miércoles, 17 de septiembre de 2014

DE AMICITIA (18ª parte)

DE AMICITIA (18ª parte)



18

Pepe, mediador, rompe el silencio, y retoma ciertas consideraciones sobre la poesía en un alarde de elegancia:
—Afortunadamente la gente joven no es así —dice—. Podemos mantener la apuesta sobre el futuro. ¡A la poesía le queda mucho por dar! —Se lleva su vaso de mojito hacia la boca y sorbe con fruición.
—¡Pepe! ¡No eches leña! —le reprime Ana.
La piscina, iluminada, con sus aguas quietas, parece que juega con el cielo nocturno en el que brilla la Luna con su cara de tontorrona, y le manda un mensaje de luz y amor. Las losetas azules de su interior refulgen. Pepe interviene de nuevo:
—Bueno, si no en los jóvenes, tal vez el futuro esté en los viejos. Yo tengo fe en los jubilados.
—¿Qué estás diciendo? —le pregunta Ana, ejecutando un aspaviento con los brazos—. ¡A que te doy! —Y realiza el gesto de darle un manotazo.
Pepe se inclina hacia adelante y ríe.
—¡Que los jubilados tienen más tiempo! —profiere, elevando la voz.
—¿Tiempo? ¿Para qué? —pregunta Paco.
—Para escribir y ser mejores personas.
—¡Aing! ¡Aing! —exclama Paco, ríe y se echa las manos a la cabeza; luego dice—: Volviendo a lo que ha dicho Jesús, ¡qué sano resulta el principio de la metralleta!
—Y qué bien se aplica en ese país de la libertad, América. —añade Pepe—. Allí no se andan con chiquitas. Va cualquier persona ofendida a la que no se le han reconocido de manera suficiente sus méritos, esfuerzos o lo que sea, coge el rifle, se sube a una azotea...
—¡Y tiro al plato! —suelta Paco.
Ríen los dos, pero las mujeres no ríen.
—El rifle indudablemente posee su estética —afirmo—, country, o algo así,  pero la metralleta es más expeditiva.
—¡Estoy de acuerdo! —exclama Pepe—. Con la metralleta se pierde el romanticismo, es un invento diabólico para halagar a la masa; el rifle, sin embargo, es selectivo, elitista, aristocrático...
—¿Os imagináis a Jhon Wayne con metralleta? —pregunta Paco.
—Hubiera arrasado y nos habríamos quedado sin westerns— aclara Pepe.
—Con o sin metralleta, dejó pocos indios para dar una versión diferente—dice Paco—. Los españoles nos hemos llevado la fama, pero dejamos indios para contarlo y no tuvimos reparo en propiciar robustas mezclas para el bien de la humanidad.
—Incluso fray Bartolomé de las Casas les confirió alma a aquellos desheredados —remata Pepe.
—América... América... —balbuceo—, tierra de esperanza... de futuro...  tierra amplia y libre...
—¡Qué grande es América! —exclama Paco.
—Como en la canción de Nino Bravo —resalta Pepe.
Entre tanto cruce de palabras, me percato de que estoy en dique seco.
—El mojito se me ha acabado —le digo a Pepe mostrándole mi vaso, dentro del cual se marea una chispa de aguarliche.  
—¿Hago otro? —pregunta.
—¡Claro! —respondo.
Hay alguien del grupo que vela por las buenas costumbres. Cuando Pepe, solícito y animado, inicia un ligero movimiento para levantarse, le cae la admonición del siglo:
—¡No hagas más, Pepe!—le ordena Blanca, enérgica, y luego torna su mirada hacia mí y me espeta—: ¡Tú, Jesús, has terminado de beber! —Su tono es muy autoritario y con él da a entender que se ha acabado la democracia—. Leopoldo era un jubilado y no daba el tipo que habéis descrito —añade. Me deja la impresión de que el plural que ha utilizado es de cortesía.
—¿Leopoldo? —pregunta Paco, y sus ojos trasminan una suerte de brillo.
Ana toma la palabra, y le explica:
—Jesús y Blanca conocieron a Leopoldo.
—¿No me digas? —pregunta Paco, y dirigiéndose a mí, vuelve a preguntar—: ¿Y cómo fue eso? —Pero no me da tiempo a responder porque, a continuación, añade—: Yo conocía a Leopoldo desde mi niñez; cuando iba a la escuela tenía que pasar por su casa, aquella casa grande, colonial, rematada por un chapitel con aguja. Y era muy amigo de Fanny, la menor de sus hijas.
Voy a tomar la palabra, pero Ana se me adelanta.
—Jesús es un poeta magnífico —dice Ana, dirigiéndose a Paco—, a la vista está, por eso es tan sensible, y, por sensible, vulnerable —Me echa una cálida mirada y una afable sonrisa, a la vez que con levedad me toca el brazo con una de sus manos—. Conoció a Leopoldo hace algunos años. ¿Verdad, Jesús? —me pregunta.
Debería de haberme sentido halagado ante el cumplido de Ana, pero no es así. No experimento ninguna emoción positiva, ni negativa. Miro las aguas de la piscina, tan quietas y trasparentes, pero dispuestas a rizarse ante el más leve toque de la brisa. Comprendo que soy alguien profundamente reactivo y lo difícil que me resulta mantener cualquier equilibrio posible, pero también se me revela que soy incapaz de hacer daño a nadie, esto es, de matar; todo hombre, incluso infame, posee alguna virtud que lo convierte en digno de ser rescatado. Aun así, conseguido tal conocimiento, a la vez se me alcanza que algunos se vayan a rascar con fruición. No sé si quiero blindarme como me ha recomendado Encarna; no sé si quiero seguir el consejo de Paco; no sé si quiero apurar las heces de mi dolor. Estoy asustado. Me tiemblan las manos. Me encuentro en un estado de hipersensibilidad tal que el más leve roce sobre la piel me haría daño. Parece mentira que un hombre como yo, grande, esté al borde de las lágrimas.
Me siento impelido a hablar. Los ojos de los demás se han vuelto hacia mí y reclaman alguna explicación, noticias sobre Leopoldo.

(continuará...)

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                                   Jesús Cánovas Martínez©

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