jueves, 11 de septiembre de 2014

DE AMICITIA (16ª parte)

DE AMICITIA (16ª parte)


16

—Parece que hay algo personal cuando hablas así —dice Encarna.
—¡Lo hay! —afirmo—. ¡No puedo verlos! Pero no puedo verlos porque triunfen o dejen de triunfar con sus poemas y refritos; no puedo verlos porque valen menos que una mierda seca pinchada en un palo como personas, sean o no poetas —aclaro—. ¡Me dan grima!
—Lo que yo no entiendo es cómo te puedes encender de esa manera —insiste Encarna.
Efectivamente, noto que se me ha alterado el pulso y el corazón me late con fuerza. Tengo un nudo en el estómago.
—¡Ni yo tampoco lo entiendo! —respondo—. ¡El cabreo con que lo digo no quita la verdad de lo que digo!
Como me callo a continuación y entro en un mutismo absurdo, se hace un repentino y pastoso silencio. Es Encarna quien lo rompe:
—No entiendo cómo puedes ser cristiano, ir a misa, comulgar y cosas de ésas, y hablar como hablas, aunque tengas razón.
Le echo un vistazo a Ana. Su rictus es inexpugnable.
—La razón… la razón... yo no sé muy bien qué es eso; ni la razón ni la sinrazón, Encarna —digo—: ¡Es la razón de la sinrazón la que me embarga! —Suspiro hondo, sin quererlo.—  Me muevo las más de las veces por emociones, por sentimientos, por simpatías o empatías, y esos impresentables me han hecho daño, un daño de forma deliberada, un daño irreparable que ha tenido y tiene consecuencias... ¡Ése es el problema! Me he apartado de sus conciliábulos y saraos y, si asisto a algún evento poético, pongo por caso, es porque participa alguien que aún me merece la pena; últimamente casi no salgo de casa. Dicho esto no creas que no me muevo entre dilemas. Sufro. Soy cristiano o, por lo menos, lo pretendo, y tengo frenos morales muy fuertes. Yo no puedo meterle una barra de hierro a nadie en la cabeza aunque alguna vez lo haya pensado; descartada la violencia física, ¿qué puedo hacer?, ¿cómo puedo defenderme cuando se solapan unos con otros? Sí, me dirás: «¡No te defiendas!, ¡pon la otra mejilla!». De acuerdo: la pongo, y se crecen, como si todo les estuviera permitido. ¿Hasta cuándo debo poner la otra mejilla? La exigencia del perdón al enemigo no puede significar en ningún momento convertirse en trapo de manos o felpudo donde al que le apetece se limpia los pies o el culo, faltaríamos al amor que nos debemos a nosotros mismos. ¿Cómo se defiende, entonces, un cristiano?
—No lo sé —dice Encarna—, pero quizá las rencillas que pueda haber entre poetas no den para tanto.
—No hablo de rencillas entre poetas, sino del cotidiano vivir: de los poetas, de los compañeros de trabajo, de la gentuza... El poeta, cuando no escribe poesía, es un semejante como tú y como yo, y ese semejante comido por los celos, la envidia, la frivolidad o a saber qué, es capaz de calumniar y difamar alegremente. Así todos.
—No hagas caso —dice Encarna—. La lógica que utilizas es la lógica de un niño. He leído a un psicólogo que mantiene que nadie nos puede hacer daño si nosotros no se lo permitimos; la emoción la podemos controlar y lo que digan o dejen de decir de nosotros termina por resbalarnos —explica, calla un momento y luego me asesta un golpe bajo—: Emanas la suficiente paz como para que estés preocupado por este tipo de cosas. —Y añade—: Si alguien presta oídos a esas calumnias y difamaciones que han hecho circular sobre ti, es que no te merece. No le tienes que dar más vueltas. No les hagas caso.
—Si yo a ellos no les hago caso, pero ellos no quieren dejar de hacerme caso a mí —explico en mi defensa, y me percato que he utilizado un tono de disculpa.
—Da amor y recibirás amor —insiste Encarna—. La realidad, nuestra realidad, la conformamos nosotros mismos. Y cada uno recibe aquello que da.
—Yo te digo, Encarna, que no todo se explica por psicología, en este universo que habitamos existen fuerzas demasiado tenebrosas, y con arteras sugestiones o leves incitaciones hilan sus pensamientos a los nuestros hasta el punto de no dejarnos discernir lo foráneo de aquello otro que propiamente nos pertenece; con las emociones sucede lo mismo, por lo que lo que creemos nuestro no es nuestro, lo que consideramos íntimo resulta que no lo es, y, en ese extraño juego de máscaras y añadidos, nosotros somos y no somos. A esas fuerzas les es fácil inducirnos a la desesperación o a la tontería. Tus opiniones son nobles y sinceras, pero no suficientes. Ese tipo de teorías a las que tan amablemente aludes son tan viejas como la misma filosofía, y más aún: son tan viejas como el mundo. Algunos psicólogos actuales están descubriendo el mediterráneo.
Con voz muy dulce, conciliadora, me replica Encarna:
—Por supuesto, Jesús, el mediterráneo ya está descubierto, pero los barcos que lo surcan ahora no son los de antes. Me refiero a que aprendiendo ciertas técnicas de control se pueden capear los temporales. No se trata de descubrir lo que ya está descubierto, ni de hablar por hablar, sino de aplicar lo que se sabe. ¡Hazlo!
—No creas que no me esfuerzo y lucho contra mí mismo —contesto—. Sin embargo, lo que se da o lo que se recibe no tiene por qué estar en relación de correspondencia. No lo está. El universo sería un engranaje demasiado sencillo si así fuera, y no habría ninguna posibilidad de disculpa o remisión para aquellos que han colaborado en afianzar este estado de cosas, la mierda en que vivimos. El daño realizado no tiene remedio, se extiende como una mancha de aceite y, no obstante, se hace necesario el perdón.
—Da amor, pues, y elévate sobre la mierda. Mira las cosas desde un punto de vista superior y blíndate —me recomienda Encarna.
—A veces he pensado que cumpliría mejor con el precepto del amor rompiéndole los piños a alguien —digo, y lanzo una mirada hacia todos, casi provocadora—; cuando le recompusieran la boca quizá reflexionaría y se convertiría en mejor persona de lo que es. Esto sería hacerle un favor a él y a mí; a él, porque reconduciría su alma hacia la salvación, y a mí, porque dejaría de sufrir y se desvanecerían mis fantasmas. El amor quedaría repartido a partes iguales y ganaríamos todos.

(continuará...)

                              Todos los derechos reservados.
                              Jesús Cánovas Martínez©

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