martes, 22 de abril de 2014

APUNTE SOBRE LA CEGUERA

APUNTE SOBRE LA CEGUERA







No quiero remedar a Borges o Saramago al proponer este breve apunte sobre la ceguera. Son pretensiones bien simples las que me mueven, y pese a ello sé que me puede ocurrir lo que a aquel especialista del aparato reproductor femenino (ginecólogos los llaman) que aconsejó a la gitana un poco de higiene, en fin, que se lavara sus partes, y pasados unos días fue el gitano a buscar al pobre hombre con la navaja cachicuerna en ristre, porque su mujer había perdido el olor a hembra. Aun así, a pesar del peligro que supone, debo decir lo que considero no contrario a la verdad por un mínimo de honestidad conmigo mismo, sobre todo si intento fundamentarlo.
Una de las ceguedades, por no decir perversiones, y no de las menos importantes, en que incurre el ser humano consiste en la tendencia a absolutizar su propia existencia: lo que él es, lo que piensa, lo que siente. Es el caso de algunas personas que, llegadas a la adolescencia, suelen pensar: «¡Vaya, qué importante y poderoso soy! Resulta que todo estaba dispuesto para que yo naciera, y, al nacer yo, adquiere sentido el mundo. La totalidad de las personas y las cosas existen como una prolongación mía».
En el proceso de madurez, de una u otra forma, la mayoría de los seres humanos hemos pasado por esta fase. El problema, sin embargo, no consiste en pasar por la fase, sino en quedarse en ella. Van siendo cada vez menos los que quieren afrontar la madurez con ánimo ciceroniano, menos aún la vejez. Casi todo el mundo desea mantenerse eternamente joven y, a ser posible, adolescente. Tal actitud, en principio, no es ni buena ni mala, sino sencillamente patética, porque por más que se disimulen las arrugas o las canas, es un hecho que estas siguen estando ahí. Dicho lo cual, si nos atenemos al adagio latino mens sana in corpore sano, sería correcto intentar mantener la salud del cuerpo el mayor número posible de años, y también la de la mente; ahora bien, si el deterioro, tanto físico como mental, es ineludible, la actitud saludable consistirá en aceptarlo sin más. Y de ahí se derivaría un saber estar en el mundo, un ahondamiento de la mirada, una aceptación de la propia circunstancia que conllevaría, considerados los propios límites, a una relativización del propio ser, a la ponderación de un equilibrio entre el yo que somos y los otros, a una sincera apertura a los demás, al verdadero diálogo con el tú, en definitiva.
En los actuales tiempos de terror, y basta mirar a uno u otro lado para comprobar lo que digo, abundan este tipo de personas inmaduras, por no decir enceguecidas; ya adultas, mantienen ideas y comportamientos que no resisten el más mínimo contraste con el sentido común, y no obstante, se empeñan en mantenerlos sin un criterio suficientemente fundado. Si se les da un toque, y se les hace ver otros puntos de vista, se revuelven con opiniones tan cargadas de  emoción que resulta imposible cualquier discusión o diálogo con vistas a establecer algún acuerdo de orden racional; las ideas dejan de existir para estas personas, pues sus emociones las obnubilan y ocultan. No sé si esto ocurre como consecuencia del efecto rejuvenecimiento, con el que tanto nos bombardean los anuncios de la tele, o por otro tipo de razón, pero el caso es que ocurre.

La ceguedad permanece ahí. Se creería que tal actitud es propia de la gente banal, aquella que no ha cultivado de manera suficiente el intelecto, pero no es así. No importa que la persona en cuestión esté pulida en mayor o menor grado para caer en algún tipo de ceguera. Vicente Gaos, sin ir más lejos, al hablar del complejo de Jehová, que aqueja fundamentalmente a los filósofos, refiere, como ejemplo, a Hegel, quien, huyendo de las tropas de Napoleón cuando invadían Jena, subido precipitadamente al carruaje que le pondría a salvo (y, con la chistera roída, debemos suponer), se creía la encarnación del Espíritu Absoluto. Sí, hay que hacerlo notar, el Viernes Santo Filosófico tuvo que huir con lo puesto para salvar la vida; años más tarde, luego de haber explicado fehacientemente el decurso del Espíritu según el proceso dialéctico, moriría de cólera. Requiescat in pacem.
Ejemplos de tal actitud en la historia de la filosofía no escasean. El mismo Nietzsche, tan radical e impostado de martillo, al combatir el sistema, conforma su manera asistemática de pensar como sistema. Antes de que su vida naufragara en esa extraña tiniebla que llamamos locura, qué poco le faltó para proclamar: ¡Yo, Nietzsche, soy la verdad! Después vendrían las interpretaciones sesgadas de su filosofía, sean las de los nazis o las de los burgueses diletantes; estos desembocaron en un huero esteticismo, aquellos… aquellos… ¡bien!, a estas alturas todos sabemos lo que ocurrió.
Porque es absurdo que un ser mortal pueda erigirse en absoluto, se hace necesario protegerse contra cualquier intento de absolutizarlo. Popper recomendaba, al contrastarse con la realidad, desarrollar un sano escepticismo; antes que él, Husserl había hablado de la epojé, que no solo implicaba la suspensión del juicio sobre las cosas, sino la puesta entre paréntesis de las mismas; mantener el sentido común, el término medio entre los extremos, ponderar la aurea mediocritas, que no es algo diferente a la realización de la propia excelencia, mucho antes lo dijo Aristóteles. Y Kant, alarmado por los abusos de su tiempo, por los desbarajustes entre ética y política, entre bien y justicia; alarmado por la disociación de perspectivas suministrada por una moral condicionada por el interés o la coacción, daba una receta: proceder de tal modo que la máxima de la actuación individual se pueda convertir en norma universal, esto es, actuar conforme a justicia, acomodar la forma particular de actuación de tal manera que sea posible el acuerdo racional entre todos los seres humanos. Es el imperativo categórico, y la máxima que concita realmente se puede escribir con letras de oro: No quieras para los demás lo que no quieras para ti mismo. Si no se actuara así, si este acuerdo entre los seres humanos no se realizara, el último Kant, a finales del siglo XVIII, ya alerta de que quizá la única paz posible sea la de los cementerios. Andamos bien entrado el siglo XXI, y desde que Kant vivió hasta nuestros días la amenaza de tan funesto vaticinio sigue pendiendo sobre el conjunto de la humanidad como espada de Damocles.
No han cesado los males, y es para admirarse, porque quizá tengamos la receta para que estos cesasen. Se plantean teorías, idealidades, pero quedan desmentidas continuamente por una mala praxis. Esto sucede porque en el ámbito de la ética estamos en el ámbito del deber, no en el del ser; por lo tanto, en el ámbito de la posibilidad donde el mismo deber puede ser contradicho por la libertad humana. Dicho con otras palabras: una ortodoxia, en el sentido etimológico de la palabra, debería conducir a una ortopraxis, pero casi nunca es así, porque la libertad humana puede malversar los mejores fines. Una manipulación más o menos velada, una distracción sobre lo fundamental, un encubrimiento de prácticas ilegales, qué se yo, no son ajenos a que esto ocurra. En cualquier caso, para poner soluciones, o, al menos, indagarlas, habría que empezar por ordenar las ideas, ya que solo de esta forma se podrían acometer las buenas prácticas. A lo que vengo a añadir, y no como paréntesis, que en nuestra querida España el sistema de enseñanza, cuyo punto crítico fue la LOGSE y sus secuelas hasta la LOMCE, se está ocupando fehacientemente de que un pensar correcto sea relegado al ámbito del realismo fantástico.
Debido a sus consecuencias no hay inocencia en pensar de un modo u otro. Algo que, si no fuera por sus posibles efectos devastadores, en principio podría mover a una ligera condescendencia, a una disculpa incluso, cuando se infla y convierte en masa crítica resulta intolerable. Ocurre muy a menudo que las ideas se cargan de emoción, tanto a nivel colectivo como individual, y dejan de ser ideas para convertirse en meros ciclones sin orden ni concierto al tocar el ámbito de la acción.

De este modo, las ideas de los filósofos se impregnan de emoción, y la emoción las absolutiza, hasta el punto de que el mismo filósofo que las ha generado muchas veces parece un pelele en manos de ellas (se podrían entender algunas muertes filosóficas según esta perspectiva). Luego llegarán los epígonos, los epígonos de los epígonos, la pléyade de divulgadores, las simplificaciones y las secuelas de las simplificaciones; al final, todo el mundo opina y nadie sabe de lo que opina. Si así es en filosofía, no digamos en política, donde las prácticas marrulleras de los que ostentan el poder lo trastocan todo. Entran los políticos de por medio, y con la demagogia que les es propia, desgracian las cosas con la sola intención de ganar cuotas de poder. Habría que decirles a estos: «Ocúpense, señores, de la justicia, y legislen en concordancia con la misma sobre las cuestiones económicas o políticas, pero no hagan bandera de temas que, en principio, no pertenecen a ninguna ideología, porque sencillamente son anteriores a las mismas», pues sorprende cómo el debate político, tantas veces entre impresentables, tuerce sin sonrojos lo que desde un punto de vista ético debería estar suficientemente claro. El común tampoco escapa; ha oído hablar de algo, le suena, cree que es correcto, se imposta de razones emocionadas y, a la postre, viene a defender, más que ideas, las fuertes pasiones que le suscitan esas ideas no comprendidas o no dialectizadas de modo suficiente.
Lo mejor sería no tener que enfrentarse a dilemas o disyuntivas vitales, pero eso desgraciadamente es imposible, porque siempre estarán ahí, a la vuelta de cualquier esquina. Para afrontarlos debidamente, habrá que tener un criterio suficientemente fundado sobre los temas de que se trata, pues, vuelvo a insistir, solo teniendo una claridad de principios habrá una oportunidad de solución. O, lo que es lo mismo, con un criterio suficientemente formado se puede bajar a la casuística concreta que ofrece la realidad y actuar en consecuencia; nunca al albur del capricho o a la emoción del momento, o, lo que es peor, sometidos a esa ceguedad que algunos tienen de creerse seres absolutos alrededor de los cuales el mundo en su conjunto gira.
Cuestiones que, en principio, más que políticas, son éticas, quedan tergiversadas por los nuevos sofistas y sus tejemanejes. Cuando se trata del tema del aborto, por poner un ejemplo con el que aterrizar, a mí me resulta curioso que personas probadas en cuanto a su integridad moral, intelectualmente formadas y con una sensibilidad exquisita en lo concerniente no sólo a la defensa de los derechos humanos sino también de los animales, vengan a patinar ahí. Vienen a discutir no sobre el tema, sino sobre un mal planteamiento del tema. Así proponen discusiones absurdas, sea: «¿A partir de qué día de gestación podemos considerar al feto un ser humano?», como si antes de cruzar una determinada raya fuera permisible el asesinato. A estos habría que responderles: «Desde la misma concepción, pues si lo dejaras desarrollarse lo verías». En nuestra malversada España, lo penoso que resultaba oír a algunas ministras de la época de Zapatero (¿de dónde las habría sacado el ínclito?) hablar sobre la cuestión. Así hay personas que para defender lo indefendible hacen alegato a cuestiones morales tergiversadas, o apelan a las emociones, o buscan un enemigo y se impostan de derechos, incluso de forma barriobajera, como si el insulto o la grosería constituyeran razones inamovibles; en conclusión, la razón para el que más alto chilla. Sea lo que sea, y en contra de lo que piensan ciertas personas, o de lo que no piensan, legitimizar el aborto como un medio anticonceptivo, desde cualquier perspectiva que pretenda sentido común o justicia, no deja de ser un disparate.

Porque no solo hay que reclamar derechos para uno mismo, lo cual está bien, sino también para los demás, aunque estos demás sean los débiles, como los nonatos, los disminuidos (físicos o psíquicos) o los ancianos. Y las razones emocionadas hay que considerarlas debidamente para que no lleguen a distorsionar las ideas; en consecuencia, hay que saber utilizar esa emoción para impulsar lo que realmente merece la pena: la vida. Porque la vida es el derecho inalienable de todo ser humano por el hecho de ser humano, y a ese derecho quedan supeditados, y relativizados, cualesquiera otros derechos. Insisto: porque hay una jerarquización de los valores, también existe la jerarquización de los derechos, y el primero de todos ellos, casi como un axioma ético, es la vida, su defensa y dignificación, alrededor del cual giran (ya que si no hay vida no hay nada) todos los demás.
André Gluksman, en una constelación de ideas no muy diferente a la que pondero, en la mayoría de sus obras deja caer una pregunta, más o menos explícita: ¿Hay algo peor que la guerra? Sí: el genocidio.
Si no se respeta el derecho fundamental a la vida, y la dignificación que le va pareja, se abre la puerta al genocidio. Y si de los nazis hablaba un poco más arriba, hay que convenir que se tomaron a sí mismos como absolutos… ¿Cuánto cuesta un disminuido al Estado?, preguntaban en las escuelas, y hacían cálculos. Primero empezaron con los disminuidos psíquicos (esquizofrénicos, epilépticos, personas con el síndrome de Down...), siguieron con los inválidos. Se trataba de abaratar costes y recortar gastos superfluos. Luego pasaron a los que mantenían otras ideologías diferentes a la suya: los socialdemócratas, los comunistas; les llegó el turno a los judíos; en el ínterin, a los homosexuales, a los gitanos; continuaron con los testigos de Jehová; los católicos estaban en lista… En fin, solución final a favor de la eugenesia: una buena raza (la bestia rubia) e ideas en consecuencia (las del partido nazi: Yo, Hitler, soy la verdad, o, una vez puestos, ¿por qué no?: yo, Hitler, soy Dios). Este es el hecho, tan crudo como real. A las voces disonantes o a los que se decretaba que sobraban en aquella sociedad de superhombres, se les conducía a una disyuntiva difícil: o el exilio o el campo de concentración. Resulta curioso, y sorprendente, que los cabecillas de aquella limpieza étnica fueran un lisiado como Goebles, un drogadicto como Goering, un acomplejado como Himmler, un alucinado como Hess, un individuo de equívoca sexualidad como Hitler... No sigo con la nómina ni hago más comentarios, porque este no es el tema, y el verdadero problema no consiste en que estos individuos tuvieran o no tuvieran defectos de carácter, sino que, creyéndose superhombres, pensaran que estaban más allá del bien y del mal y, en consecuencia, actuaran como genocidas. Estos personajes perpetraron la infamia, y la infamia tuvo efectos devastadores. La perpetraron de forma gradual, financiada por el gran capital (Henry Ford donaba las ganancias de sus ventas de automóviles en Alemania al partido nazi), y poco a poco fue ganando corazones y campos de abono hasta que se convirtió en un torbellino difícil de parar, y a qué precio. Bien, pues si esto fue así, no habrá que olvidar la historia, y a algunos que opinan un poco a la ligera sobre ciertos temas (no juzgo acerca de la conciencia o buena voluntad de nadie, sino sobre sus opiniones) habrá que recordarles aquel poema de Martin Niemöller, presente en la mente de todos:

                    Cuando los nazis vinieron
                    en busca de los comunistas, guardé silencio,
                    porque yo no era comunista...



                                                 Todos los derechos reservados
                                                 Jesús Cánovas Martínez©






sábado, 19 de abril de 2014

ARREBOL SONORO

ARREBOL SONORO



Ignoto Tú,
Dios Póstumo
que vive.

Extática costumbre
de contemplar
tu ironía de hondura
divina y misterio
incomprensible de mi sed.
Como foso me ciega
el vacío urgente
de tu presencia en las cosas,
limita mi tiempo,
trocea mi risa
—¡mi alma extinta!—,
ante el horizonte inmóvil
donde baten tus horas.

De los caminos sin rostro
y quietos de tu boca
dejo el olvido
en la promesa
sedienta
del rastrojo que me abruma
y me asusta
sorprendido
ante tu muerte,
permanencia vieja
del dolor fácilmente
prendido a los ojos.
Sabes que no sé
y que no comprendo
tan tortuoso ejemplo
en tu presencia invicta
o terrible
si no fueras hombre.
Humano sentir
proclamo.

Tu soledad es la mía.
Son templo y dominio
de velada luz
de tópicos ante la nube
exacta en la hora,
inmensa
y silenciosa
que me ha de cesar.
Azota insistente
necesidad de la muerte
para tu gloria.
Ven, pero no me abrases,
perdido afán
sin límites
en la mirada triste
y desprendida
del viejo roble amigo
del sagrado bosque hendido,
¡Marana Tha!,
en arrebol sonoro.


(Kyrie Eleison. Ed. Betania)
Todos los derechos reservados.
Jesús Cánovas Martínez©



viernes, 18 de abril de 2014

GETSEMANÍ DOLIENTE

GETSEMANÍ DOLIENTE



Nada del vacío
se apodera
de tu tácito rostro,
palma ferviente
del bosque en silencio,
tatuado reflejo
de sombra que alza
un olvido seco
y silencio
unánime.

Vente a mis ojos
para verte,
cruz concurrida
que tanto me adentra,
que tan hondo me llaga
rompiendo un silencio
u otro silencio,
un abismo al abandono
u otro abismo
del bosque en penumbra
de mi alma.

Me agolpa,
poderosamente aquí,
el rostro de mi sino,
y rasga extinto
algo el aire
que adentra
la vida que me das
y que me quitas.

No comprendo el abismo
de tu sueño en punta
de mi anhelo,
el morbo del abandono
traspasado
como quieren mis ojos,
el poder del silencio
exaltado o generoso
con el que puedes
abrazar las cosas.

No duele tu silencio,
solo el olvido.
Amanecer con sueño
aurora aplaca,
y queda enloquecido
de acosos,
tatuado reflejo
mi corazón.

Por eso, en el aire,
aunque todo calla,
explosión de pájaros.
Lengua inconclusa
presenta la muerte
o recuerdos al fin
de no poder seguir
siendo hombre.
Getsemaní doliente.



(Kyrie Eleison. Ed. Betania)
Todos los derechos reservados.
Jesús Cánovas Martínez©


jueves, 17 de abril de 2014

KYRIOS

KYRIOS



Los pedregales y el polvo
del camino,
los espinos y las zarzas
fruncen tu seca garganta.
Sol ya atardecido
y una palabra
en fiebre tus ojos arrasan,
y agostan desérticos
esplendores
ante los áridos harapos
de los doce,
que apenas comprenden...
«Unos que Juan el Bautista...
otros, que Elías,
o alguno de los profetas...»

Cuaja el sol carmines,
rojos violáceos, bronces
en la encrucijada árida
y ávida
de elemental
presencia de tu boca:
Con inminente afán
y sequedad angosta,
la soledad,
difícil al riesgo
enigmático de tu prisa,
desgarra confusas
ilusiones.

Espesura de ojos
no taladran tu Abismo.
Vuelo de pájaros
en olvido continuo,
el tiempo desviste
tu oculta plegaria.
Pendes de un rezo
ante la muerte.
Aprender es duro.

...Profuso rostro,
desde el silencio quebrantado,
arriesga impotente
una grácil
ternura racional:

—Apaga mi sed,
pero no me olvides...

Desgarra la prisa
el hondo
misterio iconoclasta
de los niveles de tu olvido,
con más profundidad misma
en tu silencio.

El Poder no miente;
solo afirma,
amoroso y cálido,
certidumbre escueta:

—¡Sé que existes,
y basta!


(Kyrie Eleison. Ed. Betania)
Todos los derechos reservados.
Jesús Cánovas Martínez©

miércoles, 16 de abril de 2014

LAS TRES PASIONES DE CRISTO

LAS TRES PASIONES DE CRISTO




Casi es de rigor reconocer que Cristo sufrió, no una, sino tres pasiones; las tres fueron simultáneas y se sumaron la una a la otra; esa suma supone el crescendo de una angustia hasta el extremo de lo intolerable. Dos de ellas exploran los límites últimos de las fronteras del dolor y el sufrimiento a que el hombre puede llegar, el límite de la miseria humana; la tercera explora el abismo insondable de la misericordia de Dios.
La pasión física comienza en Getsemaní. Nos dice san Lucas que Jesús oraba transido de suma angustia hasta el punto que comenzó a sudar sangre (Lucas, 22, 44). La hematohidrosis es un fenómeno relativamente poco frecuente (un caso por cada ocho millones de personas) que se produce ante una intensa emoción o el terror que produce la proximidad de la muerte. Los capilares subcutáneos se dilatan de tal manera que terminan por romperse y, al entrar en contacto con las glándulas sudoríparas, la sangre, mezclada con el sudor, mana copiosamente por la piel. El conocimiento de la muerte, hace más angustiosa la muerte. La hematohidrosis sufrida en Getsemaní dejó la piel de Jesús especialmente dolorida para lo que enseguida llegó.
Así comenzó la pasión del Señor: con efusión de sangre, sangre que no cesó hasta la última gota. Ahora bien, si el sufrimiento es el procesamiento psíquico del dolor, por el dolor podemos inferir la medida del sufrimiento. A la pasión física como necesidad le sigue la psíquica; o quizá al revés, porque ambas se autoimplican. Jesús se duele y sufre; y este dolor y sufrimiento, desde la angustia de Getsemaní hasta su muerte, alcanzó cotas terribles: no de otra forma podemos entender cómo un hombre sano, en la plenitud de su vigor, durara tan solo el breve laxo de veinticuatro horas.
Jesús sabía que iba a morir, como estaba predicho por los profetas; aquel cáliz no pasaría de largo, como lo suplicaba al Padre. ¡Qué poder tiene el pecado, y, por el pecado, qué terrible el poder ejercido por Satanás sobre el género humano! ¿Acaso el Hijo de Dios debía morir como víctima propiciatoria para la expiación de nuestra culpa? Estamos frente a la tercera pasión de Cristo: la espiritual.
Jesús lo conocía todo, y no solo porque se encontraba en un estado de lucidez extrema, sino porque gozaba de la presciencia divina. Pero el conocimiento de una futura experiencia, no excluye lo horrible de esa experiencia; al revés, la vuelve más traumática. Saber que tenía que pasar por la muerte, y muerte de cruz, aun con la certeza de la resurrección, no le excluía el trago de ese amargo y dulce vino de olvido. Además, su muerte no era una muerte sumada al montón de las otras muertes (incluso con lo de único que tiene cualquier muerte), porque él era Dios.
Adelantó la traición de Judas, la negación de Pedro, la dispersión (por no decir cobardía) de sus íntimos. Sabía lo que iba a ocurrir, y cómo. Sabía que su crucifixión era ineluctable. Sabía de todos los dolores a pasar, de todos los sufrimientos. Sabía ya de las vejaciones ante el Sanedrín, de la malicia de los sumos sacerdotes, de los insultos, de los bofetones, de los salivazos; conocía cómo reaccionarían Herodes y Pilatos, los juicios que se cerraron en falso. En Getsemaní adelantó su flagelación, la coronación de espinas, el calvario, la mofa, el abandono, la crucifixión y la muerte. Adelantó una humillación tras otra, y el dolor, el dolor hasta el extremo: magulladuras, excoriaciones, dislocación de los huesos. Isaías no escatima imágenes y lo presenta triturado, molido, repudiado: «Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un varón de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes». (Isaías 53, 2-5). Y el salmo 22, lo prefigura de esta forma: «Como el agua me derramo, todos mis huesos se dislocan, mi corazón se vuelve como cera, se me derrite entre mis entrañas. Está seco mi paladar como una teja y mi lengua pegada a mi garganta; tú me sumes en el polvo de la muerte». (Salmo 22, 15-16).
Quizás las imágenes que nos presenta el film La pasión de Cristo de Mel Gibson, el cual sigue con fidelidad los Evangelios a la vez que se inspira en las visiones de Ana Catalina Emmerich, no sean tan exageradas como algunos pretenden y hagan una somera justicia a la realidad de lo que ocurrió. Una realidad, por cierto, tras el estudio de la Síndone, corroborada por un médico forense, Pierre Barbet, en su obra La pasión de nuestro Señor Jesucristo según un cirujano. Pío XII, al leer esta obra, lloró impresionado por la atroz crueldad de los tormentos sufridos por el Señor.

Sin embargo, la primera de todas las pasiones, según el orden esencial, es la espiritual, pues las otras dos se alumbran por ella: palidece el dolor ante ella y palidece el sufrimiento; dolor y sufrimiento hacen referencia a medidas humanas, no a medida de Dios. ¿Qué rotura en la Creación hace necesario tan magno sacrificio? ¿Y qué terrible abismo se puede abrir en el seno de Dios cuando la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, asumiendo en sí la naturaleza humana, clama desde la cruz: Elí, Elí, lama sabaktaní?


                                                 Todos los derechos reservados.

                                                 Jesús Cánovas Martínez©

martes, 8 de abril de 2014

JUVENTUD Y PERVERSIDAD

JUVENTUD Y PERVERSIDAD



Hay que partir de un hecho: El ser humano es capaz de hacer tanto el bien como el mal, pero hace más el mal que el bien, y en los últimos tiempos esa tendencia ha sufrido un proceso de aceleración.
Por tener una experiencia directa, dada mi profesión, puedo establecer algunas comparaciones. Comparo, por ejemplo, el tiempo de mi adolescencia y primera juventud, con los tiempos que actualmente corren. He visto cómo se ha ido degradando, no solo una situación, sino una actitud. En gran parte de los jóvenes y adolescentes actuales no encuentro aquella rebeldía, en gran medida sana, que movía a mi generación ante el desagrado que nos producía la constatación de un mundo corrupto; por el contrario, encuentro más bien actitudes acomodaticias con el mundo de la perversidad. Un porcentaje elevado de los jóvenes de hoy en día no buscan el cambio, sino que aceptan sin más el mundo perverso y tratan de adaptarse a él, así que desarrollan los comportamientos hábiles para sobrevivir en ese mundo, como son la mentira, la hipocresía y la traición; sin omitir el abuso con el débil, el subjetivismo hipertrofiado e insolidario o la indiferencia ante el sufrimiento ajeno.
Aunque los jóvenes de mi época pudiéramos estar equivocados en cuanto a los medios con qué modificar una situación, y posiblemente lo estábamos, el cambio lo sentíamos como urgente. Era necesario restituir la justicia social. Tomábamos conciencia de un mundo que no era perfecto sino perverso, y, por perverso, no lo aceptábamos; en consecuencia, nos rebelábamos contra él.
Traigo a colación un libro que por aquella época constituía la cabecera de muchos de nosotros: Siddhartha, de Herman Hess. Su protagonista, el joven Siddhartha, criado en palacio entre algodones, sufre un impacto conmovedor cuando sale al mundo y descubre las realidades terribles que lo pueblan: la pobreza, la enfermedad, la vejez y la muerte. Este conocimiento le supone tal revulsivo que le lleva a un cambio radical de vida; dejará la comodidad de palacio y se embarcará en un viaje, fundamentalmente interior, en el que cobrará especial protagonismo la búsqueda de la verdad junto con el intento de encontrar una llave capaz de evitar el sufrimiento humano. Tras años de búsqueda que parece infructuosa, en los que no le quedan ahorradas las penurias, al joven Siddhartha le llegará finalmente la iluminación y se convertirá en Budha.
Ese toque no demasiado agradable de un mundo caído en donde campea la perversidad, la conmoción interna que le produce y el intento de ponerle remedio, convierten a Siddhartha en paradigma de cualquier joven, en principio, sano. Claro, no todo el mundo está hecho de la pasta de Siddhartha, por seguir con el ejemplo, y lo normal es que sean pocos los que lleguen a una conversión en Budhas Gautamas. Para ello fallan muchas cosas, y no solo la pasta. Por de pronto, el joven, por su falta de experiencia o por la arrogancia que le es propia, es más fácil de engañar que el adulto, y las seducciones del mundo perverso son hoy, si cabe, acuciantes hasta el extremo de la locura; ese potencial que hay en él de cambio y renovación quedará en no poca parte frustrado, a la larga o a la corta.
Pero es aquí donde vengo a la comparación entre la juventud de mi época y la de ahora. El joven de mi época, por lo general, desarrollaba esa actitud que he denominado sana; quería que el mundo fuera mejor, añoraba la justicia y, de algún modo, pedía la felicidad para todo el mundo. La toma de conciencia de que el mundo era una mierda le llevaba a pensar que había que hacer algo al respecto, aunque ese algo consistiera en rebelarse sin ton ni son, o, simple y llanamente, escaparse de él. Eso ocurría, por supuesto, en un inicio; después llegaba lo que eufemísticamente se llama la cruda realidad, pues hay que subsistir en el día a día y, por consiguiente, hay que establecer cierto pacto de no agresión con las potencias enemigas.
Ahora las cosas no son así.
He asistido a una degradación creciente, paulatina y acelerada en lo que se refiere a la pasta de las nuevas generaciones. Si esto lo percibe cualquiera que tenga un mínimo de cordura o sensibilidad, mucho más lo percibimos los que por profesión estamos cerca de la juventud. Hay una gran diferencia cualitativa entre los alumnos que tuve en mis primeros años de docencia y los de ahora. Y resalto el aspecto de la cualidad porque, aparte de mostrar una mayor receptividad a la enseñanza, aquellos de entonces eran mejores personas. Realmente, quedo asombrado por el grado de perversidad de que son capaces los nuevos: la mentira ha hecho plaza en una gran mayoría de ellos, la insolidaridad, la intransigencia, las actitudes excluyentes; funcionan con la trampa (lo que se ha convertido en norma), con la calumnia, con el matonismo, con la crueldad; se arrogan de derechos pero son incapaces de aceptar un mínimo de responsabilidad; lo quieren todo pero no dan nada a cambio. Ciertamente, siempre ha habido gente así, pero en los últimos tiempos abundan. Queda un resto, sí, los mejores, aunque es de ley reconocer que están sitiados y cada vez son menos.
Me temo que por primera vez en la historia, de forma inédita, estamos ante un hecho insólito: el motor del cambio no lo constituyen ya las nuevas generaciones sino las antiguas, esas a las que se les ha pasado el arroz pero siguen siendo depositarias de ciertos valores; lo cual es un índice inequívoco de la lamentable degradación y corrupción a que ha llegado nuestra sociedad.


                                               Todos los derechos reservados.
                                               Jesús Cánovas Martínez©



viernes, 4 de abril de 2014

A PROPÓSITO DE GESTAS Y DIMAS: LA DISCRIMINACIÓN DE LOS ESPÍRITUS

Son múltiples las crucifixiones a que nos va sometiendo la vida, pero todas ellas palidecen, por graves o dolorosas que sean, ante la Crucifixión por antonomasia.
Mi querida amiga, Ana María Alcaraz Roca, hace algunos años me presentó a José Luis García Bas, director de La Voz del Resucitado, revista procesional de Cartagena (España). Se inició de este modo una colaboración mía en una serie de números de dicha revista. Reproduzco a continuación uno de aquellos trabajos con los que participé.

Jesucristo, el Hijo de Dios Vivo, acepta morir en la cruz para remisión de los pecados del género humano. Junto a Él, a sus flancos, son crucificados dos malhechores: Gestas y Dimas.




A PROPÓSITO DE GESTAS Y DIMAS: LA DISCRIMINACIÓN DE LOS ESPÍRITUS.

                   
                   


Tal como relatan los evangelistas, Jesús fue crucificado entre dos malhechores, y mientras uno de ellos lo injuriaba, el otro lo defendía. El relato de Lucas dice así: «Uno de los malhechores crucificados lo insultaba: “¿No eres tú el Cristo? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro lo reprendió, diciendo: “¿Ni siquiera tú temes a Dios, tú que estás padeciendo el mismo suplicio? Nosotros con justicia, pues estamos recibiendo lo merecido por nuestras fechorías. Pero éste nada malo ha hecho.” Y añadía: “¡Jesús acuérdate de mí cuando llegues a tu reino!”. Él le contestó: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”.» (Lc 23, 39-43). La tradición nos ha trasmitido el nombre de estos dos malhechores, el malvado, Gestas, y el buen ladrón, Dimas, el primer hombre en entrar al paraíso, haciendo honor a la sentencia evangélica de que los últimos serán los primeros. Dimas, de esta manera, es también el primer santo, y la iglesia católica lo refleja en el santoral el día 25 de marzo.
Son muchas las reflexiones que este episodio nos suscita. Por de pronto: ¿Qué ocurrió en el alma de san Dimas para defender al Señor del ataque del otro ajusticiado e implorar seguidamente su misericordia? Tal vez algo más que el sufrimiento y la cercanía de la muerte: La profunda conmoción que le produjo el encuentro con Jesús. Esa misma conmoción lleva a Dimas al reconocimiento que de Él hizo como verdadero Dios. El inocente es crucificado, sí, pero el inocente es Dios; el Único inocente. Y si, por otra parte, solo Dios puede salvar, pues es dueño de la vida y de la muerte, Dimas, desde su corazón roto —y, debemos pensar, sinceramente arrepentido de sus pecados— emite un poderoso grito de fe: “¡Jesús acuérdate de mí cuando llegues a tu reino!”.  El Único inocente, el Único en el cual no hay mal y muere crucificado por nosotros es quien nos puede salvar de la verdadera muerte. La respuesta que le dio el Señor, la conocemos, es categórica y no da lugar a equívoco: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Jesús, aparte de la salvación de Dimas, proclama la existencia de la vida eterna.
Ahora bien, del otro malhechor, Gestas, nada se nos dice, sino que desde su propia miseria eleva una mofa tristemente patética, a la par que ridícula, contra Jesús; no encontramos en él indicio alguno de la profunda conversión al Señor operada en san Dimas, ¿por qué? Al que esto escribe, hacer esta pregunta le produce sobrecogimiento, estupor y temor. ¿Se puede insistir tanto en el mal hasta el desprecio de la propia salvación? Dice el evangelista que Jesús se hallaba crucificado entre ambos malhechores. Gestas, no lo reconoce como Dios salvífico; Dimas, sí. Jesús, Jesús crucificado, es piedra de escándalo, y sobre Él se produce la discriminación de los espíritus. Vivir y morir no es un juego, y la libertad se nos aparece como un tremendo misterio.

En el intento de comprender estas dos actitudes recurrimos a Ana Caterina Emmerich. Cuando relata la pasión de Cristo, nos dice al efecto de los dos ladrones, que Gestas era mucho mayor que Dimas y había seducido a este último involucrándolo en una vida fuera de la ley; Dimas fue arrastrado por su carácter débil, pero en el fondo de su corazón no estaba de acuerdo con esta forma de vivir. Le faltaba únicamente el encuentro con Jesús, quizá su mirada, para arrepentirse de cómo se había conducido. Esto último ocurre en el monte Calvario. Dimas, conmovido íntimamente, defiende al Señor y le pide que se acuerde de él. “Un corazón quebrantado, Tú nunca desprecias”, dice el Salmo.
Dicho lo precedente, lo cierto es que en el relato evangélico podemos detectar una especie de itinerario en el alma de Dimas hacia el Señor, según cuatro pasos que se acompañan de otras tantas confesiones: 1) Dimas, a pesar de haber llevado una vida reprobable, cree en Jesús, lo respeta y teme; así confiesa su soberanía. 2) Dimas defiende a Jesús —no toma su Nombre en vano— a la misma vez que confiesa su divinidad. 3) Dimas asume su castigo como justo; esto no puede ser posible sino por un arrepentimiento sincero; la confesión de su propia culpa lleva a la expiación de la misma. 4) Dimas pide el perdón, se abandona a las manos misericordiosas del Señor; confiesa la vida eterna.
No significa que estos momentos del itinerario del alma de san Dimas hacia el Señor se sucedan en el orden propuesto; salvo el primero, pueden ser simultáneos. En cualquier caso, denotan una profunda conversión, y, por sí mismos, nos ofrecen cuatro puntos de meditación en los que cada uno de nosotros debería detenerse.
¿Se salvó Gestas? Nos gustaría responder que sí, como también nos gustaría afirmar que lo fueron Judas —en principio, el hombre más deleznable— o los grandes azotes de la humanidad, Hitler o Stalin, por ejemplo: sería maravilloso que el infierno existiera pero estuviera vacío. Pensamos que si ciertos monstruos han podido salvarse, ¿por qué no nosotros que, sin dejar de ser monstruos, lo somos menos que aquellos? Si aquellos otros se han salvado, ¿no nos será más fácil obtener la misericordia divina? Pero si discurrimos así, necio no sería pensar que el juicio de Dios, al querer hacer estas pequeñas trampas, no contemplara nuestra propia mezquindad. Ahora bien, una vida de maldad desemboca en la reprobación, pero ¿quién conoce el corazón del hombre? ¿Y quiénes somos nosotros para juzgar cuando el verdadero juicio solo lo puede realizar Uno, Aquél que conoce el mismo filo donde se separa el alma del espíritu?
¿Dónde se sitúa el momento de nuestra vida a partir del cual es imposible el retorno? Si hablamos de una posibilidad de salvación allende la muerte física, deberíamos considerar, por un lado, que Cristo, en los tres días que su cuerpo estuvo en el sepulcro, bajó a los infiernos para liberar a los justos que allí se encontraban; ciertamente, estos infiernos (de infieri, lo que está debajo) no son la Gehenna, esas tinieblas exteriores en donde son expulsados los réprobos una vez emitido el último juicio; el sheol —concepto hebreo de infierno— recluye a justos e injustos, pero ni es lugar ni estado definitivo del alma. Por otro lado, san Pedro, en su primera Epístola, recuerda que Jesús, «entregado a la muerte según la carne, fue vivificado según el espíritu, y por este espíritu fue a predicar a los espíritus encarcelados» (1 P 3, 19-20), y más adelante dice: «Porque se ha anunciado el evangelio aun a los muertos, precisamente para que, condenados en carne según hombres, vivan en espíritu según Dios» (1 P 4, 6). Por lo que tampoco debemos suponer sin más que estos muertos (¿qué necesidad tenían de predicación?), aun no perteneciendo al grupo de aquellos otros justos en espera de la liberación, se hallan en un estado en el cual fuera imposible su conversión, y, por consiguiente, su salvación. Nos adentramos, una vez más, por los territorios del misterio: ¿Cómo es la existencia en los estados intermedios?; entre la muerte física y la posibilidad de esa otra muerte, la segunda, de la que Jesús habla en su encuentro con Nicodemo, ¿qué ocurre? En cualquier caso, aun en el supuesto de que nuestra vida futura se decidiera en esos estados, ciertos ajustes en la actual no deberíamos dejarlos para el último momento, no vaya a ser que entonces ni podamos ni recibamos ayuda, tal y como les ocurrió a las vírgenes necias o al rico epulón; al fin y al cabo, quien en esta vida ha rechazado a Dios (máxime si lo ha hecho con saña), ¿cómo en estados de existencia no ejecutivos pudiera ser que se convirtiera? El día del Señor vendrá como ladrón en la noche.

Al margen de la discusión teológica sobre si es posible la redención en los estados post-mortem, podemos relegar el tema de la salvación o condenación de Gestas a la esfera del enigma. Solo Dios puede juzgar, y a Él solo compete el último juicio. Nosotros podemos tener indicios sobre la condenación o salvación de alguien, según la vida que ha llevado o las obras que ha realizado, pero no podríamos predecir con exactitud sino a riesgo de equivocarnos cuál es el destino último de las almas; la fe se otorga por la gracia y, como tal, es el último milagro que Dios puede operar en nosotros, así en el caso de san Dimas, quien, por su fe en Jesús, pudo convertir su sufrimiento en martirio; y, no lo olvidemos, el martirio es la mayor obra que un hombre puede ofrecer a Dios. Ahora bien, ¿es necesario algún tipo de preparación por nuestra parte para recibir la fe? Por supuesto que sí: las obras de misericordia, la limosna y la oración.
Las consideraciones mencionadas deberían promover en nosotros una actitud de extrema humildad. Por un lado, hasta el último momento, no queda decidida la suerte de nadie, pero este último momento solo Dios lo conoce; por otro, cierto temor debe embargar nuestro corazón hasta el punto de darle dos fuertes aldabonazos: Primero, suministrar el impulso hacia una vida responsable y de verdadera conversión, y, segundo, provocar un sincero ofrecimiento de nuestro ser al amor de Dios, al abandono a su misericordia, pues Dios no es otra cosa sino Amor.
Otra reflexión que podemos realizar acerca de este episodio hace referencia a la parábola del trigo y la cizaña. Al final de los tiempos, habrá un juicio en el que el trigo y la cizaña serán discernidos. Pero, al margen del gran campo de la historia universal al que directamente se refiere la parábola, también podemos considerar su alusión al campo de nuestra alma, donde crecen juntos el trigo y la cizaña: en nuestro último día, a la caída de la tarde, como dice san Juan de la Cruz, nos examinarán de amor, y seremos trasformados, para el bien, sufriendo la quema de lo malo, en aras de una purificación, para que lo bueno brille más, o, quizá, para la locura y la muerte, y sufrir de este modo la mordedura de ese otro fuego que jamás se consume; Dios quiera que seamos discriminados según el trigo. Por nuestra parte, una actitud de alerta, de precaución, de lucha, parece que es la salvaguarda contra la posibilidad de la condenación. En la terminología de san Pablo, el hombre viejo ha de ser crucificado para que surja el nuevo, es decir, la tendencia hacia la concupiscencia debe ser contrarrestada por el cultivo de la virtud.
Y, sin embargo, nuestra lucha, dice san Pablo, no es contra la carne ni la sangre, sino contra las potestades de los aires. Podemos establecer, pues, una nueva analogía y ver en san Dimas a la humanidad doliente, seducida, secuestrada y aherrojada al fondo de la humillación por las potencias del mal; una humanidad, ciertamente, culpable de su desgracia, pero no del todo, pues fue un factor externo, el diablo y su envidia, quien la sedujo y precipitó a tal estado; vulnerada, corrompida por esa herida inferida, se dejó arrastrar y así enraizó el mal y se multiplicaron las desgracias que padecemos. Este mal tiene las raíces profundas, hasta el punto que cuando tomamos consciencia de nuestro estado caído, tenemos la impresión de hallarnos en una cárcel y no poder hacer nada por nuestras fuerzas; más aún, tomamos consciencia de que, conocido el pecado, nadie es digno del rescate, nadie merece el amor de Dios.

Afortunadamente para nosotros Dios escapa a toda medida humana; Dios, por su misericordia infinita, quiere salvar al hombre a toda costa. El drama de la pasión de Jesús, en la lógica del amor de Dios, cobra de esta manera un sentido sorprendente, hasta el punto de conmover el corazón de cualquier hombre de buena voluntad. Dios, por su amor, se desborda. Si Dios no hizo la muerte, Dios, en Jesús, muere por nosotros; si Dios no es responsable del pecado, Dios sufre las consecuencias del pecado. Y no es circunstancial que Cristo muera crucificado junto a malhechores, sino que es todo un signo, pues señala de manera inequívoca que se ha encarnado para estar con nosotros hasta las últimas consecuencias; en medio de la humanidad doliente campa su cruz y muere por nosotros —por nuestras manos y, sin embargo, para nuestra salvación— y con nosotros, así que ni nos traiciona ni nos abandona. Sin embargo, un hombre puede ser destruido por el mal y el pecado, Dios nunca. La muerte de Cristo se convierte de esta forma en paradójica, pues, muriendo, vence a la muerte; venciéndola, nos libera de la tenaza del mal. Él, por eso, es la roca firme de la que hablan los Salmos, nuestro seguro y fortaleza, nuestro sostén y guía, el garante de nuestra libertad y la posibilidad de nuestra salvación: el Camino, la Verdad y la Vida.
Despierta arrobamiento la magnanimidad de Dios. Inducida por Satanás, la humanidad patibularia crucificó al Señor, pero quien por ella fue crucificado, le dio la vida eterna. Dios incesantemente se nos dona sin merecimiento por nuestra parte, como recuerda Benedicto XVI en sus dos Encíclicas publicadas hasta la fecha. Lo crucificamos, y nos salva: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). San Dimas no podía caer de rodillas ante el Señor crucificado. ¿Qué impide nuestra profunda conversión?


                                                 Todos los derechos reservados
                                                 Jesús Cánovas Martínez©