jueves, 28 de agosto de 2014

DE AMICITIA (12ª parte)

DE AMICITIA (12ª parte)



12

—¡Jesús, los mojitos! —oigo, como si fuera un grito de guerra. Es Pepe.
Esta imprecación es palabra mágica, hago un esfuerzo y me levanto. Me siento bien; bueno, no mal del todo. ¿Cuánto tiempo he estado echado? Una hora, dos horas, tres horas… El pseudosueño me ha reparado un poco, y me ha dado cuerda para estar lúcido un ratico. Observo que Encarna sigue tumbada, con los ojos cerrados, soñadora, cansada.
—Yo me quedo aquí —me dice, débil.
Pero los otros han oído la protesta de Encarna y no están dispuestos a consentirlo.
—¡Pues te quedas sin mojito! —grita Paco a su mujer desde la mesa donde habíamos cenado, alrededor de la cual, apertrechada ahora con botellas de alcohol, se encuentra sentado el grupito.
Encarna, perezosa, se levanta, y nos acercamos los dos al conciliábulo donde el resto del personal, parlanchines y animados, están que estallan.
—¡Cómo no te has metido, Jesús, estaba buenísima! —me dice Pepe cuando me incorporo al grupo.
Y explico por enésima vez:
—No me encuentro bien, he dormido muy mal esta noche pasada.
—¡Lo que te has perdido! —exclama Ana
—¡Lo que os habéis perdido! —secunda Pepe mirando a Encarna que se añade a la tropa—. ¡El agua está hirviendo!
Parece que revivo un poco y cojo alegría y color chupando con una pajilla de ese vaso adorable donde canta y danza un líquido sabor a ron y hierbabuena. Los mojitos tienen su arte y no sabe hacerlos cualquiera; Pepe, sí. Un ¡hurra! por Pepe. Hasta noto que me dan ganas de hablar y participar en la conversación. Se van a enterar.
—Sois unos bordes —digo—. Soplando y sin avisar.
Se raja de todo. Los estamentos tiemblan y las columnas del mundo. Pero nuestro tema preferido, el de Ana y mío, en donde incide el escalpelo con especial fruición, es el de la poesía; los otros temas se le suman como simples añadidos colaterales. Se trata de remontar desde los efectos hacia las causas de ciertos comportamientos, y echarles luz.
Y la luz incide sobre los sacerdotes de Urania. Vengamos de un análisis genérico y conceptual, a las realidades cotidianas. Analicemos la vida de un poeta. Por la mañana trabaja en una sucursal bancaria, trabaja en la administración —en la enseñanza, en algún organismo oficial—, trabaja en una oficina con jornada continua y lucha, denodadamente y con esmero, con cansancio y a destajo, con hastío y ganas de escurrir el bulto, en lance con las facturas, los oficios, los albaranes; se toma un café con los compañeros siempre a la misma hora y se busca las mañas para fumar a escondidas algún cigarrillo. Muchas veces, preocupado y disgustado por algún asuntillo de trabajo, regresa a casa donde le esperan otra serie de problemas, los familiares; algunas disputas con su mujer por problemas con los hijos. El mayor, con diecinueve años, ha dado el salto de gamberrete a gamberro, lo cual es un grado. La madre tiene miedo a que ascienda un nuevo escalafón y se convierta, ya no en cabroncete o cabrón, sino en delincuente. Repetidor consumado, no quiere estudiar y se fuga las clases en el instituto; le ha dicho a su madre: «Maere, me las paso por el rabo porque he nacido libre». Han llegado algunas amonestaciones en este sentido y la de Historia, especialmente desconsiderada con los chavales, maniática, hombruna y reprimida, ha lanzado la amenaza de que no le va a aprobar ni en septiembre ni nunca, o quizá cuando a las ranas les salga pelo. Sospecha la madre, por algunos indicios, que el niño frecuenta la compañía de un grupito de rebeldes adictos a ciertas substancias clandestinas. La pobre mujer, como último recurso, le ha espetado al niño: «¡Ya se lo diré yo al paere!», y así ha hecho, añadiendo otra preocupación a nuestro poeta. El hijo menor, con quince, comienza a seguir los pasos del hermano. Debido a la subida hormonal se está convirtiendo en acosador de unas vecinitas, no tan niñas como cabría esperar, pues están casadas y con hijos; son maduritas, y personalmente se le han quejado al poeta objeto de nuestro análisis fenomenológico por los piropos malsonantes y palabricas gruesas que les suelta el nenico. Pero hay otros temas que también preocupan a nuestro hombre (o mujer, si fuera el caso); por ejemplo, la hipoteca del piso, que no la termina de pagar ni ve cómo lo conseguirá, así con inquietud sigue muy de cerca las subidas del precio del dinero y cómo éstas inciden en el euríbor. Tiene una casa en la playa, y los ladrones se la han desvencijado hace unos meses, total cuatro cosas de poco valor, pero se tiene que meter en gastos. Por otro lado, está la marcha de cierta Opa, y se desvela nuestro poeta, porque, en contra de los deseos de su mujer, posee algunas acciones compradas con un dinerillo extra que le cayó del cielo, cuando vendieron, él y sus hermanos, la casa paterna. Los sustos que le da la economía o los avatares de la política —otro capítulo—, se han convertido en cierta droga de la que casi no puede prescindir, y sigue muy de cerca en los medios de comunicación las tertulias y debates políticos, pero sobre todo las apariciones del ministro de Hacienda. Aun así, con estas cargas, nimiedades, aficiones y bagatelas del diario vivir, de vez en cuando, después de la cena, se encierra en un cuarto abarrotado de trastos inservibles que él llama mi despacho, y en una pequeña mesa arrumbada en un rincón, confeccionada por él mismo con cuatro tablas, se dedica a escribir durante dos o tres horas; este ejercicio de producción, rodeado por tan inspirativo art decó, lo realiza los martes y jueves. Logra escribir algo, alguna tontería, que, según su criterio, tampoco está tan mal. Ha leído el último premio Melilla, el último Loewe, el último Generación del 27 y algún otro —último, por supuesto—, y se contamina de esa peste de poesía de la experiencia y, por mímesis, alumbra unos poemas que piensa pueden tener cierta fortunilla; pasa revista a los concursos literarios a que puede enviarlos y ensueña creyendo que él podría ganar algún premio de esos, de los grandes (ya está bien de concursos de amas de casa o de juntas de vecinos), olvidando conscientemente que lo que escribe son refritos y no posee contactos ni ha entrado en ciertas ruedas. Tiene un grupo de amigos que se dedican como él al menester poético; con los del grupo ha establecido unas relaciones de amor/odio, y cuando no brillan los puñales —y aun con su brillo— organizan recitales donde las miradas recelan del contrario y queda desplegado un variopinto plumaje, pues con el fragor de la emoción y el alza de la sensibilidad, él junto a los del grupo, se metamorfosean en pavos; así, nuestro personaje, cubre su cuota de vanidad. Y hay algo más: Cuando participa en estos eventos, cree que realiza algo importante por la cultura, y piensa que su labor es encomiable y digna de elogio. Se siente feliz entonces, y pleno.

(continuará...)

                              Todos los derechos reservados.

                              Jesús Cánovas Martínez©

lunes, 25 de agosto de 2014

DE AMICITIA (11ª parte)

DE AMICITIA (11ª parte)



11

Muchos años más tarde, tomando unas copas después de un patético claustro, en uno de esos momentos en que resulta fácil la sinceridad, cuando todavía no estás demasiado ebrio para que todo te importe un bledo, ni demasiado sobrio para no perder la discreción, y te apetece hablar y sincerarte con alguien que sea capaz de escuchar tus penas, le conté a Felipe Carbonell las razones por las que me había apartado del seno de la Iglesia y cómo se había truncado mi vocación religiosa.
—En realidad, la culpa la tuvo Ángel, no recuerdo su apellido —le dije a Carbonell—. O, por lo menos, todo acabó por él. Al término de una reunión de focolares, en la cual se había invitado a un por entonces popular presentador de televisión para que hablara de su vida y diera testimonio de su fe, se me acercó el tal Ángel y me preguntó a bocajarro:
»—¿Te ha hablado Dios?
»Reflexioné sobre el sentido que podría tener aquella pregunta y lo que debía contestar. Miré desconcertado hacia el techo, y luego hacia la puerta de salida. Al cabo de un rato, le dije:
»—No.
»Ángel hizo un ligero ademán que no me gustó, y percibí, o me pareció, una ligera sonrisilla en sus labios antes de que se retirara sin decirme nada.
»Aquellos individuos reían mucho; Ángel (vestido siempre con un traje impecable y corbata), quien gozaba de una consideración especial en el grupo, el primero. Dejaron de parecerme serios; ya no. Incluso a pesar de la gran labor que realizaban y de la grandeza indiscutible de sus almas, ya no me parecían serios. La pregunta de Ángel fue algo anecdótico, pero la manera de formularla me pareció que rozó la blasfemia. El nombre de Dios, pensaba yo, había que tomarlo más en serio; no era justo utilizarlo como daga traicionera para poner al descubierto la intimidad de nadie. Sí, me molestó que Ángel tomara el nombre de Dios en vano.  Fue el celo que sentía por el Santo Nombre de Dios, no otra cosa (ni siquiera la perversidad de Ángel), lo que me hizo apartarme del grupo. Di un carpetazo a aquellas reuniones y no aparecí más».
—¿Qué te dijo el padre Font cuando le contaste lo ocurrido? —me preguntó Carbonell.
—Nada. No se lo conté —le respondí—; era una percepción demasiado sutil para poder contarla. Me retiré y punto. —Y añadí, al poco—: No fui a ver al padre Font porque me avergonzaba.
—¿Te avergonzabas?...
—Sí, me avergonzaba.
—¿De qué?
—No digas de qué sino de quién.
—¿De quién? ¿Del tal Ángel?
—No —le contesté—. Ángel era un máquina, uno de ésos que lo tienen todo demasiado claro; un pobre diablo que necesitaba afirmarse a costa de los demás. No, no era de Ángel.
—¿De quién, pues? ¿De tu padre?
—No. Me avergonzaba de mí.
Me objetó Carbonell que lo que le había contado por sí solo no podía ser motivo suficiente para quebrar mi vocación religiosa, a lo sumo podía haber sido la razón de la ruptura con los focolares, pero no con el padre Font, ni menos con Dios, si era verdad que tanto celo sentía por su Santo Nombre.
—Hay más —dije a Carbonell.
Las otras razones había que buscarlas en mí interior. Aquella anécdota, contemplada desde un punto de vista que no fuera el de mi subjetividad, tan intrascendente, fue capaz de desencadenar dentro de mí un mar de dudas y, a la postre, una hecatombe; me removió zonas oscuras que aún hoy no sabría precisar. Me desfondé; perdí la ilusión; me desinflé, no sé cómo. Miré hacia los otros, y reían. Reían todos. Me sentí ridículo. Mi padre, por su parte, tomó cartas en el asunto y montó ciertos números que deseo olvidar; a un hombre le conviene ser discreto cuando se trata de airear asuntos de familia.
—Comencé a comprar revistas pornográficas y a masturbarme —dije a Carbonell—. Cuando cogía dinero me iba de putas a la Ballesta.
Sin embargo, terminada aquella confesión a Carbonell, le dejé claro que, a pesar del avatar de mi adolescencia y de cómo había sido arrumbada mi vocación religiosa, en la actualidad, casado con una mujer que me quería y a la que quería, con una hija que era mi delicia y con un modo de vivir que fluía sin demasiadas turbaciones, cuando paseaba solo por las calles de Murcia, muchas veces se desprendía de mis labios una plegaria y tenía un recuerdo amable de gratitud para la Virgen María, mi Madre del cielo, bajo cuyo manto siempre me he sentido protegido.
De sopetón se quiebra el hilo de mis pensamientos. Oigo:
—¡Aing!… ¡Aing!…
Me incorporo en la hamaca. Es Paco. Ha sacado Ana un álbum de fotos de familia, y lo está mostrando. Veo una serie de cabezas abruzadas sobre él; pasan las páginas y comentan detalles. Cada foto es objeto de alguna apostilla.
—¡Aing!, ¡qué bonica está tú hija! ¡Aing! ¿Esté eres tú, Pepe, con aquellos vestidos que nos ponían? ¡Cualquiera te conoce! ¡Aing! Ana, ¿eres tú ésta?
—Sí, casi no me reconozco —dice Pepe.
—Éramos más jóvenes entonces, y mejores personas —comenta Ana.
Ríen.
—Yo cogí los coletazos de aquella época —dice Paco.
—Tú eres más joven que yo —dice Pepe.
Mentalmente hago un cálculo: Paco es más joven que Pepe y Pepe es más joven que yo; a su vez, Ana es mayor que Paco pero más joven que Pepe, y Blanca es menor que yo, pero mayor que Ana. Luego yo soy el más viejo. «Soy el de mayor edad, y sin enterarme de qué va esto, ¡genial!», reflexiono. Queda en el misterio la posición de Encarna en dicho ranking, aunque sospecho que hay que situarla en el lugar opuesto al mío.
—Sí, pero yo pillé algo —responde Paco a Pepe—. Fueron los últimos coletazos de aquella época, pero los pillé —insiste y, al pasar una página del álbum, señala una foto con el índice, y exclama—: ¡Aing! ¡Mira qué jóvenes estáis en ésta!
Me dejo caer. Una vez más desconecto, se me van los pensamientos, y no sé hacia dónde. La infancia tiene algo de entrechocar de topes, cambio de vagones, de viejas máquinas de vapor, de acoplamiento de trenes. Veo a mi padre con un mono azul; está tiznado hasta las cejas y sonríe; su risa es blanca. Veo un botijo rodeado con un trapo, sucio de hollines, en un lateral de la máquina sobre la que mi padre está subido. Escapa un vapor blanco por las bielas, un silbido atronador anuncia que el tren se pone en marcha. Entonces los días eran azules y nuevos. ¡Cómo termina todo! La vida nos precipita hacia la muerte, hacia ese gran acto final en el que todo se diluye: el recuerdo, las ilusiones, las esperanzas rotas... Se descomponen las cosas a pasos agigantados, los días aquellos que parecían eternos, que no concluían; se descompone el mundo; todo se desmorona y sucumbe y no vuelve. Aunque bien mirado, pienso, quizá el que se descompone soy yo y el mundo siempre es el mismo, roto pero radiante. «Debo de estar ya viejo —me digo—. Estos nuevos amigos, tan jóvenes, poseen el impulso que yo estoy perdiendo; tienen ganas de vivir, de luchar, de tirar hacia adelante. Y yo me siento cansado. Me gustaría detener el tiempo; no pensar, detener el tiempo, quedarme así, tal como estoy, con esta ligera sensación de felicidad o tristeza».

(continuará...)

                              Todos los derechos reservados.

                              Jesús Cánovas Martínez©

jueves, 21 de agosto de 2014

DE AMICITIA (10ª parte)

DE AMICITIA (10ª parte)



10

Yo no podía negar las convicciones que había asumido desde la niñez, ni quería: mi catolicismo, el ansia de un mundo mejor, la esperanza de un mundo nuevo; no podía negar mi búsqueda de la paz, mi anhelo de felicidad, mi anhelo de Dios. Era así.
Me alejé de la casa del Padre en un momento de mi vida, pero volví, y no por miedo a la muerte. Cuando enfrentaba la muerte, invadía mi boca un sabor amargo y cierta desazón. Pero no fuel el miedo, no; no fue el miedo a la muerte el motivo por el cual volví a abrazar la fe después de haber comido las tristes algarrobas. ¿Miedo a la muerte? Esto por sí mismo no me movería a nada, a lo sumo, al suicidio o a vivir como los epicúreos. «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe», dijo el apóstol. Comamos y bebamos, pues, y follemos con desenfreno salvaje; disfrutemos a tope de la vida; consumamos droga, sexo y rock and roll, tal como expresa la vieja balada, aunque seamos demasiado viejos para el rock, demasiado jóvenes para morir. Ni lo uno ni lo otro; mi vida no se había decantado por los extremos: era mediocre, demasiado mediocre y previsible, y no por ánimo de cultivar el término medio, ponderado por Aristóteles, la aurea mediocritas. Había sido por cobardía. Para mí, la excelencia estaba en el extremo, al cabo de la calle, cuando se han roto los puentes. «Ya que estoy aquí, ya que he nacido —he pensado demasiado a menudo—, más me vale comprender lo que soy, comprender la vida que vivo, el mundo en el que me muevo; aspirar y coger lo que hay de belleza en él, y disfrutar el instante, trémulo, pasajero, con vocación de eternidad». Eso he pensado, pero nunca he actuado en tal dirección, no de manera suficiente. La vida se me ha escapado. Por esta razón volví a abrazar la fe como un aborto, de manera póstuma; abracé una fe íntima, una fe que no busca plazas donde exhibirse, pues está cargada de dudas, pero también de esperanza y anhelo.
—Me sorprendo muchas veces rezando cuando, solo, paseo por las calles —le confesé a Carbonell—. Tengo la sensación de que mi vida es un fracaso.
Hubo una época en la que parecía que mi corazón sentía una llamada por el sacerdocio. Yo vivía entonces en Madrid. En el colegio de curas donde estudié, el Raimundo Lulio del Puente de Vallecas, los frailes nos hablaban del misterio que traspasa de amor los corazones y los enciende con un fuego capaz de hacerlos sobrevolar por encima de las cosas del mundo; nos hablaban de amor, de Caridad cristiana en su pleno sentido. Decían que el amor era el eje del mundo; los corazones en amor, en amor inflamados, son capaces de superar obstáculos, traspasar barreras, alborotarse en llamas y descansar finalmente en el lugar donde únicamente reposan: en Cristo mismo; en el corazón de Cristo, que es la sede de todo corazón, puesto que de Él irradia la vida. Al oír aquellos discursos y razones, sentía plétora en mi corazón. Por las noches, en la soledad de mi cuarto, rezaba, pedía por la paz del mundo y alumbré la idea de entregarme al servicio religioso. No sé cómo surgió, pero así fue. Una noche rezando el rosario antes de acostarme (hábito que, infundido por los frailes, había adquirido), me vino la idea. Ocurrió de forma repentina; lloré y di gracias a Dios.
Recuerdo cómo una mañana soleada entré tembloroso en el despacho del padre Font, mi director espiritual, y le expuse aquella inquietud que comenzaba a germinar dentro de mí. Las estanterías repletas de libros sacros, que yo tan bien conocía, estaban iluminadas por un no sé qué de halo místico; en la mesa de despacho se destacaba un crucifijo, grande y basto, de madera de almendro, trenzada y barnizada, erigido sobre un canto de río, granítico, oval, tosco. La pulcritud de la estancia me sobrecogió.
—Quiero ser sacerdote —le dije al padre Font, luego de algún circunloquio, con un extraño rubor que me surgía del interior y me erizaba hasta las puntas de los cabellos.
Me miró con aquella mirada suya, escrutadora. Era un hombre, bajo y rechonchete, prematuramente calvo, frisando la treintena. Unas gotas de sudor caían por su frente. Se las limpió con un pañuelo.
—Hijo mío, ¿estás seguro?
—Sí, padre.
—¡Mira que hay muchos modos de ser amigo de Dios! —objetó.
—Padre, yo quiero ser sacerdote —le insistí con firmeza.
Sentía mi corazón inflamado de amor por Dios y deseaba consagrarme a su servicio fervientemente.
Me propuso el padre Font con maneras amables y palabras dulces que esperara a que se confirmara aquella vocación, a que recabara más indicios de que eso era realmente lo que Dios quería de mí. Mientras sucediera o no tal confirmación, me sugirió que rezara mucho, a cualquier hora, a tiempo y a destiempo, y me instó a asistir a ciertas reuniones de focolares, un grupo mariano según me especificó, que se celebraban los domingos por la tarde en una parroquia de Cuatro Caminos. Me encomendó a san Francisco y me despidió con una bendición.
Ardía en amor, tanto, que la miseria humana pasaba por mi lado y yo no me percataba de ella; flotaba en los aires. Las relaciones tensas que siempre había mantenido con mi hermano mayor se dulcificaron, y fui más solícito a los requerimientos de mis padres. Pero mi padre me miraba con extrañeza y, a veces, en las comidas dejaba caer: «¡Este hijo mío!»; a mi madre se le escapaban los suspiros. ¡Un hijo cura! Aquello les caía, aunque yo no les había comentado nada, como un jarrazo de agua fría.
Un día sorprendí una conversación entre mis progenitores; hablaban sobre mí en el salón familiar creyendo que yo no me encontraba en casa. Los oí detrás de la puerta. «Este hijo nuestro pasa demasiado tiempo con los curas y hay que espabilarlo antes de que sea tarde», le oí a mi padre. Le decía a mi madre que iría a hablar con aquel capullo de padre Font y me daría de baja en el colegio si fuera necesario; estaba hasta los cojones de las tonterías que me estaban metiendo en la cabeza. En vez de escabullirme, quizá lo que hubiera sido correcto, me hice el despistado y entré al salón. Cuando mi padre me sintió, cambió de tono y derivó los improperios hacia la política y la coyuntura económica; mi madre calló. Poco después, tuve a solas una conversación con mi ancestro. Me habló de mujeres y me deslizó un fajo de dinero en el bolsillo para que me fuera de putas.
La extrañeza fue mutua. A mis padres comencé a sentirlos distantes; ahora pienso que siempre lo habían estado. Yo rezaba y rezaba, mis ademanes y movimientos se volvieron muy silenciosos, aumentó mi discreción y comencé a vivir mi interioridad con una intensidad que me asustaba. Al recordar aquella etapa de mi vida no puedo por menos que sentir ternura; ternura y sorpresa, pues por aquel entonces me di cuenta de muchos de mis abismos, y de que el ser más cercano a mí era, a la vez, el más desconocido: Yo mismo.
En aquellas reuniones de focolares, a las cuales comencé a asistir con asiduidad, conocí gente de verdadera grandeza. Aquellas personas, mayores que yo, eran sencillamente admirables. Llevaban vidas humildes y discretas, y cualquiera que se los tropezara por la calle no podría sospechar la dignidad de sus almas, la labor callada y alegre que realizaban en ciertos centros asistenciales, su trabajo con delincuentes y drogadictos, sus visitas a las cárceles; el entusiasmo que ponían para llevar la esperanza a los ancianos y enfermos terminales; sus desvelos por la pobre gente, las víctimas de una sociedad cruel y despiadada con los débiles. Sincera y sencillamente eran admirables (algunos de sus testimonios llegaban a espeluznar), pues habían recorrido muchos de los sótanos del vivir humano y entrado en la soledad incontestable de las almas. Yo quería participar, entregarme de lleno a la lucha por el bien, al combate que tenía como premio el martirio, aunque mientras llegara tal recompensa el camino se erizara de dulces sufrimientos bajo la amorosa mirada de la Virgen María y de su Hijo, Nuestro Señor.

(continuará...)

                              Todos los derechos reservados.

                              Jesús Cánovas Martínez©

martes, 19 de agosto de 2014

DE AMICITIA (9ª parte)

DE AMICITIA (9ª parte)



9

En fin, soñar no cuesta, pero a algunos que sostienen un discurso demasiado burgués, sea el psiquiatra ese o cualquier otro, yo los soltaría por Lo Campano para que hablaran con más propiedad.
Todos los hombres, llegado un determinado momento de su vida —mejor antes que tarde—, deberían hacer un ejercicio de clarificación: precisar hacia dónde se dirigen, qué persiguen, qué quieren. Deben de perfilar de manera muy nítida cuál es el gran objetivo que les mueve a seguir adelante. Vivir, ¿para qué? Somos humanos. Frente a tanta particularidad o distracción, ¿qué merece la pena? Quizá muchas cosas, pero una entre ellas ha de ser la fundamental, ante la cual el resto se supedita y ordena. ¿Cuál es el sentido de nuestra vida? Si queremos ser felices deberemos responder a esa pregunta. La benevolencia que el amor imprime puede ser una pista adecuada.
Felipe Carbonell había dado respuesta a la pregunta por el sentido. Así me lo confesó una tarde de hace muchos años en una cafetería: «El sentido de la vida es Dios».
Carbonell y yo fuimos compañeros de trabajo. Un curso coincidimos en las horas de las guardias y tuvimos que mantener conversaciones frecuentes en razón de la proximidad; congeniamos. Carbonell era un hombre de iglesia y comprometido —tenía fama de escrupuloso—; pertenecía a una asociación benéfica de ayuda a los huérfanos, y fuera del trabajo su tiempo lo repartía entre su familia y, como él decía, no sin cierta ironía, sus deberes píos. Creía en lo que hacía y cuando me hablaba de ello —con pocos compañeros se sinceraba— le recorría el entusiasmo. Se le notaba, tenía pasión por vivir: había encontrado el sentido de la vida.
Aquella tarde, después de un claustro terrorífico, decidimos tomar una copa para olvidar las estupideces oídas. No sé por qué la conversación derivó hacia el tema en cuestión, el del sentido. Le hice una observación que pretendía ser graciosa acerca del modo cómo vivía. Aquella broma tiró de su lengua y desencadenó una confidencia de la que todavía me acuerdo.
 Para Carbonell las cosas estaban muy claras. Pensaba de forma un tanto parecida al psiquiatra, aunque con matices importantes. Gran parte, por no decir todo lo que le ocurre a una persona se debe a ella misma, al hecho de haber clarificado sus objetivos en la vida y poner en ejercicio su voluntad para conseguirlos, o no haberlo hecho: al acierto en sus decisiones, a su modo de conducirse; la veleta o el hombre, pues. Me habló de sus convicciones cristianas con firmeza, sin doblez. Me dijo que es difícil creer el mensaje cristiano debido a la maravilla del mismo: Dios se ha encarnado y hecho uno de nosotros para nuestra salvación. Asimilar esta verdad, sea por su audacia o su novedad, no es moco de pavo para la inteligencia. Hay que sentirla con el corazón. Supone un golpe capaz de noquear al más pintado. Por eso Carbonell entendía la incredulidad de algunos; un hombre que se pone a pensar con frialdad en este particular termina desconcertado. Sin embargo, para el hombre desarraigado, carente de asideros, para aquel que ya ha sufrido un fuerte envite de la vida y se percata del mal en sus propias carnes, de su terrible mordida, y siente el vacío, la angustia, la soledad, tal cuestión adquiere profundidad, coherencia: comienza a revelársele. Si todos los seres humanos fueran autosuficientes y se bastaran a sí mismos para darse la felicidad y la vida, el mensaje cristiano causaría risa; pero, claro, esto no es así. Vano es consolarse diciendo que se tiene lo que no se tiene o aparentando una felicidad que no existe; alguien dice que no le falta nada y es feliz, pero miente. Es ridículo no reconocer la propia miseria. Ahí está siempre, y nos ofende los ojos: se ofrece a sí misma de forma impúdica. Así que el hombre que reconoce su propia inanidad, si es inteligente de veras, evita caer en el absurdo: sale de sí y busca a Dios. La sorpresa es que Dios se ha hecho uno como él y viene a su encuentro para curarle las heridas. «No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos», ha dicho Jesús. ¿Y no es esto maravilloso?
Carbonell, entregado a su llaneza, insistió en su manera de ver las cosas. Todo el esfuerzo que podamos hacer para nuestra realización, ya lo ha hecho Dios; y esto por una sencilla razón: porque Dios es la realización. Jesucristo en los evangelios se define como el Camino, la Verdad y la Vida. ¿Más claro aún? Nuestro trabajo, el esfuerzo o la elección que podamos realizar en la vida, resulta tan sencillo y, a la vez, tan complicado, como abrir la puerta de nuestra casa a Dios. Dios ha sufrido y muerto por nosotros; por tanto, nos evita el sufrimiento superfluo, nos consuela en el necesario (para Carbonell no se trataba de sufrir, desmintiendo cierto tenebrismo en el que suelen caer algunos católicos, sino de vivir). Este mensaje es el del ganador: el de la Vida. Pero nosotros, los hombres, cegados por nuestra mezquindad, seducidos por el espejismo de lo inane, nos empeñamos en trastocarlo y oscurecerlo, manipularlo, rebajarlo, ensuciarlo. A veces los hombres tenemos motivos para darnos asco.
—Te admiro —le dije sinceramente.
Carbonell era un buen hombre, vivía con coherencia y no decía nada que no sintiera. Hice chocar los cubitos de hielo en mi vaso y le hablé de mí. «Quien posee una fe sincera, y de acuerdo con ella rige su vida, es especial; por donde pasa hay que quitarse el sombrero y besar la tierra», le dije. Luego le ponderé mis dudas, le insistí en mi cobardía y afirmé que las opciones de sentido son viscerales, difíciles de clarificar: «Nuestro ser tiene zonas oscuras que no se dejan iluminar por la luz de la razón», expresé. No nos conocemos lo suficiente, por lo cual muchas veces no sabemos qué vamos a elegir o hacer hasta que no lo realizamos de hecho. ¿Un signo de inmadurez? Quizá, pero quien crea que se conoce es un insensato. Yo sentía que mi vida podría haber sido de otro modo a como actualmente era. No me arrepentía de nada (o, tal vez, de mucho), pues en mi trayectoria vital había intentado conducirme de manera honesta: no hacer daño a nadie, favorecer a cualquiera siempre que me fuera posible, no difamar, no envidiar, tolerar al máximo. Pero había algo que no me dejaba tranquilo.
Llamé al camarero. Pedí dos nuevas copas.
—Lo mismo —le dije al camarero—. Bacardi con coca-cola.
—Un botellín de agua —pidió Carbonell. Y dirigiéndose a mí, precisó—: Para mí, más de una copa es excesivo.
Me mordí la lengua y no le dije que era un estrecho.

(continuará...)

                              Todos los derechos reservados.

                              Jesús Cánovas Martínez©

sábado, 16 de agosto de 2014

DE AMICITIA (8ª parte)

DE AMICITIA (8ª parte)



8

Me he debido quedar traspuesto. No sé cuánto tiempo. Noto un extraño contraste: oigo amortiguados los ruidos del exterior y con los ojos cerrados puedo ver lo que ocurre —la Luna en el cenit, las plantas del jardín, la piscina, las risas de Blanca y los amigos, sus gestos…—, pero yo estoy en un punto lejano, consciente y en silencio. Y en ese silencio interior, curiosamente, siento una extraña lucidez; los pensamientos se siguen unos a otros, rápidos, en mi cerebro. De repente me acuerdo de la Grulí Mochuelar y, como si me traspasara el cuerpo una metralla de plomo y fuego, me recorre un ostensible escalofrío; pero al instante, gracias a Dios, lo mismo que ha aparecido se desvanece la Mochuelar y me llega a la memoria el último libro que estoy leyendo. Trata sobre la voluntad. Su autor es un psiquiatra conocido. No pretende ser original —no lo es cuando repite tantos lugares trillados—, pero esta circunstancia, en realidad, no importa; lo importante es remachar de continuo las cosas que no debemos olvidar, y esto es lo que hace el psiquiatra. Repaso las ideas del libro y casi sin pretenderlo comienzo a realizar mentalmente una crítica.
No les falta razón, me digo, a los que ponderan el orden y la constancia como las dos velas seguras que facilitan la singladura de la vida, porque adquiridas, la voluntad queda reforzada hasta el punto de que se torna dura como el pedernal, cortante como las aristas del diamante. El orden debe regular, no sólo los actos externos, sino también las facultades internas, la inteligencia y la emoción; por la constancia se crean los hábitos necesarios para que la acción discurra hacia los objetivos propuestos. Pero mejor entenderíamos la importancia de estas dos fortalezas, pues de este modo hay que concebirlas, si consideramos sus contrarios. Una vida sin orden es una vida caótica, supeditada a las urgencias del momento, al deseo de lo efímero; y la falta de constancia aboca a la volubilidad: ese morbo caracterizado por una voluntad débil y enfermiza, típico de soñadores de grandes metas pero incapaces de mover un solo dedo para conseguirlas. Por el contrario, el hombre en el cual han cristalizado tales excelencias, ha ganado mucho, y nada, de seguro, a no ser fuerzas mayores y del todo incontroladas, hará que se desvíe un ápice de sus objetivos marcados. Este hombre, en el sentir del autor, es un hombre superior.
No seré yo quien contradiga opiniones que ratifica el sentido común; no obstante, la persona que por su esfuerzo ha ganado tal tipo de superioridad corre el peligro de convertirse en una maquinita un tanto repelente, por no decir que puede ser tomada por la soberbia y el orgullo desmedidos. Corre el riesgo de compararse con aquellos que no han conseguido nada, con ésos cuya vida les ha llevado de un lado u otro, sin rumbo fijo, a la deriva, y sentir una secreta alegría en su interior. Ellos, los que merecidamente han conseguido sus propósitos, son los superiores: han triunfado; los otros, los que no han logrado meta alguna, son los fatuos, los deshechos. A estos últimos se les consiente porque despiertan lástima y se les educa con el ejemplo correcto, con las buenas prácticas de etiqueta que son espejo donde mirarse; a los fatuos, en fin, se les tolera por un exceso de benignidad. Yo he conocido máquinas despiadadas que no se han permitido ni una leve distracción, seres repulsivos hasta por el forro, y soportar su compañía no fue agradable; eran trepas sin escrúpulos capaces de vender hasta a su madre por escalar algunos peldaños.
Quizá sea excesiva esta consideración, porque aunque exista tal riesgo, no necesariamente la persona de voluntad firme ha de caer en él. Pero no deja de ser cierto que bastantes de estos elementos voluntariosos están tan centrados en sí mismos, son tan ordenados y constantes, que a un observador imparcial le podría parecer que establecen un culto desmedido a su yo, ante el cual gira el mundo, lo divino y lo humano; son el centro, lo saben y lo hacen saber, por eso son superiores; egolatría lo llaman algunos. Su porte suele ser estólido (aunque si son inteligentes intentan disfrazarlo), y cuando se acercan a ti lo hacen por interés, para sacarte algo que ellos creen que tú tienes; nunca lo harán de manera desinteresada, por altruismo, para ayudar. Es posible que piensen que tales devaneos con el desinterés les harían perder parte de su precioso tiempo, y siempre hay algo más importante que hacer. El orden da coherencia a la vida, regula el gesto más nimio, desde la hora de levantarse hasta la forma de cepillarse los de dientes; lo que se ha de pensar, de leer, lo que se ha de sentir, y la ponderación de personas, tiempos y lugares. Un prójimo, sometámoslo a análisis: «¿Lo puedo utilizar? —se dice el máquina— ¿Sirve para que yo me enriquezca en algo? ¿Facilita la consecución de mis objetivos? No, ¡pues fuera! Sí, ¡adelante, acerquémonos!».
Quizá sean hombres superiores los de la guisa expuesta; no discuto al psiquiatra. Tal vez lo sean. Pero, en realidad, esta no es la cuestión. La cuestión es que son gente impostada, y esto sin necesidad de llegar a la caricatura. Vayamos por partes: Voluntad férrea, sí; orden, sí; constancia, sí; algo bueno se habrá conseguido con estas adquisiciones. Pero no lo importante, no lo esencial. A estos individuos aún les faltarían dos notas de carácter para que fueran realmente superiores: la pasión y la cordialidad. El autor del libro pasa sobre ellas como sobre carbones encendidos; las nombra, las considera, pero no las dialectiza lo suficiente, menos aún baja al mundo ejecutivo para suministrar ejemplos sobrados, estrategias, modos de encarnarlas, hábitos de vida. Es cierto que el autor llega a decir en algún lugar que la pasión por llegar a donde uno se ha propuesto es lo que late en el fondo de la voluntad, pero no deja de ser penosa tal verborrea sino matiza los contrapesos, pues refuerza la impresión de máquina que pueden causarnos este tipo de sujetos.
Por la pasión uno se entrega a una finalidad que está por encima de él; sale de sí y encamina la voluntad a la consecución de objetivos más altos que los de la mera contemplación de su ombligo. Al rebasarse un hombre a sí mismo en aras de un ideal superior, se anula; pero a la vez, y paradójicamente, se encuentra porque hace entrega de sí a la trascendencia: su vida la convierte en una misión apasionada. Por otro lado, lo que no deja de ser importante, ese paradójico olvido de sí le impide caer en la soberbia. Y si de pasión hablamos, ésta, por su misma naturaleza, está poseída por el exceso, por lo que puede desembocar en la locura, en la pérdida de realidad, en el olvido, y no sólo de uno mismo, sino del otro. La pasión tiene sus peligros, y podemos encontrar al hombre apasionado, profético, farisaico, que se inviste de mesianismo y le da por ordenar la vida de sus allegados y, por derivación, la del mundo en su totalidad. Por eso, la pasión ha de ser contrarrestada con la benevolencia, la cordialidad, que es otra de las formas de llamar al amor, aunque más suave, menos incisiva. La prefiero porque ya implica un punto de moderación que el amor en sí mismo, en sus grados extremos, no posee. La cordialidad modera los excesos de la pasión. Una vida entregada con pasión a un ideal que la rebasa, por definición, es una vida noble, y añadiría: es una vida con un destino verdadero. A la inteligencia fría, calculadora y calculante, la pasión añade el fuego del corazón, un gramo de locura y sin razón. Así la vida se ilusiona. Pero no nos confundamos: no olvidemos la referencia a lo cordial; a la postre, lo fundamental. La cordialidad pondera la verdad del otro —su existencia como diferente a la mía—, lo hace relevante en mi vida y me lleva a considerarlo un fin en sí mismo y no un medio; lo dignifica, lo vuelve importante, lo inviste de significado: lo convierte en mi semejante. Ese mundo en el que surge el amor fraterno, en el que el otro es mi hermano pues posee una dignidad igual a la mía, se vuelve más agradable y se hace humano de verdad; deja de ser un espacio de lucha competitiva y la ley de la jungla que antes imperaba en él se trueca en motivo para la cooperación y la celebración.

(continuará...)

                              Todos los derechos reservados.

                              Jesús Cánovas Martínez©

jueves, 14 de agosto de 2014

DE AMICITIA (7ª parte)



DE AMICITIA (7ª parte)



7

Al acabar de tomar el último bocado, siento soñarrera. Entre los seis hemos dado cuenta de las dos botellas de vino; no es mucha cantidad, pero a esta ingesta hay que sumarle las cervezas de los preliminares (tampoco he dormido lo suficiente la última noche, apenas cuatro horas y mal). Dejo hablando a los demás y me dirijo a una de las hamacas que hay junto a la piscina. Me tumbo todo lo largo que soy encima de la lona con listas azules y blancas. Cierro los ojos. Me invade el cansancio y pronto entro en un estado de duermevela. Sin embargo, aunque quiero, no puedo dormir; la apnea me lo impide. La apnea dichosa lleva una larga temporada que no me deja dormir, esto es, vivir: Al entrar en un estado de sueño profundo, me interrumpo con una parada respiratoria y enseguida me espabilo; vuelve a vencerme el cansancio y me ensoñisco otra vez, pero de nuevo surte otra parada, y se frustra el intento de dormir. Así ocurre ahora: Pretendo dormir; no lo consigo, me da rabia. «He tenido la mala suerte de que me ha tocado —me digo—. Si me hubieran construido mejor yo no tendría este problema. Me pasa por tener una mandíbula demasiado chica, el cuello gordo, descolgado el paladar y una hipertrofia de cornetes, ¡bah! A mi padre le ocurría igual; no podía dormir, y se pasaba el día y la noche de cama en cama intentándolo. Pero en aquella época no se conocían este tipo de dolencias; no se sabía que existía eso, la apnea, y a quien tenía este problema se le llamaba simplemente roncador. “Yo ronco mucho”, solía decir mi padre.» Al cavilar de esta forma, sin abrir la boca, estiro la mandíbula lo que puedo, hacia adelante a la vez que hacia abajo, y noto cómo el aire pasa por las vías altas con menos dificultad; dejo la mandíbula en su posición normal y noto cómo le cuesta pasar. Sin pretenderlo, casi de forma inconsciente, hago este movimiento varias veces; estiro la mandíbula hacia adelante y abajo, y luego la vuelvo a su posición. «¡Bah, qué mierda! ¡Puta apnea! ¡Si tengo la barbilla metida en el esófago! —con sonoridad, exclamo en mi interior— ¡No me extraña que se me atasque el galillo y hasta los cojones!».
La noche es muy agradable; no corre viento. Oigo hablar a los otros mientras chapotean en la piscina. Han debido meterse mientras yo me debatía, entre especulaciones, paradas y ronquidos, con el sueño. No los veo, tengo los ojos cerrados; pero los oigo. Paco, entre chapoteos, cuenta una anécdota sobre una familia de animales que vive en la población donde trabaja; una nueva.
—Han oído hablar —le oigo decir— de nombres raros, rusos, americanos, de esos, y decidieron ponerle a la hija Joseline, porque les pareció bonito. El problema es que como no saben escribir le pusieron Lloselín, con elle.
Oigo las risas; son risas sanas y frescas; no albergan ninguna animadversión contra nadie.
—Pero en el registro no se lo permitirían —objeta Ana.
—No sé si se lo permitieron o no —dice Paco—, el caso es que la cría va escribiendo su nombre como Lloselín.
Ríen de nuevo. Abro un ojo y de refilón los veo dentro de la piscina, como desvaídos. Hay cuatro en la parte donde se hace pie, cerca de las hamacas. Paco está en el centro y muy cerca de él se encuentra Pepe. Ana y Blanca están situadas en los bordes, una a cada lado; se sujetan con las manos en las bardizas y pedalean con los pies. Falta Encarna.
—¿El padre de la Lloselín es El Pirsin? —pregunta Ana.
A este personaje, muy significativo en el entorno social del campo de Cartagena, le llaman así por la cantidad de tatuajes y piercings que le adornan orejas, cutis, brazos, pecho, espalda y resto anatómico por el que hay piel.
—Sí, creo que sí; creo que así lo llaman —responde Paco—. ¿Cómo lo sabes? —pregunta.
—Mi hermana la tuvo a la Lloselín de alumna y conoce a la familia. El Pirsin es de aquí, de Los Belones, y aunque se fue del pueblo, su fama ha trascendido.
—¡Aing! ¡Aing! —exclama Paco y se echa las dos manos a la cabeza— ¡No me digas! ¡Cuenta!
—¡Vaya elemento! —exclama Ana—. Lo metieron en la cárcel por apuñalar a un novio de su hermana. La cosa no tuvo mayores consecuencias, pero tuvo que pasar unos meses a la sombra.
—¡Vaya! ¿De verdad?, no lo sabía —dice Paco.
—Fue algo muy sonado. El novio de la hermana era un sinvergüenza; un camello, creo —dice Ana—. ¡Ellos sabrán que negocios se traían! Tuvieron una riña en un bar, no se sabe si por la hermana o por la droga; el caso es que cuando echaron mano a las navajas El Pirsin fue más rápido y al otro le dio un pinchazo en un glúteo —explica Ana.
—¿En un glúteo? ¿En el culo?... —pregunta Paco con fingida sorpresa, se da palmaditas y ríe—. ¡Aing!
Desde mi posición, con los ojos entrecerrados, los veo agitarse. Oigo el chapoteo del agua. Las risas.
—Así fue. Nada de importancia, aunque lo enchironaron—continúa Ana—. La gente del pueblo se compadeció de su situación, pues El Pirsin, aunque un cabeza loca, no es mala persona y trabaja donde lo llaman, aquí, allí —manotea Ana señalando diferentes lugares del espacio—, e hicieron una colecta para ayudarle en la cárcel. Cuando salió se compró con ese dinero una cadena de oro... ¡así de gorda! —Ana incide en esa expresión: así de gorda, y pone su dedo índice delante de sus ojos de forma horizontal—, con cruz incluida. ¡Y por ahí va con la cadena y la cruz!
Oigo las risas otra vez. Pero siento un crujir a mi derecha, y con el rabillo del ojo veo a Encarna que se tumba a mi lado en la otra hamaca, silenciosa. Desde algún lugar se ha deslizado.
Los de la piscina se percatan del movimiento de Encarna.
—¡Mira, ahora la otra se va con Jesús! —exclama Paco.
—En vez de meterse al agua, ¡con lo buena que está! —dice Pepe.
—Vosotros seguid, que no me apetece —se disculpa Encarna.
—¿No te metes tú, Jesús? —me pregunta Pepe—. Sé que estás con un ojo abierto.
Por lo visto, es el momento de dar explicaciones.
—Me encuentro mal —digo, y oigo una voz pastosa, la mía—: He dormido mal esta noche pasada y no tengo el cuerpo jota.
—¿Cómo que no te metes? —insiste Blanca.
—No me encuentro bien —repito, y me incorporo un poco con el fin de mostrar galantería. Lo último que me apetece es meterme en el agua. —Yo disfruto viéndoos disfrutar. Seguid, seguid…
—Está muy buena; ahora está calentísima —hace notar Pepe.
—¡Que disfrutéis! —termino por zanjar y me dejo caer en la hamaca. Cierro los ojos.
Pero Blanca no se queda muy convencida, parece.
—¡A ver si a ésos dos les da frío! —le oigo decir a Blanca—. ¡Vamos a echarles por encima una toalla o algo!
—¡Al cuello se lo tenías que echar!
Ha sido Pepe.
 Sale Blanca de la piscina y se acerca a las hamacas. Oigo su rumor, el resbalar del agua por su cuerpo.
 —¿Os echo algo por encima? —pregunta Blanca. Está casi encima de mí. Noto su aliento.
—Sí, Blanca, por favor, échame encima una toalla si puedes —le pido sin abrir los ojos.
Al poco me arrebuja con una toalla. Siento un agradable calorcillo por el cuerpo. El relente ya se empieza a notar.
—Encarna, ¿tienes frío? —oigo que le pregunta Blanca a Encarna.
—No, no mucho —contesta Encarna.
—Lleva cuidado no te refríes; los resfriados de verano no son buenos. Si quieres te pongo algo encima como a Jesús.
Y entonces oigo a Paco desde la profundidad de la piscina:
—¡Tápate, hija, no te me vayas a poner enferma, que sólo faltaba eso!
Oigo un ligero chapoteo y la risilla de Paco.
—Bueno, sí, ponme algo —concede Encarna.
Blanca, solícita, le pone a Encarna algo por encima, no sé; sigo sin abrir los ojos. Supongo que también una toalla, al igual que antes lo ha hecho conmigo.
—Gracias —dice Encarna.
—No hay de qué.
—Estos como se descuiden cogen algo —dice Blanca a los otros—. Se nota ya un poco de relente.
Blanca no vuelve a la piscina. Se seca y se introduce en la casa. Los otros siguen hablando. Cuentan anécdotas, chistes, qué se yo. Es a Paco a quien más se le oye.
Sigo sus chascarrillos, con la oreja puesta. Los oigo hablar a retazos, a veces como muy distantes. Me esfuerzo en oírlos; sus voces van y vienen, como si provinieran de una frecuencia mal sintonizada y hubiera que estar ajustando el dial una vez y otra. Me esfuerzo en seguir oyéndolos… pero, sin darme cuenta, desconecto.

(continuará...)

                              Todos los derechos reservados.
                              Jesús Cánovas Martínez©