la mano del arte, de la bella expresión, y las palabras son contumaces alardes de la vida de sus autores. En los poemas de Coma Idílico el sujeto poético coincide con el yo del poeta; no hay fisura posible entre ambos y la ficción es la justa que se ha de conferir a su carácter narrativo.
Pasemos a la impresión de inquietud. Algunos poemas del libro terminan de forma abrupta con una pregunta. Como una especie de mondo zen estas preguntas sugieren una respuesta que va más allá del sentido de la misma pregunta. Con ellas se rompe la estructura de monólogo en la que viene inmerso el poema y se pide, o exige, una comprensión allende la situación que se relata; suponen, pues, una petición de sentido. Porque, en el fondo, son paroxísticas, retadoras; son preguntas que expresan un culmen de la emoción y permiten adivinar en el lector la carga de su intensidad al incitarle a darles respuesta, a participar de algún modo en el desenlace del poema y, por tanto, a establecer un diálogo con la autora. Ahora bien, son formuladas las más de las veces con ironía, de ahí que filtren la elipsis necesaria para la sugerencia con los consiguientes corrimientos de los campos semánticos. El lector, tras la pregunta, por un momento queda descolocado, pues lo que le parecía una línea clara de sentido queda en suspenso; se abre así una fisura que permite adivinar aquello que no se expresa, mas alude la misma elusión de las palabras con que cabría nombrarlo.
Traigamos, como ejemplo, el poema Parador Nacional, donde Katy magistralmente hace suya aquella idea de Borges, quien opinaba que la mejor manera de aludir a una realidad era justamente no nombrándola. La realidad que subyace a este poema es algo tan intangible como la soledad, y Katy, en un monólogo que detenidamente se va posando, y reposando, en el silencio ambiguo, en la tristeza de los ceniceros, en las calles desiertas, en los teléfonos que no suenan, en las leguas afiladas de los espejos, termina preguntando de forma abrupta: ¿Quién compró esta corona de difunto? Todo la sugiere, mas nada la nombra, por eso la pregunta final adquiere el carácter de una revelación: la soledad es la muerte. Se la ha aludido de repente con una pregunta inquietante, amenazadora; el lector queda cogido por la sorpresa, su esquema preconcebido de sentido se le rompe en añicos, por lo que a partir de ahí queda transportado a una especie de segunda realidad allende la apariencia del argumento del poema. Ahora bien, precisemos, esta segunda realidad solo queda apuntada de forma intuitiva: ¿Quién, realmente, compró la corona de difunto? El yo de Katy, haciendo un bucle sobre sí, se ha desdoblado, y con ese desdoblamiento involucra al tiempo al yo del lector: el interpelado. Con todo, queda apuntado en el horizonte un él, una tercera persona, acaso la que realmente ha comprado la corona de difunto. Mas si la soledad es la muerte, quizá nadie ha comprado la corona.
 
Otro poema interesante que ilustra el tema del que hablamos, lo constituye Vista Preeliminar. La brevedad del mismo ya convoca la inquietud: A lo que se alude y es contemplado debe ser algo que realmente importa a todos, así que ahora el tú interrogado se convierte en un plural, en un nosotros. ¿De dónde vengo?, ¿hacia dónde voy?, son preguntas adolescentes de sentido demasiado originales, en el sentido de básicas o prístinas, por cuanto no pueden ser resultas por medio de una praxis y a lo más que conducen es al planteamiento de su propia irresolución (Donde no hay respuesta, tampoco hay pregunta, lapidariamente decía el Wittgenstein del Tractatus.) La pregunta que debe formular el adulto, por consiguiente, es: ¿Qué puedo hacer ante una situación dada? Más allá de la visión invita a la acción. Quizá por esto mismo, después de mostrarnos algo (y aun así, velado y vedado) que vemos tras cualquier coincidencia, Katy pregunta resueltamente: ¿Qué haremos esta tarde/ con tanta primavera? No debemos engañarnos, la trivialidad de la pregunta esconde su intensidad; la ocultación de sus intenciones patentiza su drama; la evasión de su significado nos arrebata de un sueño quién sabe si demasiado cómodo. La linealidad de la lectura ha sido trastocada pues se ha cortado de raíz el horizonte donde se perfilaba una respuesta plausible; como consecuencia viene a anidarnos la duda, el desconcierto.
Sentimos las emociones, nos transita la soledad o la tristeza, pero no sabemos; sentimos el desamor, el frío de la nieve, pero no sabemos. Aun sin el recurso a la interrogación, ya sea a principio o final de poema, como en Epanadiplosis afectiva ¿Viaja en este tiovivo algún psiquiatra?—, o a mitad del mismo, como ocurre en el poema que da título a la obra —¿Aún deseas que te diga/lo que quieres oír?—, la mayoría de los poemas poseen un halo turbador. Nada es como aparece, todo tiene un trasfondo diferente al esperado, así la sombra que planea sobre el poema termina por ser más real que la anécdota que relata. Sea el poema Días de vino, que recuerda el tema del carpe diem, pero de forma inversa. En su comienzo se viene a recordar el pasado en tono idílico: Ayer la rosa, el vino,/sus ojos, como cálices…, y se prosigue con el enmarque de una situación: la noche, que podemos adivinar perfumada, la Luna casi llena, proclive al encuentro amoroso, la música de Strauss invitando al vals, y la complicidad de las estrellas…Sin embargo, ese pasado idílico es una trampa falaz de la memoria, ecos que no existieron, caracola que resuena por el inane vacío: Todo fue como lo digo./Obligada alegría.
Desbordado el diálogo interior de la autora por la misma intención que infiere a los poemas, sea como catarsis, trabajo sobre sí misma o como impudor con el que nos concita, deberemos concluir que quien ha pasado por el miedo, puede superar el miedo; quien ha pasado por la tristeza y el desconsuelo, puede superar la tristeza y el desconsuelo; en definitiva, quien conoce la soledad, sabe del amor. Por eso el amor es lo único que puede proveer la resolución de la dicotomía planteada entre admiración e inquietud, y proveer la resilencia necesaria frente a la crisis.
Y del amor, como tercera impresión, es de lo que quiero hablar ahora.
Después de leer Coma Idílico a mi amiga Katy la quiero más que antes. Me ha hecho meditar sobre los motivos del miedo y la tristeza, y en su emoción y fragilidad, me ha mostrado mi emoción y fragilidad; en su impudor he encontrado un espejo en donde mirarme y hacerme más humano, lo cual me lleva a relativizar lo ilusorio y celebrar la vida, con su enigma y maravilla. Pero si lo que yo he sentido, lo ha sentido cualesquiera de los lectores de Coma Idílico —y así lo pienso—, entonces elevemos la copa para el brindis.
Estamos vivos para celebrar, y celebramos porque podemos comunicar y compartir, pero este compartir nos debe llevar a reafirmar nuestro compromiso con la vida, así nos lo trasmite la autora. Contra el fatum, la inteligencia; contra el desasosiego, la valentía, y la palabra siempre, el don de la comunicación para afirmar la dignidad, fortalecidos ante y por el dolor. Ya desde el citado primer poema, Exit, se nos alerta acerca de lo que debemos llevar en nuestras alforjas para afrontar la travesía de la vida: una culpa desclavada, un no pedir excusas para la inacción y no caer en el victimismo. Estas tres exigencias quedan enunciadas de esta manera: Sería preferible/que a golpes de martillo/desclavaras tu culpa de las cosas que amas./No busques una excusa para retroceder/ni pongas esa cara de perro apaleado.
No hay más vida que aquella que a cada uno le ha tocado vivir y es competencia suya optimizarla. Por eso, como última reflexión al presente, cabría decir que Coma Idílico apunta hacia una sabiduría de vida, expresada graciosamente en alguno de sus poemas, como en el que lleva por título Gatos —Desprendí las formas del silencio/escuchando a los gatos…—, o, en tono contenido de pulcritud meditativa, en el ya mencionado Buzón de sugerencias. La autora, al mostrarnos su impudor, nos invita a una toma de consciencia de nuestra vida y nos induce a nueva responsabilidad ante la misma. El poemario adquiere de esta forma un sentido moral.



Todos los derechos reservados.

Jesús Cánovas Martínez©
 




miércoles, 25 de septiembre de 2013

CITA AL ANOCHECER

CITA AL ANOCHECER
PASCUAL GARCÍA



Personalmente, los libros que me hacen reflexionar son los que me gustan. Esto sucede con Cita al anochecer de Pascual García, un poemario traspasado por la muerte y la reflexión suscitada por la misma. Lo introducen unos versos de Antonio Gamoneda en los que, a modo de leitmotiv, con dos preguntas se expresa el desaliento que el hombre siente ante ese frío tajo repentino de la parca. Un primer poema, protocolario y sin título, compendia la trama que a continuación se desarrollará: Al anochecer nos citamos/vestidos como para ir de fiesta… Esta cita es en soledad, caídas las sombras, arrebatada por el miedo, con esa muerte futura que llegará, seguro, como verdad irreductible y única. Mas no es el tiempo del amor aún, y la cita, de momento, puede esperar, señala el poeta; aunque cierto es e ineludible el fatal encuentro con la muerte agazapada, que presiente y sabe extraña celebración erótica, sensualidad consumada, último acto que depara y consume el amor: Y sé que buscará/en lo oscuro mi boca/y besará mis labios…
Una experiencia personal, una singular cita de Pascual García en los páramos sombríos, parece ser el detonante del poemario, aquello que lo informa y se constituye en el núcleo bajo el cual queda construido. Aflora esta experiencia en determinados poemas, sobre todo en los del final, en los cuales se hace nítida: una Quinta Planta de hospital y compañeros de viaje; unos, que transitan en sentido inverso al del poeta y se hunden cada vez más en la sombras que preludian las riberas de la Estigia; otros, que emergen de la penumbra hacia los días de sol y cielos azules. En medio de una batalla librada en la semiinconsciencia, la dulzura de la esposa que vela junto a la cama del enfermo y la pericia de hombres de fuego que no arderán nunca, a modo de ángeles salvíficos, son los aliados con los que el poeta cuenta en tan difícil trance. Hay, sin embargo, fantasmas que deambulan y voces de las que ya no se librará, aun vencedor de la batalla; vendrá después el regreso al alba, el nuevo tacto con las cosas cotidianas, un reencuentro confuso con la casa, los libros, el jazminero, el butacón de las lecturas, y, finalmente, la esposa-madre, amiga, se transluminará en mujer sagrada. Ahora bien, tras la atroz experiencia y el conocimiento que procura (la dicha es esto que sucede/ mientras tanto), ya no quedará lugar para el temor sino coraje ante la vieja anfitriona que siempre lo esperará para hospedarlo (No podría temerte aunque quisiera.) El valor junto a una imperturbabilidad añadida son los dones otorgados para los que han visto el rostro de la parca y, aun así, lo han conjurado, de momento.
Difícil es para el lector avezado saber si los poemas que aluden a la fatal cita en el anochecer son los primeros en el orden de la composición, aunque, salvando tal por menor, sí parece que suponen el telos al que apunta el poemario en su conjunto y en torno a él lo hacen gravitar. Parece como si el impulso poético se retrotrayera para catapultarse luego hacia un origen; por eso, en los poemas iniciales asistimos a una suerte de reflexiones y confidencias con las que el poeta, ahora con ojos sorprendidos de niño, incide en la estupefacción y el misterio que le produce el descubrimiento de la realidad de la muerte. El niño la siente o, mejor, la presiente, de forma vaga y mítica. La umbría de un bosque misterioso y pálidos paisajes de niebla rodean un pueblo no muy grande. Añosos robles y pinos, lentiscos, romeros, y toda suerte de vegetación y matorral enmarañado ciegan los caminos que conducen a ese pueblo en donde el niño vive ajeno a la densidad del misterio que lo circunda. Se insiste en el frío, sea otoño o invierno, en los días cortos de noviembre o diciembre, y el tiempo es un tiempo pasado, ya ido. La metáfora es perfecta; el pueblo de turbada luz de atardecer es asediado por las sombras y el enigma. La muerte se constituye así en El misterio nuevo, y son unos pies enormes, gélidos, cincelados por las rocas; unos pies rotundos, poderosos, vastos, que han dejado definitivamente de caminar, los que descubren al niño el muerto, y, por el muerto, la patencia de la muerte. A partir de ese momento el niño asistirá impotente al adiós postrero de los héroes de su infancia, de aquellos hombres broncos como el acero, colosos del monte, gigantes del hacha/montados en las mulas de la tarde, o de los ídolos que derrumban su pequeña vanidad ante la nada, y, por supuesto, de sus seres queridos (Murió mi abuelo y morirá mi padre). La muerte vaga, difusa, apenas nombrada, presentida en un inicio como un vasto territorio de leyendas, gana espacios de forma imperceptible, adquiere nitidez y terminará por impactar con rotundidad la sensibilidad del niño.

De las múltiples sugerencias para la reflexión que el poemario propone, me interesa, sobre todo, señalar dos, y la manera que tiene el poeta de abordarlas. La primera plantearía el dilema de si la muerte es una cesación o un tránsito; la segunda, íntimamente ligada a la anterior, y consecuencia de la misma, haría referencia a la cosmovisión del poeta.
¿Hay vida más allá de la vida? Para Pascual García, por lo menos, tal como lo deja traslucir en este poemario, no. Su peculiar experiencia no le ofrece un argumento decisivo con el que pueda aceptar una pervivencia de su ser más allá de la frontera de la muerte. Con tintes oníricos y surrealistas, relata en Aniversario su anhilación en las tinieblas y su posterior regreso del sueño y del vacío. En el siguiente poema, Resurrección, las imágenes dan paso al concepto, y expone un orden de creencias telúricas, para concluir: Si regresamos, ya será de noche/y será tarde y no recordaremos/siquiera quienes fuimos. Los que hemos pasado por un quirófano sabemos del dulce vino de olvido que nos invade y nos hunde en un sueño sin sueños en donde nada sentimos y no hay lugar para la memoria. Valga, pues, la analogía. La muerte, para Pascual García, es el sueño del cual no se regresa.  El hombre es un ser elegido, desde su mismo nacimiento, para la fatal cita al anochecer, a raíz de la cual se perderá su memoria y no habrá retorno (Creo en la tierra donde dormirá/la vida para siempre.) Nadie puede hacer nada para impedirlo, y esa cita llegará, de seguro.  
¿Qué impacto produce la muerte en la totalidad del cosmos? Ninguno; la vida está entretejida de muerte. Un hombre muere y no pasa nada; el dolor es algo meramente subjetivo. La cesación de un ser no supone ningún cambio o mudanza en el gran engranaje del universo; se seguirán sucediendo los días y el viento hará titilar las hojas de los álamos o los olmos. El poeta siente estupor ante este hecho, y magistralmente lo retrata en algunos poemas del libro, como Sólo será ella, en el inicio, o La última hoja, al final, cerrando de esta manera una circularidad. Pero me interesa el poema que lleva por título Noticia. El padre de una amiga acaba de morir y esta se lo comunica al poeta; este queda estupefacto al percatarse del contraste que ofrece la impasibilidad del cosmos frente al dolor humano, y se confiesa: pensé/que el mundo seguía su curso inalterable/y que la muerte no cambia apenas/nada. Esta percepción estremecida le lleva a Pascual García al desarrollo, y diría que hasta a la tematización, ya patente en otras de sus entregas poéticas, de una especie de misticismo telúrico, de sagrado panteísmo, con el que expresa un amor exacerbado a la tierra casi de forma idolátrica, pues la tierra sola es aquello que perdura cuando se pierde la memoria.
 Los poemas de Cita al anochecer están construidos con un estilo directo, en el que la palabra se serena, clara y diáfana, y la emoción se esconde detrás de una expresión que Pascual pretende demasiado imperturbable, me parece. Unas ilustraciones de Francisca Fe Montoya, su esposa, lo enmarcan a modo de círculo, de sellada esfera.




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Jesús Cánovas Martínez©