martes, 19 de agosto de 2014

DE AMICITIA (9ª parte)

DE AMICITIA (9ª parte)



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En fin, soñar no cuesta, pero a algunos que sostienen un discurso demasiado burgués, sea el psiquiatra ese o cualquier otro, yo los soltaría por Lo Campano para que hablaran con más propiedad.
Todos los hombres, llegado un determinado momento de su vida —mejor antes que tarde—, deberían hacer un ejercicio de clarificación: precisar hacia dónde se dirigen, qué persiguen, qué quieren. Deben de perfilar de manera muy nítida cuál es el gran objetivo que les mueve a seguir adelante. Vivir, ¿para qué? Somos humanos. Frente a tanta particularidad o distracción, ¿qué merece la pena? Quizá muchas cosas, pero una entre ellas ha de ser la fundamental, ante la cual el resto se supedita y ordena. ¿Cuál es el sentido de nuestra vida? Si queremos ser felices deberemos responder a esa pregunta. La benevolencia que el amor imprime puede ser una pista adecuada.
Felipe Carbonell había dado respuesta a la pregunta por el sentido. Así me lo confesó una tarde de hace muchos años en una cafetería: «El sentido de la vida es Dios».
Carbonell y yo fuimos compañeros de trabajo. Un curso coincidimos en las horas de las guardias y tuvimos que mantener conversaciones frecuentes en razón de la proximidad; congeniamos. Carbonell era un hombre de iglesia y comprometido —tenía fama de escrupuloso—; pertenecía a una asociación benéfica de ayuda a los huérfanos, y fuera del trabajo su tiempo lo repartía entre su familia y, como él decía, no sin cierta ironía, sus deberes píos. Creía en lo que hacía y cuando me hablaba de ello —con pocos compañeros se sinceraba— le recorría el entusiasmo. Se le notaba, tenía pasión por vivir: había encontrado el sentido de la vida.
Aquella tarde, después de un claustro terrorífico, decidimos tomar una copa para olvidar las estupideces oídas. No sé por qué la conversación derivó hacia el tema en cuestión, el del sentido. Le hice una observación que pretendía ser graciosa acerca del modo cómo vivía. Aquella broma tiró de su lengua y desencadenó una confidencia de la que todavía me acuerdo.
 Para Carbonell las cosas estaban muy claras. Pensaba de forma un tanto parecida al psiquiatra, aunque con matices importantes. Gran parte, por no decir todo lo que le ocurre a una persona se debe a ella misma, al hecho de haber clarificado sus objetivos en la vida y poner en ejercicio su voluntad para conseguirlos, o no haberlo hecho: al acierto en sus decisiones, a su modo de conducirse; la veleta o el hombre, pues. Me habló de sus convicciones cristianas con firmeza, sin doblez. Me dijo que es difícil creer el mensaje cristiano debido a la maravilla del mismo: Dios se ha encarnado y hecho uno de nosotros para nuestra salvación. Asimilar esta verdad, sea por su audacia o su novedad, no es moco de pavo para la inteligencia. Hay que sentirla con el corazón. Supone un golpe capaz de noquear al más pintado. Por eso Carbonell entendía la incredulidad de algunos; un hombre que se pone a pensar con frialdad en este particular termina desconcertado. Sin embargo, para el hombre desarraigado, carente de asideros, para aquel que ya ha sufrido un fuerte envite de la vida y se percata del mal en sus propias carnes, de su terrible mordida, y siente el vacío, la angustia, la soledad, tal cuestión adquiere profundidad, coherencia: comienza a revelársele. Si todos los seres humanos fueran autosuficientes y se bastaran a sí mismos para darse la felicidad y la vida, el mensaje cristiano causaría risa; pero, claro, esto no es así. Vano es consolarse diciendo que se tiene lo que no se tiene o aparentando una felicidad que no existe; alguien dice que no le falta nada y es feliz, pero miente. Es ridículo no reconocer la propia miseria. Ahí está siempre, y nos ofende los ojos: se ofrece a sí misma de forma impúdica. Así que el hombre que reconoce su propia inanidad, si es inteligente de veras, evita caer en el absurdo: sale de sí y busca a Dios. La sorpresa es que Dios se ha hecho uno como él y viene a su encuentro para curarle las heridas. «No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos», ha dicho Jesús. ¿Y no es esto maravilloso?
Carbonell, entregado a su llaneza, insistió en su manera de ver las cosas. Todo el esfuerzo que podamos hacer para nuestra realización, ya lo ha hecho Dios; y esto por una sencilla razón: porque Dios es la realización. Jesucristo en los evangelios se define como el Camino, la Verdad y la Vida. ¿Más claro aún? Nuestro trabajo, el esfuerzo o la elección que podamos realizar en la vida, resulta tan sencillo y, a la vez, tan complicado, como abrir la puerta de nuestra casa a Dios. Dios ha sufrido y muerto por nosotros; por tanto, nos evita el sufrimiento superfluo, nos consuela en el necesario (para Carbonell no se trataba de sufrir, desmintiendo cierto tenebrismo en el que suelen caer algunos católicos, sino de vivir). Este mensaje es el del ganador: el de la Vida. Pero nosotros, los hombres, cegados por nuestra mezquindad, seducidos por el espejismo de lo inane, nos empeñamos en trastocarlo y oscurecerlo, manipularlo, rebajarlo, ensuciarlo. A veces los hombres tenemos motivos para darnos asco.
—Te admiro —le dije sinceramente.
Carbonell era un buen hombre, vivía con coherencia y no decía nada que no sintiera. Hice chocar los cubitos de hielo en mi vaso y le hablé de mí. «Quien posee una fe sincera, y de acuerdo con ella rige su vida, es especial; por donde pasa hay que quitarse el sombrero y besar la tierra», le dije. Luego le ponderé mis dudas, le insistí en mi cobardía y afirmé que las opciones de sentido son viscerales, difíciles de clarificar: «Nuestro ser tiene zonas oscuras que no se dejan iluminar por la luz de la razón», expresé. No nos conocemos lo suficiente, por lo cual muchas veces no sabemos qué vamos a elegir o hacer hasta que no lo realizamos de hecho. ¿Un signo de inmadurez? Quizá, pero quien crea que se conoce es un insensato. Yo sentía que mi vida podría haber sido de otro modo a como actualmente era. No me arrepentía de nada (o, tal vez, de mucho), pues en mi trayectoria vital había intentado conducirme de manera honesta: no hacer daño a nadie, favorecer a cualquiera siempre que me fuera posible, no difamar, no envidiar, tolerar al máximo. Pero había algo que no me dejaba tranquilo.
Llamé al camarero. Pedí dos nuevas copas.
—Lo mismo —le dije al camarero—. Bacardi con coca-cola.
—Un botellín de agua —pidió Carbonell. Y dirigiéndose a mí, precisó—: Para mí, más de una copa es excesivo.
Me mordí la lengua y no le dije que era un estrecho.

(continuará...)

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                              Jesús Cánovas Martínez©

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