jueves, 25 de septiembre de 2014

DE AMICITIA (21ª parte)

DE AMICITIA (21ª parte)



21

La Luna, desde que la vimos aparecer, ha hecho un arco amplísimo en el cielo. Rasgan el silencio de la noche el canto de los grillos. Se nota un leve fresquillo que anuncia la pronta madrugada.
Ana y Pepe han salido a despedirnos y nos acompañan hasta los coches que esperan adormilados en la calle. Intercambiamos unas palabras, le doy un beso a Ana y un apretón de manos a Pepe; Blanca, por su parte, a la inversa, le da un beso a Pepe y otro a Ana. Luego doy un beso a Encarna y un apretón a Paco; Blanca le da un beso a Paco y un beso a Encarna. A su vez, Pepe le da un apretón a Paco y un beso a Encarna; Ana le da un beso a Encarna y un beso a Paco. Hemos cumplido con la cortesía. Si fuéramos franceses el ritual sería más complejo, pues tendríamos que estampar los besos en número impar, más de uno pero menos de cuatro, lo que a estas horas tan avanzadas podría plantear serios problemas de cálculo.
—Nos vemos —decimos.
—Nos vemos—nos dicen.
—Buenas noches —decimos.
—Buenas noches —nos dicen.
Subimos a nuestro coche. Paco y Encarna lo hacen en el suyo. Nos colocamos los cinturones. Nuestros anfitriones se dan la vuelta y caminan hacia su casa. Introduzco la llave en el contacto y enciendo el motor. El vehículo vomita un rugido. Embrago y pongo primera, giro el volante. Suelto poco a poco el embrague, piso con suavidad el acelerador y el automóvil se pone en marcha.
—El Paco ese, cómo casca —le digo a Blanca, cuando enfilo la carretera, de regreso—. Madre mía, ¿a qué hora llegaron? ¿A las nueve y media?, ¿a la diez?... Son las cinco y pico de la mañana; han pasado ocho horas y no ha parado de hablar ni un momento. Este tipo de vitalidad comienza a sorprenderme.
—¡Mira quién habló! —exclama Blanca, y me mira con sorna—: ¡Quién se ha pasado toda la noche durmiendo!
—No he dormido —me disculpo—. Es por lo de la apnea, nena; no duermo, no descanso, pero me entero de todo.
—¿No me digas?
—Voy fundido; yo no puedo seguir así.
Blanca me echa una mirada de las suyas.
—Adelgaza —dice—; ya te lo ha dicho Luisa: mejorarías bastante. —Luisa es nuestra médico de cabecera; joven, cariñosa, con gran ilusión por la profesión, muy placebo—. Debías haberte puesto a régimen hace tiempo. La próxima vez que la vea le voy a decir que comes como un glotón y fumas —amenaza.
—¿Sí? ¿No serás capaz? —pregunto alarmado—. Esta noche no he fumado —especifico.
—¡Ya lo creo! No pasará mucho tiempo, ¡verás! —dice. Y añade—: Esta noche no has fumado porque nadie ha sacado tabaco.
—¿Por qué tienes que ser tan chivata? —le pregunto.
—Chivata, ¿eh? —se sulfura—. ¡Con que chivata!
—¡Sí, chivata! Tú también fumas y se lo diré si tú se lo dices.
—¡Pero yo no tengo los problemas que tienes tú! —me corta rápido.
—Bueno, tampoco es tan grave, un día es un día —digo, conciliador.
—Y dos días son dos días y tres son tres. Comes como un glotón, bebes como un cosaco y fumas como un carretero —recalca—. Pasa el tiempo y no haces nada por tu salud —me recrimina.
—El tiempo, el tiempo… ¡bah! —digo—. Todos los tiempos están en el tiempo.
—No te pongas críptico, anda.
—Yo me entiendo.
—Tú, sí; pero los demás, no —dice Blanca con tono de severidad, cambiando el sentido de sus regañinas—. Lo que has hecho esta noche es una descortesía. A veces pienso que no estás bien de la cabeza.
—No me riñas, nena —le digo—. Son amigos; hay confianza —le digo, sin dejar de mirar hacia la carretera—. Estaba cansado, tenía sueño; eso es todo —vuelvo a explicar—. Y luego me apeteció hablar.
—Lo que no entiendo es por qué eres tan bocazas —me recrimina Blanca—. Cuando te desmadras te conviertes en un auténtico baboso. Después sacas la paranoia y dices: «¡Van a por mí! ¡Cuántos enemigos tengo!».
—Blanca, hable o no hable; esté en mi sitio o no, me salen enemigos de debajo de las piedras. Esa condición está subrayada en mi horóscopo con letras mayúsculas.
—¡Deja el horóscopo! ¡Sé más prudente! ¿Por qué no lo eres?
—¡Bah! —suelto. Y añado—: Por un desahogo de nada no hay que ponerse así... ¡Bah! Y eso que no he hablado de El Gnomo Sodomita... ¡Bah!...
—¿El Gnomo Sodomita? —pregunta Blanca vívidamente.
—Un pedazo maricón que mide menos de dos palmos de altura, un metro treinta y cinco, o por ahí —explico—, que hace tiempo vino huyendo de un valle minero de Asturias a estas latitudes del sur. Después de arruinar al suegro y colgar a la mujer y los hijos anda por ahí alcoholizándose, dando sablazos y hablando mal de todo el mundo por su boquita de piñón. —Miro a Blanca con el rabillo del ojo, y añado—: Y va de poeta, de los sublimes supongo. Tú lo conoces.
—¡Estoy cada día más harta de la poesía! ¡Cómo eres, Jesús! —exclama Blanca—. No deberías hablar así de la gente. Tendrías que dulcificar tu carácter y te iría mejor.
—¡Digo la verdad! —profiero, elevando la voz—. ¡Bah! Si esa mierda de gente no me hubiera atacado a lo rastrero y de forma tan brutal, yo no respondería, Blanca, ni tendría la cabeza comida por pensamientos que me hacen daño... ¡Ah!, el carácter lo tengo dulce con quien lo merece... ¡Bah!...
—¡Tú mismo!
—¡Sí, yo mismo! —exclamo—. ¡Que se hubieran metido la lengua en el culo! ¿Quién arregla ahora las consecuencias?
—Debes ser discreto.
—¡Lo soy! —afirmo, vehemente.
—¿Pero qué dices? —pregunta Blanca con incredulidad.
Pienso para mi coleto que, a pesar de que las vidas de cierto tipo de personajillos resultan tan interesantes y se les puede sacar punta desde un punto de vista literario, no he movido ficha al respecto.
—No me habrás oído hablar de Pancracio Panderetas... ¡bah!... ni del señor Bocaburro... ni...
—Se te ve mucho, Jesús —me corta Blanca.
—A mi pesar, créeme... —digo. Y apostillo—: Que se me vea o no se me vea, no justifica a nadie para minar mi honor.
—¡Estás viejo! —me replica Blanca.
La miro para decirle:
—¡Oye, niña, un respeto a las canas! Yo hablaba de Paco.
Blanca no quiere entrar en discusiones conmigo; esta noche, no. Ella también está cansada y concede una tregua a la paz.
—Paco no tiene problema en darle a la singüeso, una suerte —dice Blanca, declinando la pugna, con un ligero mohín.
—Lo mismo lleva más de un mes sin hablar con nadie —digo al cabo de un rato, con malicia—. ¿No se ha quejado de que en donde vive apenas si hay gente?
—Yo creo que más bien es porque está acostumbrado a hablar —me corrige Blanca—. Debe tratar al cabo del día con mucha gente. Ése es su trabajo.
Guardo silencio, miro a Blanca, luego giro los ojos hacia la carretera, aminoro la marcha del coche y vuelvo a mirar a Blanca. Le digo:
—Blanca, esta noche ha habido un momento que he tenido ganas de llorar.
—Lo sé —dice, y me devuelve la mirada; es dulce. Parece que ha desaparecido su enfado. Me pone una de sus manos sobre el muslo.

Trago saliva. Siento una ligera erección. Me reprocho interiormente mi forma de ser; he nacido así y a veces me cuesta trabajo soportarme, ¡puta mierda de tío! Cuando conozco a alguien lo primero que percibo son sus defectos, no puedo remediarlo; luego, haciendo esfuerzos de caridad, le reconozco las virtudes. La pareja que esta noche hemos conocido son dos buenas personas y pretenden lo que pretende todo el mundo: vivir, tener amigos, ser felices. No hay nada que objetar a ello. Estoy seguro de que en el futuro nos llevaremos bien. Pero, al discurrir de esta manera, desde algún fondo me llega a las mientes un pensamiento perturbador: «Lo mismo Ana les había comentado con anterioridad que soy poeta, un hombre sensible, exquisito y todo eso, y de cara a las opiniones vertidas durante la noche se han llevado una desilusión como una catedral; lo mismo he defraudado las nobles expectativas que habían puesto en mí; lo mismo se han llevado un fiasco como la copa de un pino; lo mismo en vez de a un poeta han encontrado un animal; lo mismo se han asustado; lo mismo... ¡Bah!... ¡Bah!... ¡Puede ser!... ¡La cagaste burlancáster!...». Así discurro, pero vengo a añadir: «Bueno, si Ana quería exhibirme como mono de feria, ella se lo ha buscado...». Advierto que me encuentro mal; una sensación de culpa me abate y se apodera de mí, otra vez. «Ana, lo siento de veras», balbuceo en mi interior, y le envío a mi amiga una serie de efluvios positivos junto a mis disculpas; estoy muy compungido... ¡No es suficiente! ¡No es suficiente! ¿Cómo he podido ser tan bruto?... Me ahogo entre los reproches que lanzo contra mí mismo. Y de inmediato rememoro una vieja anécdota de mi adolescencia. Fue cuando mi padre amenazó con prender fuego al bloque de pisos donde vivíamos. La vecina de enfrente, viuda, y con dos hijas solteronas que trabajaban a destajo limpiando casas, le dijo, desventurada: «Señor Jesús, no prenda usted fuego, que nosotras somos pobres mujeres trabajadoras y hemos comprado el piso con mucho sacrificio».
Sin embargo, a pesar de los pesares, incluso con esa sensación de culpa y estos últimos pensamientos y recuerdos que me asolan, en el futuro, me digo, estoy seguro, nos llevaremos bien. «Nos llevaremos bien», me repito. Y rompo el momentáneo silencio cuando le digo a Blanca:
—Encarna, sin embargo, qué callada es.
—Como mujer, es mucho más discreta —afirma Blanca—. Me cae bien.
—A mí también —digo—. De Encarna, me quedo con su dulzura; de Paco, con su histrionismo y su memoria prodigiosa; nos ha hecho reír con ganas. Me caen bien los dos. —Callo. Me concentro en la conducción. Pienso que para habernos juntado dos Virgo, dos Aries, un Acuario y un Escorpión, la reunión no ha salido mal. Y sin transición entre un pensamiento y otro, por sorpresa va y se me configura un relato; viene hacia mí, me impacta: pienso en su inicio, en sus personajes, en algún tipo de acción, en las ideas que circularán por él, en las palabras... en las palabras... Me deleito; lo visualizo. Al poco, le guiño un ojo a Blanca, y le pregunto—: ¿Rezamos un rosario?
A pesar del ronroneo del motor del automóvil, mientras vamos de regreso a casa, se escuchan los grillos, su canción alegre en la noche de verano.

AQUÍ TERMINA “DE AMICITIA”, UN RELATO CASI VERÍDICO.

Todos los derechos reservados.

                              Jesús Cánovas Martínez©

martes, 23 de septiembre de 2014

DE AMICITIA (20ª parte)

DE AMICITIA (20ª parte)




20

Ante mis dudas y vacilaciones, coge la palabra Blanca, y pregunta:
—¿Seguirá en pie la casa? Desde que murió no hemos vuelto por allí.
—Sí, pero a mí me parece que allí no vive nadie —responde Paco—. Las plantas han crecido de tal manera que se la están comiendo. En el jardín sólo hay gatos y no quiero pensar en las ratas.
—¡Qué asco! —exclama Blanca.
—Seguramente, cuando él murió, la mujer se fue a vivir con alguno de los hijos —dice Paco.
—Lo más probable —refiere Blanca—. Pero parece mentira que un hombre tan amable viviera en una casa tan tétrica. La tenían muy abandonada; en el piso de arriba eran visibles las grietas.
—Le escribí un poema a la casa —intervengo—, Villa Lolita, pues me dejó una fuerte impresión contemplarla de noche, una vez que llevábamos a acostar a Leopoldo. Esa fue la primera vez que lo acostamos; después llegaron otras.
—¿Te acuerdas del poema? —me pregunta Ana.
—No, lo siento —le respondo a Ana—. No recuerdo ninguno de los poemas que he escrito. Ni siquiera recuerdo unos haikus que compuse en un homenaje que le hicimos.
—¿Qué habrá sido de esa familia? —vuelve a preguntar Paco—. No sé si compraron una casa en Cartagena y la mujer vive con el hijo; algo he oído hablar. Recuerdo que los hijos eran muy independientes, y que cada uno iba por su lado.
—Desde luego, la mujer y él eran caracteres totalmente diferentes —dice Blanca—. Leopoldo era extravertido y le gustaba relacionarse; la mujer debía de ser muy tímida. A los hijos llegamos a tratarlos muy poco, pero nos quedó la impresión de que eran un tanto originales.
—A veces la independencia necesita pagar sus peajes —añado, y me doy cuenta de que la frase me ha salido algo pedantilla.
—¡Y qué no! —dice Ana con viveza.
—Eso, y qué no —otorgo.
—Bueno, lo importante es que Leopoldo era un hombre muy querido —dice Paco.
—Resulta curioso —digo—, y es algo que me ha dado en qué pensar, que a su entierro fueron menos personas de las que yo esperaba. No digo que en el entierro no hubiera gente, porque la había; lo que digo es que había menos poetas de los que cabría esperar, y eso que Leopoldo se desvivía por todo el mundo.
—Es un índice de cómo anda el patio —dice Ana.
—¡Para que veas! —exclamo.
—Es la triste condición humana, por lo que habéis dicho antes —afirma Paco.
—¡El muerto al hoyo y el vivo al bollo! —expresa Pepe.
—Recuerdo el día de su entierro —digo—. En la iglesia había bancos vacíos, y sólo nos encontrábamos un pequeño grupo de poetas amigos. Recuerdo a una nietecica suya, cómo subió al estrado a leer y la pasada de llorar que se dio, ¡pobrecica! Se interrumpió la niña a mitad de la lectura y lloró desconsoladamente. A mí me conmovió. ¿Recuerdas, Blanca?
—Sí, a mí me dieron ganas de llorar también; parecía que todo el dolor por la pérdida se había concentrado en aquella niña —dice Blanca, y agrega—: Le debemos una visita al cementerio. Le tenemos prometido unos gladiolos.
—¿Unos gladiolos? —pregunta Paco sorprendido.
—Era su flor preferida —precisa Blanca.
—Tenemos que preguntar antes dónde está su tumba —digo.
—¿Es que no sabéis donde se encuentra? —vuelve a preguntar Paco.
—No —le respondo—. Después de la misa de funeral, nos fuimos a tributarle homenaje y nos tomamos unas cervezas a su salud, tal y como él se merecía y le hubiera gustado. —Me quedo pensando un momento sobre lo que he dicho, y añado—: Bueno, a su salud, no; a su recuerdo, a su huella imperecedera entre nosotros, los poetas. —Y alzo la voz, al tiempo que me levanto y elevo mi vaso, casi vacío, de mojito—: ¡Por Leopoldo! ¡Por la poesía! ¡Por el whisky! ¡Por la amistad!
—Jesús, sin melodramas —me reconviene Blanca.
Pero los otros me corean, poniéndose en pie, elevando y entrechocando sus vasos.
—¡Por la amistad! —dicen.
Y, Blanca, con su vaso vacío, no tiene más remedio que sumarse al brindis. Ella no, pero los demás llevamos los vasos para el coleto y apuramos el poco líquido que les queda en el interior. Después, pregunta Encarna:
—¿No se nos olvida algo?
La coge rápido Pepe, y dice:
—Y los mojitos, ¿qué?
—Eso, los mojitos, ¿es que no vamos a brindar por los mojitos? —espeta Paco.
—¡Por los mojitos! —exclamo, y elevo otra vez el vaso, ahora irremediablemente vacío, y son otros cinco vasos vacíos los que se estrellan contra él.
—¡Por los mojitos de Pepe! —exclama la tropa.
—Hay quien ha muerto y antes, consciente de que nadie regresa para saldar deudas, ha dejado unas rondas pagadas en el bar para los amigos —dice Paco, pasada la momentánea euforia.
—El alboroque —precisa Ana.
—Es una pena que se vayan perdiendo las buenas costumbres —dice Paco, y suspira.
Atento a los resquicios, pregunta Pepe:
—¿Unas cinticas?
—¡Ni hablar! —prohíbe Ana, categórica.
—¡Sólo unas gotas para endulzar la boca! —insiste Pepe, con los ojillos brillantes.
—¡Ni hablar, Pepe! ¡A ti no te sienta bien! ¡Esta noche se ha terminado la bebida! —zanja Ana.
Paco toma la palabra y comienza a referir anécdotas de funerales y muertos; su memoria baja hasta el detalle minucioso y, cuando relata los hechos, tiene tal don en la lengua que parece que casi los ves. Pronto comienza a hablar de otros temas; salta de lo verídico a lo verosímil, y cuenta chistes, anécdotas, habla de sus viajes. Dice que en California trabajó de repartidor de helados junto a un negro que tenía los labios como dos colchonetas; cuenta la aventura del ladrón de un mapache, y con gestos describe lo trasquilados que salieron, el ladrón y el automóvil donde metió al bicho; se multiplica al referir lances acerca de la tontuna humana. «Líbranos, Señor, de los imbéciles: Hacen más daño que un saco de bombas.» Nos pilla la atención y desata nuestra hilaridad; su forma de contar, los gestos que realiza, las muecas en que se apoya son como una especie de chirridos o estridulos bajo la calma que desde el cielo nocturno desciende hasta el pequeño grupo que formamos. Y mientras Paco habla, recibo otro de los regalos de esta noche. ¿Por qué escribimos? ¿Qué necesidad tenemos de enfrentarnos con una página en blanco para plasmar nuestros sentimientos e ideas? Se tiene la opinión generalizada de que se escribe contra la muerte y el olvido, y no deja de ser verdad. Pero percibo que no es menos verdad que se escribe para ser reconocido: que escribimos para que nos lea alguien que apreciamos; que escribimos, sencillamente, para que nos quieran.

(continuará...)

                              Todos los derechos reservados.

                              Jesús Cánovas Martínez©

sábado, 20 de septiembre de 2014

DE AMICITA (19ª parte)

DE AMICITIA (19ª parte)



19

—Conocimos a Leopoldo —digo, con cierta quejumbre en la voz— en un recital de los que montaba Paquita en Las Palas, de los primeros. Leopoldo era una excelentísima persona; muchas veces me acuerdo de él.
—Allí lo encontramos —secunda Blanca.
—Más bien nos encontró él a nosotros —le corrijo—. Era el día ese que hacen las migas por la noche. Al final del recital se nos acercó, iba con Antonio Hernández y la mujer de éste, Paqui. Se conoce que le caímos bien. Comimos migas juntos, nunca mejor dicho, y a partir de ese momento surgió nuestra amistad.
—Y también con Paqui —añade Blanca.
—Y también con Paqui y Antonio —concedo.
—Pues yo de pequeño vivía en Los Dolores, muy cerca de donde vivía él —interviene Paco—. Lo recuerdo como un hombre muy especial; trabajaba por la mañana en su tienda de telas, pero por la tarde, al caer el sol, era otro; le gustaba rodearse de pintores y poetas.
—De hecho, en su casa —dice Blanca—, tenía montones de cuadros y muchos de éstos eran retratos suyos firmados por pintores amigos.
—Era un hombre de especial calidad —digo, con la voz ya afianzada—; no he conocido otro como él que buscara la amistad por la amistad. La poesía, aparte de que indudablemente le gustaba, la utilizaba como pretexto para hacer amigos. Necesitaba de la compañía, pero no de la compañía de cualquiera, sino de gente peculiar, fuera de la norma, uraniana... —Me quedo pensando un momento sobre el tipo de gente que le gustaba a Leopoldo y corrijo—: Mejor, más que de gente uraniana, le gustaba rodearse de gente neptuniana... Bueno —vuelvo a corregirme—, se rodeaba de gente uraniana y neptuniana: Leopoldo necesitaba a los amigos, y que éstos fueran especiales. Y en la última etapa de su vida se dedicó a proteger a los poetas jóvenes, le gustaba hacer de mecenas. Yo lo recuerdo con su capa, por las calles de Cartagena; lo recuerdo con la copa de whisky y fumando cigarrillos, encendiendo uno con la colilla del otro. No tenía límite, pero nunca perdía la compostura.
—¿Y no murió de cáncer? —me pregunta Paco.
—¡No, qué pena! —prorrumpo, y recupero cierta ironía al añadir—: Contravino la norma. Murió con las dos piernas amputadas debido a la esclerosis; la circulación, por lo visto, la tenía muy mal y se le gangrenaron. Aquello fue muy duro. Los cinco últimos años de su vida los pasó en silla de ruedas, pero no se derrumbó; nunca perdió el ánimo ni el coraje, y comenzó a disfrutar con más ganas, si cabe, de la amistad y de la vida. Un día lo llevaba en la silla de ruedas por la calle Mayor de Cartagena, y al venir a saludarlo una dama de copete estirado, no lo dudó cuando le dijo: «Perdone que no me levante, señora, pero arrastro la capa». Un ejemplo a seguir. Admiro su entereza, aunque a mí me da pena pensar en él. Fue muy duro.
—Pero vivió e hizo lo que quiso sin hacer daño a nadie —dice Ana— Era un caballero.
—Era un caballero —afirma Paco.
—Sin lugar a dudas, era un caballero —confirma Encarna.
—Era un caballero —reafirma Blanca.
—Yo digo lo que decís todos: Era un caballero —remacha Pepe—. Lo cual demuestra que no todos los poetas son del montón.
Recojo la indirecta con una sonrisa.
—Afortunadamente, todavía quedan muchos, muchísimos, que merecen la pena —digo.
—Quedamos —me corrige Ana.
—Eso, quedamos —concedo—. Pero la mierda es lo que más se ve. Desde que murió Leopoldo casi no voy a Cartagena; no me interesa. Lo recuerdo en aquel recibidor de su casa, ¿te acuerdas Blanca?, que era a la vez vestíbulo, despacho y biblioteca. Como no podía subir a los pisos de arriba, se había acomodado en la planta baja y allí hacía la vida. —Se me agolpan las imágenes de Leopoldo—. Siempre, cuando lo visitábamos, tenía un obsequio para nosotros. ¿Recuerdas, Blanca, cuando una noche a las cuatro o cinco de la mañana conseguimos llevarlo a acostar, como no tenía otra cosa que ofrecernos, te regaló unas latas de paté francés? No podías rehusar; tenías que coger lo que te diera; era tal su generosidad que no admitía el rechazo, de veras. Se enfadaba.
—Él pertenecía a la nobleza, ¿no? —pregunta Paco.
—Era hidalgo, creo —responde Blanca.
—Sí, era hidalgo —confirmo—: Pertenecía a la baja nobleza. Pero lo más importante es que era noble como persona. Poseía dos virtudes que yo aprecio mucho; una, porque la tengo; otra, porque carezco de ella: La generosidad y la facilidad para hacer amigos.
—Bueno, no eres tan malo haciendo amigos... —deja caer Paco.
—Gracias, Paco —le contesto—, por tan agradable capote, pero la realidad se impone por sí misma.
—No te has comportado tan mal esta noche —añade Pepe.
—Gracias, Pepe —le digo sinceramente.
—A Leopoldo le gustaba hablar de su hidalguía —interviene Blanca y reconduce el tema; corta un derrotero por donde podría haber tirado la conversación, que quizá ve poco aconsejable—, y a veces sacaba un libraco en el que venía su árbol genealógico y, al hilo, nos contaba pormenores de su familia, muy vinculada a la Marina. Hizo un viaje a Francia para recabar información sobre sus ancestros, ¿no, Jesús?
—Realizar ese viaje era una de sus mayores ilusiones y al final de su vida pudo hacerlo —digo—. Su mujer era francesa y él no sé qué tipo de parentelas tenía por allí. Su apellido, De Solás, creo que es oriundo de la baja Gascuña o del Languedoc, no sé. —Vacilo al hablar.— Quería ponerse en contacto con la rama francesa de su familia, por lo visto.

(continuará...)

                              Todos los derechos reservados.

                              Jesús Cánovas Martínez©

miércoles, 17 de septiembre de 2014

DE AMICITIA (18ª parte)

DE AMICITIA (18ª parte)



18

Pepe, mediador, rompe el silencio, y retoma ciertas consideraciones sobre la poesía en un alarde de elegancia:
—Afortunadamente la gente joven no es así —dice—. Podemos mantener la apuesta sobre el futuro. ¡A la poesía le queda mucho por dar! —Se lleva su vaso de mojito hacia la boca y sorbe con fruición.
—¡Pepe! ¡No eches leña! —le reprime Ana.
La piscina, iluminada, con sus aguas quietas, parece que juega con el cielo nocturno en el que brilla la Luna con su cara de tontorrona, y le manda un mensaje de luz y amor. Las losetas azules de su interior refulgen. Pepe interviene de nuevo:
—Bueno, si no en los jóvenes, tal vez el futuro esté en los viejos. Yo tengo fe en los jubilados.
—¿Qué estás diciendo? —le pregunta Ana, ejecutando un aspaviento con los brazos—. ¡A que te doy! —Y realiza el gesto de darle un manotazo.
Pepe se inclina hacia adelante y ríe.
—¡Que los jubilados tienen más tiempo! —profiere, elevando la voz.
—¿Tiempo? ¿Para qué? —pregunta Paco.
—Para escribir y ser mejores personas.
—¡Aing! ¡Aing! —exclama Paco, ríe y se echa las manos a la cabeza; luego dice—: Volviendo a lo que ha dicho Jesús, ¡qué sano resulta el principio de la metralleta!
—Y qué bien se aplica en ese país de la libertad, América. —añade Pepe—. Allí no se andan con chiquitas. Va cualquier persona ofendida a la que no se le han reconocido de manera suficiente sus méritos, esfuerzos o lo que sea, coge el rifle, se sube a una azotea...
—¡Y tiro al plato! —suelta Paco.
Ríen los dos, pero las mujeres no ríen.
—El rifle indudablemente posee su estética —afirmo—, country, o algo así,  pero la metralleta es más expeditiva.
—¡Estoy de acuerdo! —exclama Pepe—. Con la metralleta se pierde el romanticismo, es un invento diabólico para halagar a la masa; el rifle, sin embargo, es selectivo, elitista, aristocrático...
—¿Os imagináis a Jhon Wayne con metralleta? —pregunta Paco.
—Hubiera arrasado y nos habríamos quedado sin westerns— aclara Pepe.
—Con o sin metralleta, dejó pocos indios para dar una versión diferente—dice Paco—. Los españoles nos hemos llevado la fama, pero dejamos indios para contarlo y no tuvimos reparo en propiciar robustas mezclas para el bien de la humanidad.
—Incluso fray Bartolomé de las Casas les confirió alma a aquellos desheredados —remata Pepe.
—América... América... —balbuceo—, tierra de esperanza... de futuro...  tierra amplia y libre...
—¡Qué grande es América! —exclama Paco.
—Como en la canción de Nino Bravo —resalta Pepe.
Entre tanto cruce de palabras, me percato de que estoy en dique seco.
—El mojito se me ha acabado —le digo a Pepe mostrándole mi vaso, dentro del cual se marea una chispa de aguarliche.  
—¿Hago otro? —pregunta.
—¡Claro! —respondo.
Hay alguien del grupo que vela por las buenas costumbres. Cuando Pepe, solícito y animado, inicia un ligero movimiento para levantarse, le cae la admonición del siglo:
—¡No hagas más, Pepe!—le ordena Blanca, enérgica, y luego torna su mirada hacia mí y me espeta—: ¡Tú, Jesús, has terminado de beber! —Su tono es muy autoritario y con él da a entender que se ha acabado la democracia—. Leopoldo era un jubilado y no daba el tipo que habéis descrito —añade. Me deja la impresión de que el plural que ha utilizado es de cortesía.
—¿Leopoldo? —pregunta Paco, y sus ojos trasminan una suerte de brillo.
Ana toma la palabra, y le explica:
—Jesús y Blanca conocieron a Leopoldo.
—¿No me digas? —pregunta Paco, y dirigiéndose a mí, vuelve a preguntar—: ¿Y cómo fue eso? —Pero no me da tiempo a responder porque, a continuación, añade—: Yo conocía a Leopoldo desde mi niñez; cuando iba a la escuela tenía que pasar por su casa, aquella casa grande, colonial, rematada por un chapitel con aguja. Y era muy amigo de Fanny, la menor de sus hijas.
Voy a tomar la palabra, pero Ana se me adelanta.
—Jesús es un poeta magnífico —dice Ana, dirigiéndose a Paco—, a la vista está, por eso es tan sensible, y, por sensible, vulnerable —Me echa una cálida mirada y una afable sonrisa, a la vez que con levedad me toca el brazo con una de sus manos—. Conoció a Leopoldo hace algunos años. ¿Verdad, Jesús? —me pregunta.
Debería de haberme sentido halagado ante el cumplido de Ana, pero no es así. No experimento ninguna emoción positiva, ni negativa. Miro las aguas de la piscina, tan quietas y trasparentes, pero dispuestas a rizarse ante el más leve toque de la brisa. Comprendo que soy alguien profundamente reactivo y lo difícil que me resulta mantener cualquier equilibrio posible, pero también se me revela que soy incapaz de hacer daño a nadie, esto es, de matar; todo hombre, incluso infame, posee alguna virtud que lo convierte en digno de ser rescatado. Aun así, conseguido tal conocimiento, a la vez se me alcanza que algunos se vayan a rascar con fruición. No sé si quiero blindarme como me ha recomendado Encarna; no sé si quiero seguir el consejo de Paco; no sé si quiero apurar las heces de mi dolor. Estoy asustado. Me tiemblan las manos. Me encuentro en un estado de hipersensibilidad tal que el más leve roce sobre la piel me haría daño. Parece mentira que un hombre como yo, grande, esté al borde de las lágrimas.
Me siento impelido a hablar. Los ojos de los demás se han vuelto hacia mí y reclaman alguna explicación, noticias sobre Leopoldo.

(continuará...)

                                   Todos los derechos reservados.

                                   Jesús Cánovas Martínez©

domingo, 14 de septiembre de 2014

DE AMICITIA (17ª parte)

DE AMICITIA (17ª parte)



17

—¿Y por qué no lo haces? —retadora, me pregunta Ana. Le brillan los ojos, acerados.
—No sé —digo—. Tal vez por cobardía y miedo a las represalias; tal vez porque no tengo pleno conocimiento sobre el alcance de su infamia y no sé el grado de responsabilidad que tiene, pero también, y tal vez, por cuestiones de medida. Por otro lado, no quiero equivocarme, tal y como suele suceder en estos casos, y me dirija con cierto tipo de pláticas y sabrosos parlamentos a la persona menos indicada; es fácil generalizar y no distinguir quién es quién.
—¿Cómo por cuestiones de medida? —pregunta Pepe.
—Sí —respondo—. Por cuestiones de medida, no vaya a ser que cegado por la ira, y ya sin frenos, no sólo le rompa los piños sino que termine por pisarlo y meterle una barra de hierro en el cráneo. Algunos no saben lo cerca que han estado de que esto les ocurra.
—Tienes fijación con lo de la barra de hierro —dice Paco.
—Sí —concedo—. Y también con los cuchillos de abrir cerdos. En canal.
—Bueno, si es así, y puesto que no quieres entrar en mayores detalles, mejor déjalo ¿No te parece, Jesús? —sugiere Ana.
—¿Te parece poco lo que he dicho, Ana? —le devuelvo la pregunta.
Ana no me responde. No quiere; quizá considere que no sea el momento oportuno.
—Tienes ideas brillantes pero eres un irresoluto —interviene, dirigiéndose a mí, Paco—. Por lo que veo eres un hombre con muchos escrúpulos. ¡Cágate en los muertos de alguien y verás qué a gusto te quedas! —Los ojos se le han puesto fijos y locuelos—. Pero si no quieres ser tan expeditivo, considera que el mundo es un pañuelo y tendrás oportunidad de pillarlos uno a uno por separado. ¡Arrieros somos! —Al oírle estas palabras, mis primeras impresiones sobre Paco sufren una mutación—. Mientras decides qué hacer (eso debes valorarlo tú mismo), puedes utilizar una técnica que a mí me ha dado buenos resultados, yo la llamo la quema de teléfonos. Coge los teléfonos, las direcciones, los e-mail de las personas que tú consideras que no han estado a cierta altura, apúntalos en un papel y, con cariño, buenas palabras y mensajes de amor, ¡quémalos! Somos seres necesitados de ritual; ritualiza esta práctica, y cada cierto tiempo realízala, te sentirás mejor.
—Indudablemente, nos afectan más las cosas que dicen o hacen las personas con las que establecemos algún vínculo —dice Pepe—. No me parece mal la propuesta de Paco.
—Desde luego, una de las cosas que más cuestan del cristianismo es eso del perdón —refiere Ana—. ¿Cómo se puede perdonar a un canalla que ni lo merece ni hace nada para remediar el mal que ha cometido?
—Aquí no ha pasado nada... ¡y hasta la próxima! —añade Pepe.
—Hombres pequeños, vestidos de negro y dispuestos a sacar el puñal a traición, así retrataba Stendhal a los españoles —refuerza Ana, pensativa—. Desde entonces no ha variado.
—Si no devuelves los golpes, no creas, Jesús, que alguien va a pensar: «Este es un hombre pacífico, no quiere líos» —dice Paco—. No, nada de eso; pensarán: «Este es uno que no dispara, ¡a por él!».
 Con el rabillo del ojo observo a Blanca, muy seria. Diría que anda sulfurada.
—Consideraré lo que dices, Paco —le aseguro. Y echando una rápida mirada a los otros, manifiesto—: En cualquier caso, cuando he dicho lo que he dicho, no miento ni exagero. Quiero que sepáis que rezo mucho.
—¿Es una ironía? —pregunta Ana.
—No, soy católico practicante —respondo—. Es una realidad, Ana. Y sobre lo que dices del perdón, es cierto; lo he meditado con frecuencia. A veces me he preguntado: ¿Por qué Dios, el Padre, dejó que Jesucristo muriera en la cruz? Por exceso de amor, sin lugar a dudas: Porque el Padre amaba a aquellos que crucificaron a su Hijo. Si no hubiera sido así, no lo habría permitido. Es fuerte, ¿verdad? —pregunto para mí—. Así es cómo debemos entender la permisión que hace Dios de tanto mal e injusticia: porque es Amor y ama hasta el exceso, muchísimo más allá de cualquier medida humana...
Tras ese preámbulo, iba a incidir sobre el tema del perdón, explicar lo difícil que es perdonar si Dios mismo no nos ayuda, hablar de lo que se puede entender como defensa justa, diferenciar lo que es el perdón del consentimiento, qué sé yo, iba a hablar de temas a los que no he dado una resolución clara. Pero Ana me corta.
—Según lo que dices, ¿no serían ciertas las críticas que Nietzsche lanza contra la religión cristiana: Aquello de que Dios murió por un exceso de compasión? —me pregunta Ana, incisiva, dando un salto hacia otro tipo de discurso.
No me apetece entrar en discusiones teológicas o filosóficas; esta noche, no. Aun así le respondo a Ana:
—A mi entender, Nietzsche andaba muy equivocado, Ana. El hombre, aunque sueñe que lo es, no es Dios, y Dios escapa a la medida humana. El exceso propiamente corresponde a Dios, aun en el amor. Dios, por amor, da la vida; por amor, y para que el gusano del mal sea destruido, la muerte. El hombre, por odio, sólo da la muerte; nunca la vida. Si Cristo murió, resucitó; y esa es la primera verdad del mensaje cristiano. He meditado mucho sobre la muerte, y la veo como una injusticia radical; pero si considero que este mundo está minado por el gusano del mal de manera irremediable, también entiendo que se hace necesario el paso por la muerte y la definitiva expirosis del mundo para que pueda surgir la renovación. Dios no es dialéctico, como pueden pensar algunos, sino que lleva, por su pasión de amor, las cosas al extremo. Quiere que todos los humanos surjamos de nuestras cenizas, incluso los bordes, y nos otorga el tiempo de su paciencia, en medio del cual con tanta frecuencia nos sentimos confundidos. En fin, Ana, habría tanto de qué hablar. —Resoplo—. Resumiendo: ¡Vivan nuestros enemigos! ¡Y viva la poesía y la madre que la parió!
Me ensimismo. Tras este discurso, ante mis amigos he debido de quedar como un gilipollas. Me siento avergonzado de repente. Me siento hecho polvo, roto. Percibo que tengo el estómago encogido. He hablado en exceso y Blanca lleva razón cuando me critica: no puedo beber, me convierto en un baboso. Noto que los demás mantienen un silencio expectante. Una vocecita susurra en mi interior que soy un desagradecido y no merezco los amigos que tengo. Me siento culpable. Son dos los morceguillos que evolucionan en el aire y describen círculos erráticos. Me acuerdo que, cuando crío, los cazaba con una caña a la que le ponía un trapo blanco en una de sus puntas.

(continuará...)

                              Todos los derechos reservados.

                              Jesús Cánovas Martínez©