viernes, 17 de enero de 2014

CARTA ABIERTA A MIGUEL CAGARRUTIO, EL GRACIOSILLO

El género epistolar está en desuso debido a la aceleración con que escribimos. Nos estamos acostumbrando a los mensajes cortos que no terminan por desarrollar las ideas en que se sustentan. Esto no debería ser así; las cartas suelen dotar de un marco de intimidad, cálido, a las ideas, y el reposo en que las remansan les concede una fuerza directa que muchas veces va al corazón.
Espero, amigos, que disfrutéis de este ejercicio epistolar.



CARTA ABIERTA A MIGUEL CAGARRUTIO, EL GRACIOSILLO.



Muy miserable y graciosillo Miguel Cagarrutio:

La calumnia tiene difícil arreglo; posee una dinámica arrasadora. Recuerdo que cuando yo era pequeño un profesor la comparó con el agua derramada imposible de recoger; ese mismo profesor la relacionó con una piedra que cae en las aguas tranquilas de un estanque y despierta ondas cada vez más amplias. Es así. La calumnia obedece a una lógica de destrucción; se basa en una mentira oportuna, a ser posible burda hasta el extremo, repetida hasta la saciedad: «Miente, miente, miente y mil veces miente, hasta que conviertas una mentira en verdad», desiderátum de la ingeniería social, estrategia Goebles de la propaganda. A la calumnia le sigue la difamación como un añadido necesario; la injuria se le adosa como réplica pertinente. Sus efectos pronto se harán notar: La imagen del calumniado comenzará a deteriorarse con un vértigo acelerado; el rumor se convierte en sospecha, y, la sospecha, en certeza.
Al calumniado se le dará de lado de forma insolente o grosera, sea con el gesto o la palabra; se le negará el saludo, se le harán cortes de mangas; afrontará gestos provocativos, desplantes, miradas estupefactas o pícaras, y donde menos lo esperaba aparecerán los comentarios inoportunos, el doble sentido de las expresiones con intención lesiva. Se encontrará con cuestas repentinas o con muros impensados. Se le ninguneará, se le procurará el daño, se le aislará... Y aun así para el calumniado todo ocurre como si no ocurriera, pues este proceso se esquina, no da la cara, se embosca. Ninguno de los artífices y cooperantes en el affaire habla a las claras; todos se silencian, se solapan unos con otros. Al calumniado no se le da siquiera la oportunidad de defenderse. 
Y es en este punto donde entra tu gracia en escena, esa de partirse el culo a carcajadas, para que sirva de amplificación sonora a la calumnia: «¡Qué morenico estás! ¡Ja, ja, ja, ja!». Miserable Cagarrutio, la repetirás hasta la saciedad y el infinito para solaz tuyo y de los mamarrachos que son como tú. Y porque resulta tan graciosa esa tu gracia, se le adosará el silencio cómplice de tantos y tantos otros que, en vez de denunciar al calumniador y poner sobre aviso al calumniado, o ayudarlo de alguna manera, se regodearán adoptando una maligna complacencia al ver cómo este último se hunde de forma irremisible. Pues es así la cosa: primero, la burda calumnia; segundo, la difamación añadida; tercero, la injuria, y, en cuarto lugar, y como resumen de todo el proceso, la gracia corrosiva y la complaciente aquiescencia del benemérito.
—¿Por qué no ríe la gracia? —te preguntas, Cagarrutio; tú y los participantes en el crimen.
Porque el colmo de la vileza consiste en conseguir que el calumniado participe en su propia desintegración y ría la gracia que hacen en su honor. Ahora bien, si no ríe la gracia, es culpable; pero si, por el contrario, la ríe, confirma su culpabilidad de forma patética. No hay escapatoria: ¡Culpable! El rizo se ha rizado por merced de la gracia tuya, miserable Cagarrutio.

El calumniado exactamente no sabe por qué ocurre lo que ocurre: La destrucción de su imagen social, el aislamiento a que se le somete, la pérdida de su credibilidad o el desmoronamiento de su honor, o, lo que comienza a ser más grave, el deterioro de su psiquismo, la anulación o reducción a mínimos de su autoestima y la acrecencia de los miedos que le van parejos. Reconoce que siente vergüenza, que siente miedo (por él, por el daño añadido a sus seres queridos), y este es atroz y le paraliza. Aun así, el calumniado poco a poco irá tomando conciencia de su situación hasta que se le revele de golpe toda la dimensión de la tragedia, la espantosa extensión del mal. Lógicamente la negará; esto no puede estar pasándole a él; esto no es verdad, es una apreciación incómoda de la realidad, porque la realidad, la realidad, no es eso. Estas cosas ocurren en las películas, les ocurren a los otros; él siempre ha sido espectador de la vida y no puede sospechar que le haya tocado por decreto de la fatalidad el papel de protagonista en tan molesto drama. Pero son demasiados los signos que se suman y acumulan para llevarse a engaño; afronta con demasiada frecuencia la ofensa por la ofensa o la provocación por la sola provocación. El mal es multiplicativo, y busca, por su propia esencia, la destrucción de aquél a quien muerde. Por más razones que se dé y con las que quiera negar la realidad de lo patente, la irrealidad de eso que está viviendo, el calumniado conviene necesariamente que lo que está viviendo es real y se patentiza a sí mismo.
 Para agravar la situación, una vez realizada la toma de conciencia, al calumniado le resultará sorprendente comprobar la facilidad con que se le presta oídos al bulo: asistirá estupefacto al hecho de ver cómo las personas de bien —o, por lo menos, así lo pensaba—, sin ningún tipo de discriminación aceptan a pie juntillas, como si fuera una verdad indiscutible, la burda mentira. El calumniado no sospechaba que existía tanto miserable, pero hacer tal descubrimiento no le consuela. Las ideas le corren rápidas al igual que las emociones, y estas son negativas. Lo comprende todo, todo lo ve ahora con una claridad meridiana, lo siente, lo sufre y comienza a experimentar la soledad. Entra en la soledad y la vive; no en esa soledad buena donde el espíritu se espacia y se silencia porque es dulce y leve, sino en la otra, en la que pesa, en la angustiosa, la que con fuerza tira hacia abajo, hacia ese túnel negro y profundo del que, por más que se busque, no se encuentra la salida. Sensaciones de muerte, de suicidio, le asaltan, y a sus mientes llega el salmo 55: «Sobre mí hacen caer el maleficio,/ me persiguen con saña./ Mi corazón trepida en mi interior/ y terrores de muerte se abaten sobre mí:/ el temor y el temblor me han penetrado/ y el espanto me envuelve», o el salmo 64: «Escucha, oh Dios, la voz de mi gemido,/ del terror del enemigo guarda mi vida;/ ocúltame a la pandilla de malvados,/ a la turba de los agentes del mal». Y no, ciertamente no importa que a esas personas de bien que con tanta deslealtad prestaron oído a la impostura, el calumniado las comience a considerar gentuza sin adjetivaciones añadidas, porque para este, destrozado social y psicológicamente, ya es tarde: el cáncer se ha extendido y ha hecho metástasis.

¿Cómo actuar? Anular los efectos de la calumnia supondría una proeza parecida a la de poner puertas al campo o diques a la vastedad del mar. No cabe aquí ser demasiado ingenuo y pensar que un roto tan considerable va a tener una fácil solución si acaso esta fuera posible. Incluso así, a pesar de la gravedad adquirida por la ignominia, el calumniado abre sus puertas a la esperanza y pondera lo que nuestro refranero, siempre tan sabio, subraya: aquello de que nunca es tarde si la dicha es buena, y, a grandes males, grandes remedios; a esto añade que no hay mal que por bien no venga. Hará, piensa, lo que razonablemente pueda. 
¿Qué ha significado de bueno la calumnia para el calumniado? Su mirada se ha vuelto más profunda, comienza a discriminar con mayor agudeza el bien del mal; se solidariza con el débil, con el despreciado, con el paria; comprende mejor la injusticia y epata con el perseguido. Esto no es poco. Ahora bien, en el otro lado de la balanza, ¿qué tiene? La miseria creciente de tantos miserables. La verdad, es que le dan ganas de aplicar el principio de la metralleta y limpiar esa mierda de la faz de la tierra; piensa en hundirse y hundir, definitivamente... Pero el calumniado posee convicciones arraigadas —en las que, tras la angustia, y con la angustia, se ha reafirmado—, por lo que utilizar armas rastreras en el empeño de lavar su honor no le es lícito. Está en franca desventaja con respecto a ti, Cagarrutio, y a los que son de tu cuerda.
Ha pedido consejo el calumniado, en el intento de buscar ayuda externa, y lo ha recibido. Ha obtenido la opinión del prudente: «No hagas caso, no remuevas la mierda, sigue tu vida; y si tienes que hablar con alguien hazlo de manera particular». Se ha encontrado con la recomendación del sabio: «Utiliza la ironía y busca un andamiaje donde apoyarte y te sirva de auxilio». Se ha confrontado con la postura del soberbio: «Yo creo que hay algo en ti que avala la calumnia» (dijo esto el soberbio, y se le quedó mirando). El calumniado ha meditado al respecto. ¿No hacer caso? ¿Seguir como si nada ocurriera? Eso ha sido imposible, Cagarrutio, porque ahí estaban tus gracias para impedirlo. ¿Hablar a título personal? Lo hizo; contigo, Cagarrutio, y con algún que otro mamarracho. ¿Ironía? La tiene, aunque en los últimos tiempos resulta muy negra. ¿Apoyos? Los gestos en ese sentido han sido muy débiles; posee pocas destrezas sociales, le cuesta salir de sí y la vergüenza y el miedo lo siguen atenazando. ¿Qué hay de impropio en él? Le gustan las mujeres, comer, beber y reír; es tímido, y, paradójicamente, no ha sido prudente como serpiente ni sencillo como paloma, es decir, tiene tendencia a cierto histrionismo como defecto de carácter. Por lo demás, no ha encontrado nada que en contraste con la realidad sea reprobable y pueda dar pábulo a la calumnia.
—Es que el calumniado es raro...
—Ya, ya, es raro, pero no maricón.
Como cristiano, el calumniado conoce el origen de la maldad y a quién, en última instancia, hay que imputarle todo daño. Esto se le ha revelado de una manera que pone los pelos de punta; si la contara, sería increíble para los discretos, y para los de tu calaña, Cagarrutio, supondría un argumento que sabrían utilizar de forma artera en su contra. Pero lo dice san Pablo: «No es nuestra lucha contra la carne ni la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra las dominaciones del mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que pueblan los aires» (Efesios, 6, 12). El calumniado medita y reconstruye el proceso de su propia destrucción; comprueba entonces cómo se han ido engranando las piezas y articulando los tiempos y descubre ahí la añagaza de una inteligencia terrible y no humana. La causa primera del mal es el diablo, pero el calumniado también sabe que sin el concurso humano el daño se podría reducir en lo posible, acaso anular. Hay hombres malos que coadyuvan a extender las insidias del maligno y hay imbéciles que se convierten en tontos útiles en manos de lo que les rebasa y no comprenden.

Después de meditar largo y tendido sobre estas cuestiones abstrusas, el calumniado ha recabado en ti, Cagarrutio, y se ha venido a dar cuenta de que lo que necesitas es pedagogía; por esta razón, entre otras, y para que sirva de guía y ayuda a quien estuviera pasando por un infierno semejante, viene a escribir esta carta con la que procurar una debida ilustración sobre el tema. No es su estilo levantar la voz y montar espectáculos —aunque, ¡qué diantre!, ¿por qué no?—, ni lanzar una letanía de acusaciones lacrimógenas que podrían comenzar de esta manera:

Yo te acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Yo te acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Yo te acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Yo te acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Yo te acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Yo te acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Yo te acuso, Cagarrutio, y te responsabilizo de...
Etcétera... etcétera...

No, nada de eso; el calumniado te da las gracias por la depuración que has consumado en su alma:

Gracias, Cagarrutio, porque me has hecho más sabio, aunque bien mirado yo no lo quería de esa manera.
Gracias, Cagarrutio, por destruir mi imagen, total, y bien mirado, tampoco era gran cosa.
Gracias, Cagarrutio, por inferirme un daño social de imposible reparación, aunque bien mirado la sociedad que a mí me importa es solo la de aquellos seres que me quieren y aprecian.
Gracias, Cagarrutio, por procurarme un destrozo psicológico difícil de remediar, aunque bien mirado, no ha sido tan grave: resurjo fortalecido.
Gracias, Cagarrutio, por tus gracias.
Gracias, gracias, Cagarrutio, o como dicen los catalanes, tan de moda en estos últimos tiempos, gràsies, gràsies, gràsies.
Gracias, Cagarrutio, por destruir mi vida: Quien ha pasado por el destrozo, ya no teme el destrozo.

Por la lógica de la contraposición seguramente, y dada tu calaña, querrás pasar de ser verdugo a víctima, soliviantarte y creer que eres tú el afrentado. Por si eso ocurriera el calumniado te recuerda que has sido tú el gracioso, con la connivencia de los de tu cuerda (algunos de ellos, por cierto, algo quebradizos); que has sido tú el que ha repetido hasta el cansancio, y con aviso de por medio, las gracias sin ningún tipo de escrúpulo, menos aún de justificación. Porque vamos a ver, Cagarrutio, ¿conocías al calumniado de algo? No. ¿Le habías visto alguna vez por los bares que frecuentas? No. ¿Habíais esparcido juntos por alguna fiesta o pesebre? Tampoco. Entonces, Cagarrutio, ¿por qué tus gracias? En otro orden de cosas: ¿Te debía algo? No ¿Te había afrentado en algún momento? No ¿Te había faltado en las mínimas normas que la cordialidad impone? No. Entonces, Cagarrutio, ¿por qué fueron tan repetitivas y alevosas tus gracias? Y para concluir la tanda de preguntas, amigable y graciosillo Cagarrutio: ¿Acaso no te hizo ningún favor cuando lo necesitaste?... ¿Por qué, Cagarrutio, por qué? Si el calumniado no te merecía ningún respeto por las razones que a ti solo incumben, por lo menos podrías haber considerado que tenía familia y esta no era merecedora de ningún daño. ¿Cómo calificarte?
Su única defensa posible es la verdad y, por la verdad, el calumniado te dice que tú eres un miserable, Cagarrutio. Nada justificaba tu manera de proceder. De la forma más frívola empezaste con la gracia; alguien debió de alentarte y decirte que tenías chispa o algo así, y te lo creíste.
—Sigue, sigue con tu gracia, Cagarrutio, que nos desternillamos.
Y tú, dale que dale.
—Es que se mosquea.
—Algo oculta.
Y dale que dale.
—Sigue, Cagarrutio, sigue, que ese no dispara.
—Cuando calla, otorga.
—Asín, asín...
Has pensado y actuado como los miserables. Sin embargo, aunque el mal ya estaba hecho, te llegó el aviso. En un principio, parecía que habías reaccionado de forma adecuada, pero no, fue un espejismo. Al poco, volviste con tus gracias de manera deliberada, y con renovado ahínco, hasta procurar un episodio lamentable con el cual dar un eco oportuno a la calumnia, el espaldarazo de gracia. Te repite el calumniado: nada te justifica, ni siquiera ese socorrido alegato al yo no sabía o no estaba en mi intención. ¡Y aquí estamos! El calumniado se enfrenta a un mal corrosivo que se extiende inexorablemente y tú, tras tus gracias, te repliegas. ¿Dónde está la realidad de lo que has ayudado a extender? No hay remedio posible a tanto mal: La gracia está hecha y tú has cooperado.

          El lector amable, a lo largo de la lectura de esta epístola, habrá percibido que a quien de forma eufemística se le llama el calumniado, es el servidor que esto escribe. Pues, sí: me llamo Jesús Cánovas, soy transparente, digo la verdad y voy a las claras.
En fin, para ir acabando: yo no soy como tú, graciosillo y miserable Cagarrutio. No es que me falte el gracejo, es más bien que tengo un sentido del honor y de la justicia que tú no tienes. Dicho lo cual: Envolez-vous, pages tout éblouies!, como dice el poeta. Allez! Allez! ¡Id! ¡id! ¡Id, volad, volad y deslumbrar, páginas salvajes, por esos caminos ubicuos de Internet!, así nos reiremos todos.
Amigo Cagarrutio: Si alguien te dijera que eres una buena persona, no te lo creas. Que eres un cobarde, es algo manifiesto; que te falta hombría, lo más probable. Si te quedara un poco de dignidad deberías aplicarte diligentemente en remediar el mal que has provocado.



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                                      Jesús Cánovas Martínez©