domingo, 28 de junio de 2015

METAPOESÍA Y TESTIMONIO PERSONAL, reseña de Fulgencio Martínez







Queridos amigos: Dionisia García, Ana María Alcaraz Roca, Rosa Campos, Maricel Mayor Marsán, Marisa Navarro, Griselda Martínez (para mayor conocimiento, mi hermana), Francisco Javier Díaz de Revenga, José Belmonte, José Luis Martínez Valero, Pedro Diego Gil López, Ángel Almela, Domingo Nicolás, José Antonio Sáez, Pedro Javier Martínez, Conrado Navalón, Pedro Cayuela... de forma privada o pública han tenido palabras muy amables con mi poemario “Otra vez la luz, palomas”. Y ahora un nuevo regalo: el de Fulgencio Martínez, director de la revista “Ágora digital”, querido amigo y compañero en las lides poéticas y filosóficas, con este artículo: METAPOESÍA Y TESTIMONIO PERSONAL EN “OTRA VEZ LA LUZ, PALOMAS”.
Aquí dejo el enlace para quien quiera consultarlo:



http://diariopoliticoyliterario.blogspot.com.es/2015/06/metapoesia-y-testimonio-personal-en.html


jueves, 25 de junio de 2015

TRAMO SEGUNDO. ALMENDRICOS-GUADIX. ¡UNIDOS POR FERROCARRIL!



ALMENDRICOS - GUADIX

¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

 AVISO IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix, clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que fue escrito, las que ni acepto ni comparto.

Escuela parroquial de Medrano. Pedro y Lorenzo.


TRAMO SEGUNDO


          Con la conversación del anciano resonando aún en nuestros oídos, a los pocos kilómetros, pasado un primer túnel, Pedro y Lorenzo tienen un encuentro emotivo con la vieja escuela de Medrano, donde infantes cursaron parte de su primera enseñanza.

Ruinas para el recuerdo:

          —Aquí estaba el pupitre donde me sentaba yo...
          —Y aquí el mío.
          —Aquí se sentaba Fulano.
          —...Y Mengano allí.
          —...Y Rafaé, El Tonto, ¡ qué tonto era!, acá...
          —...Y la niña de la que estábamos todos enamorados, allá...

          Pedro y Lorenzo son hombres de frontera. Pedro nació en Almendricos, y su infancia la pasó subiendo y bajando la ladera oeste de la Sierra de Enmedio, a pocos centenares de metros de la línea divisoria que separa la provincia de Murcia con la de Almería; Lorenzo nació en Las Norias, pedanía de Huércal, a dos kilómetros de esa misma línea fronteriza, pero al otro lado, donde los críos de un bando y otro iban a apedrearse. Sin embargo, ellos son amigos desde chicos; fueron juntos a esta escuela de Medrano —¿adónde iban a ir si no había otra?—, y la recuerdan del modo como deben recordarse las cosas o las personas que un día significaron algo en nuestras vidas: con cariño y nostalgia. En una época donde las cortijadas de la zona eran ajenas a la luz eléctrica y donde, para beber, se esperaba con ansia la poca lluvia que el cielo dejaba en los aljibes, por necesidad, los habitantes de estos eriales estilaban a manos llenas, aun sin saber precisar su nombre, lo que los políticos llamaban con una sonora palabra, “solidaridad”. Era ésta, en la recién inaugurada etapa democrática, palabra estilada (hoy en día, al filo de una segunda transición, ya no se les oye) y los políticos no paraban de tirársela de bancada a bancada.

          Hay desconchones, grietas en las paredes, el techo amenaza derrumbe... Escuela parroquial de Medrano, el tiempo te sepulta también a ti en el olvido.
         
          Viendo la nostalgia en los ojos de sus compañeros de viaje, contemplando los nopales y pitas que bordean los restos de la antigua escuela, encaramada en un monte, la línea de ferrocarril abajo, por donde ya no pasan los trenes, el que esto escribe recuerda un poemilla del “Cancionero y romancero de ausencias” de Miguel Hernández, poemilla que siempre le llega y golpea cuando ve pitas y chumberas y el sol cayendo sobre ellas y se siente un poco triste:

El cementerio está cerca
de donde tú y yo dormimos,
entre nopales azules,
pitas azules y niños
que gritan vivídamente
si un muerto nubla el camino...

          Como todavía vamos frescos, sin balón, jugamos un partido de fútbol en la antigua era de Medrano, invadida ahora por los matorrales. Es un derroche de energía que después nos pasará factura. Momentos felices de asueto, y vistas interesantes para el archivo de la memoria... Hacemos “adioses” a trenes imaginarios y terminamos por hacerle una visita al “navajo”, donde mora una deidad lacustre. Finalmente, como no hay nada en esta vida que no mude, tras las respectivas fotos, seguimos camino, aunque un poquitín más cansados.
 
Por la estación de Las Norias
          A la altura de la estación de Las Norias —ya en territorio andaluz— cae un sol de rigor. El sudor nos empapa y agradecemos la poca sombra que a veces se nos ofrece en el paisaje desierto. Hay en esta hora de la tarde un silencio que hace brillar con luz propia las piedras y los terrizales, los pocos olivos en lontananza, los algarrobos, los escuálidos almendros. No corre el viento. Unos tragos de agua se agradecen; al agitarlas, las cantimploras suenan ominosas, como si regurgitaran extraños rumores. El agua que bebemos está caliente, pero reconforta, se agradece: es válida para humedecer las secas gargantas.

          El suelo de la estación nos ofrece un tapiz de palominas y cagarrutias, mechones de mierda chorreados y alegría —la que produce contemplar ciertos excrementos de mamíferos bípedos e implumes—, una vez más. La estación está saqueada, rota por dentro; enormes desconchones tiene la cal de las paredes, y pintadas, no siempre de buen gusto o tono... Desolación y descontento pueblan la atmósfera de las estaciones de esta línea a las que pronto nos acostumbraremos.

          —¿Recuerdas?... Aquí estaba la máquina donde se expedían los billetes.
          —¿Te acuerdas del jefe de estación?

          Sin darnos cuenta establecemos un diálogo silencioso con estas paredes, y con la atmósfera adormecida de un pasado que se impone lentamente, como un eco que aún suena, aunque se dilata sucesivamente, onda en las aguas pronta a diluirse y desaparecer.

          Dicen que la jornada primera de las marchas es la más dura; podemos testificar que efectivamente es así. Entre Las Norias y Huércal-Overa hay una recta larguísima, la más larga de todo el tramo de línea que pretendemos recorrer; se nos antoja interminable, eterna. El sol cae a plomo, inmisericorde, y a no ser por el socorro que nos dan en un cortijo, seguro que morimos de sed, quién sabe.

          A la altura de la rambla de Úrcal, hacemos un descubrimiento. Las últimas lluvias torrenciales caídas a principios de mes han producido en la línea destrozos de antología, que dirían los comentaristas deportivos. Tomamos fotos de estos desperfectos. Resulta impresionante ver los raíles, en donde existía una potenta, colgados en el aire... Transit gloria mundi: Todo lo destruye el tiempo irreversible.

          Reflexionamos sobre el tiempo ido, pero el curso de nuestras reflexiones, al igual que el de los raíles, corre paralelo al curso del camino. ¿Cómo es posible que pasados tan pocos meses desde la electrificación de las señales de la línea, de la supresión de pasos a niveles, de la modernización de las instalaciones en aras de un mejor servicio, de arriba venga la orden del cierre? ¿En qué gastan el dinero que tan fácilmente recaudan?... Enigmas, enigmas que apenas comprendemos... Cabe la estación de Huércal-Overa —adecentada, ¿cómo no?, por las ilustres pintadas de las que ya he hablado— se sitúa un bloque de pisos abandonado, testimonio erigido al gasto inútil, otro ejemplo.

          Pero constatamos algo más. Para ayudar al desmantelamiento, junto a la planificación de lo alto corre pareja la de abajo. Hasta cerca de la estación de Almajalejo no sólo han robado el tendido telefónico —alguien que necesitaba cuerda para ahorcarse, suponemos—, sino que también los postes que lo sostenían han sido aserrados hasta la raíz; los inviernos son tan fríos, la leña tan necesaria... Por esta razón a nosotros tan sólo nos queda congratularnos por tan eficaz trabajo. Y nos sentimos más felices. Casi realizados por ver una obra de desmantelamiento bien cumplida.

          Afortunadamente estas alegres reflexiones pronto dejan paso a la vivencia del feraz paisaje. La marcha sigue adelante. Nos movemos ahora entre tierras láguenas donde la erosión ocasionada por el agua, el aire y el fuego han conformado paisajes oníricos. Sepultados entre trincheras calcáreas o entre los pequeños abismos que conforman las ramblas, parece que nuestro viaje nos adentra en un tiempo remoto. Desde el impresionante puente sobre la rambla de Huércal divisamos lejanías y sentimos la acometida de un sorprendente vértigo. En un momento el servidor tiene la fugaz impresión de que los tres viajeros conformamos una especie de Comunidad, parecida a la que acompañaba a Frodo en busca de un monte mágico, el del Destino, para destruir el Anillo Único. ¡Quién sabe! Nuestros pies siguen enfilando los infinitos raíles que se adentran en la cereza del crepúsculo.
 
Puente sobre la rambla de Las Norias
                                                           (continuará...)

                                       Todos los derechos reservados.

                                       Jesús Cánovas Martínez©
                                       Pedro Díaz Martínez©
                                       Lorenzo López Asensio©
 

miércoles, 17 de junio de 2015

TRAMO PRIMERO. ALMENDRICOS-GUADIX. ¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

ALMENDRICOS - GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

AVISO IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix, clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que fue escrito, las que ni acepto ni comparto.   


TRAMO PRIMERO

           
Tres aficionados a las marchas, amigos de subir y bajar montañas, de otear el infinito desde sus cumbres; amigos de hollar quebradas e indagar entre las ramblas a la zaga de las sombras; aficionados a las sendas y a los vericuetos imposibles y solitarios, gente de orden pero que el placer lo encontraba al perderse en la vastedad de la inmaculada naturaleza, en su solitaria grandeza, hacía tiempo que llevábamos en mente recorrer a pie la línea férrea abandonada Almendricos-Guadix. No solamente la necesidad de deporte nos impelía a realizar tal marcha, sino, sobre todo, una vieja añoranza que teníamos clavada como pequeña espina, y no era otra, como así nos confesamos mutuamente, sino nuestro amor al ferrocarril y la necesidad de protesta ante el desmantelamiento que estaban sufriendo las líneas férreas.

            Cuando no había progreso ni tecnología, de niños, viajábamos en trenes con máquinas de vapor, pero en aquel momento, cuando tanto se hablaba de progreso, comunicaciones, cambios, mejoras, etc., en una zona donde vivían decenas de miles de habitantes, se les privaba de una arteria de enlace básica entre Levante y Andalucía.

            Decidimos unir, cuatro años después de su clausura, ese cordón umbilical, de un modo simbólico, con el sueño de que un día nosotros mismos lo hiciéramos en un tren de los tiempos actuales, merecido para unos ciudadanos con un digno nivel de vida.

            Nos movía la consideración de que al ferrocarril no solamente se le puede ver como algo romántico del pasado, sino también como el medio de transporte, en general, de más proyección de futuro.

            Y como tal debía ser disfrutado por el número más extenso posible de ciudadanos: Era algo que cada vez más solicitaba la sociedad, y se debía asumir.

            En tal sentido, pensábamos, los que en sus manos tenían el poder de las decisiones, en vez de hacer vituperios a derechas o izquierdas deberían defender lo bueno y discriminar lo malo. Y si del ferrocarril se trataba no deberían confundir deficiencias administrativas con elementos esenciales del medio de transporte, en sí mismo.

            Por eso, preparados para la marcha, a lo largo de todo el recorrido pretendíamos indagar las diversas opiniones de los afectados sobre las repercusiones socio-económicas que en su día creó el cierre de este eje de comunicación, quizá propiciado por el abandono del servicio de la más mínima calidad que los tiempos actuales requieren. También pretendíamos comprobar si las gentes de los pueblos por donde pasaba la línea se habían olvidado de que durante casi cien años habían visto pasar el tren por su paisaje, cuando era la más alta expresión de progreso y de mejora en las comunicaciones, y de la que ahora se hallaban privados. Y esto a pesar de ser éste un medio de transporte totalmente vigente y con extraordinaria proyección de futuro, dadas sus condiciones de seguridad, confort, rapidez y respeto del entorno ecológico.

Estación de Zurgena, 1977. Eran otros tiempos
            Trataríamos, de un modo u otro, que las gentes nos contaran sus historias de viva voz. A esta intención añadíamos la de comprobar en qué quedaban las instalaciones de la línea, dada la desgraciada barbarie de algunos grupos de personas, con su falta de respeto a unas instalaciones que en su día dieron su servicio a los pueblos de la zona y entrañaban un patrimonio cultural.

            Ideado el proyecto, nos pusimos manos a la obra. Contactamos con la Asociación Cultural de Amigos del Ferrocarril “El Labradorcico”, y les expusimos nuestras inquietudes. El proyecto fue acogido con verdadero entusiasmo y nos brindaron toda la ayuda posible que en sus manos estaba.

            Un 19 de septiembre de 1989 —que ya es historia de nuestras pequeñas historias—, apertrechados de mochilas, palos, gorras, cámaras fotográficas, blocs de notas, zapatillas cómodas, magnetofón... y, por supuesto, muchísima ilusión, nos pusimos en marcha...

            La estación de Almendricos está desolada. No hay campanilla, no hay reloj que marque el tiempo de llegada y salida de los trenes. Apedreamientos certeros en las ventanas han esparcido cristales por el suelo, y las palomas, como irrisorios símbolos, ayudan a esta erosión del abandono con la diminuta pero eficaz exoneración blanquecina de su cloaca.

            A esta inerme desolación se le suma la desolación de un viejo, vestido de pana, de riguroso negro, con sombrero y cayado, que entabla una conversación con nosotros. El viejo, añoso, surcado en la cara por profundas arrugas, deja traslucir en sus ojos, hundidos y azules, una extraña nostalgia. Está sentado en un banco; sus manos, membranosas, han sido curtidas por el viento y la tierra y las mueve con lentitud al hablar. Recuerda el hombre cuando vino de Argentina. Él era un niño. La familia desembarcó en Cádiz y, debido a la brevedad acostumbrada con que se realizan en este país los trámites administrativos, la estancia en la ciudad portuaria se alargó durante varios días, unos cuantos más de los previstos. Eso no importaba; traía la familia una ilusión en sus alforjas: la de reencontrar a España. Se lo traían todo: Los muebles, las ropas y hasta el gato. El viejo recuerda con especial cariño un gramófono que terminó por perderse en la mudanza. Y nos cuenta el viaje en ferrocarril que hizo de Cádiz hasta Almendricos. Los ojos del viejo brillan, destellan una extraña viveza, se iluminan. Recuerda el pasado y parece que se transporta, que se va, que se esfuma y pierde en ese otro tiempo, el vivido y auténtico. De Cádiz a Sevilla; de Sevilla a Granada; de Granada a Almendricos, y todo este viaje en un tren interminable, de los antiguos, de los de locomotora de vapor y largo silbido en la noche. Es una fiesta oírlo hablar.

            —Y, vosotros, nenes, ¿a dónde vais?
            —Vamos a Guadix.

            No contiene el asombro y exclama:

            —¡Pero ya no pasan trenes!
           
—Lo sabemos. Por eso vamos a ir andando hasta allá para reivindicar la apertura de la línea.

            Nos mira el viejo de soslayo y de reojo.

            —¡Pero Guadix queda muy lejos!

            Entonces, para convencerle de la veracidad de nuestras intenciones, y de que éstas no nos las moverá nadie, sacamos la pancarta…

                                                           (continuará...)

El servidor junto con Pedro Díaz desplegando la pancarta.
                                                   Todos los derechos reservados.
                                                          
Jesús Cánovas Martínez©
                                    Pedro Díaz Martínez©
                                    Lorenzo López Asensio©



                                                           (continuará...)

                                                          

sábado, 13 de junio de 2015

ALMENDRICOS-GUADIX. ¡UNIDOS POR FERROCARRIL! (PRÓLOGO)

ALMENDRICOS-GUADIX. ¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

AVISO IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix, clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que fue escrito, las que ni acepto ni comparto.   


PRÓLOGO

El 1 de enero de 1985, el por aquel entonces ministro socialista de Transporte, Turismo y Comunicaciones, Enrique Barón, tuvo la ocurrencia de clausurar el ramal ferroviario que comunicaba la localidad de Almendricos (Murcia) con la de Guadix (Granada). Se conocía como El “Ferrocarril del Almanzora” o La “Línea Ferroviaria del Almanzora”, ya que la mayor parte de su recorrido discurría por la cuenca de lo que en remotos tiempos fue un caudaloso río del mismo nombre; hoy, desgraciadamente, debido a la pertinaz endemia de agua propia del sureste de España, en algunos trechos, ancha rambla. La línea se hallaba en mal estado y había tramos en los que los trenes de la época —entre ellos los de lujo, el TER o el Talgo, que alcanzaban la velocidad de 120 km. por hora, máxima permitida en la red ferroviaria—, sólo podían circular con la tremebunda ventolera de 30 Km. por hora. Una distancia de 161 Km., con las sucesivas paradas en las localidades de la cuenca del Almanzora, podía eternizarse de este modo. Quizá razones no faltaban para tal decisión, pero si ponderamos que aquel cierre supuso de hecho la incomunicación ferroviaria entre Levante y Andalucía —a partir de ese momento cualquier viajero que, por ejemplo, quisiera ir de Murcia a Granada, tenía que subir hasta Alcázar de San Juan (Ciudad Real) y transbordar desde allí a un nuevo tren para llegar a destino—, tendremos motivos más que suficientes para meditar al respecto. Pues es un hecho que por aquella época a algunos probos políticos se les llenaba la boca con el famoso “Corredor Mediterráneo”, proyecto necesario no sólo en lo que atañía al transporte de pasajeros, sino también a la salida de mercancías y productos agrícolas de la emergente Almería. Curiosamente hoy en día, pasados muchos años y habiendo llovido demasiado poco en las localidades del Sur, se sigue hablando del mismo Corredor, pero el Corredor, por lo menos en lo que atañe a su vertiente ferroviaria, sigue sin existir.
161 Kilómetros... Hacía tres años antes del cierre que se habían electrificado los pasos a niveles. Hubiera bastado quizá una módica inversión para reformar la vía y no privar de esta manera de un servicio tan necesario para el desarrollo de la zona, y más que de la zona, del país. Los que no somos políticos entendemos poco de ciertas decisiones, pero lo cierto es que medidas como la referente ayudaban a la configuración de los Reinos de Taifa en los que pronto se configuró esta maltratada nación a la que llamamos España.
Soy hijo de ferroviario, nieto de ferroviario y biznieto de ferroviario, y, hoy en día, mi hermano perpetúa la tradición de la familia. Si digo esto es para resaltar que mi interés por el ferrocarril es incuestionable. En mis retinas de niño tengo grabada la figura de mi padre como un dios de carbón y fuego subido a la máquina; viajé en vagones cuyos asientos eran de tablas —aquellos tercera de la época— y me peleé muchas veces con mi hermano por coger el asiento de la ventanilla; en los túneles me entró carbonilla en los ojos y tengo el recuerdo de viajes casi épicos que, en realidad, cubrían distancias muy cortas. Viajaba la familia con innumerables bártulos, a los que se les adosaba por necesidad una vieja mimbrera, atada con renegrida correa, lugar donde tomaba plaza Rasputín, nuestro gato. Era otro modo de vida, otro techo a conseguir, otras aspiraciones... El mundo estaba configurado de forma diferente.
El padre del servidor arriba, en la máquina.

El ferrocarril condicionaba un modo de vida, una forma de estar en el mundo —por lo menos, como yo lo viví en mi infancia y primera juventud—, y las familias que vivían de él asumían una ética y estética concretas. Ser ferroviario, vivir al borde de una línea, imprimía carácter. En épocas de penuria no pocas veces salían las mujeres con cubos de cinc o capazos de esparto a pedir carbón a los maquinistas —eso lo han visto mis ojos—, y no pocas veces aquellos lejanos trenes tirados por máquinas de vapor servían de medio a las pequeñas economías domésticas para realizar los necesarios trueques del estraperlo.
De las cosas que he realizado de las cuales no me arrepiento —me arrepiento más bien de aquellas otras muchas que no he realizado—, una de ellas fue la marcha a pie por la antigua línea ferroviaria de Almendricos a Guadix. Fue una marcha para protestar contra el cierre de la línea y reivindicar su apertura en la que nos involucramos tres locos —Lorenzo López, profesor de Dibujo, Pedro Díaz, guardabarreras, más tarde maestro de escuela, más tarde revisor y mucho más tarde abogado, y el servidor, profesor de Filosofía—, y digo locos porque la hazaña terminó con un brindis al sol; sólo años después de realizada comenzaron a moverse en las poblaciones de la zona ciertas plataformas a favor de su reapertura.
Contactamos, en primer lugar, con Miguel Losilla —mucho le debe Águilas a este hombre, pues gracias a él el ramal de Lorca a Águilas, pese a los que lo pretendían, no llegó a cerrarse—, por aquellas fechas presidente de la Asociación Cultural de Amigos del Ferrocarril “El Labradorcico” de Águilas, con el fin de solucionar problemas de logística y darle a la aventura el sesgo que pretendíamos. Losilla se volcó en el proyecto facilitándonos todo lo que estaba de su mano. La idea original consistía en dejarnos caer con una zorrilla desde Guadix hasta Almendricos, hasta Águilas incluso, aprovechando el desnivel. No pudo ser. Unas lluvias torrenciales caídas a principios de septiembre de aquel año de 1989 produjeron destrozos de consideración en la vía: se cayeron puentes y pontetas, quedaron retorcidos y desplazados los armazones de las vías, y varios de sus tramos fueron encenagados por el lodo y las tierras láguenas. Así que cambiamos el plan e hicimos el recorrido a pie, pero a la inversa.
La aventura levantó pasiones en las poblaciones por las que pasamos, y a más de un viejo ferroviario le llevó a convocar recuerdos y añoranzas. Poco después de acabarla, Losilla nos pidió un pequeño relato de la misma. Salió como apéndice del libro conmemorativo “Memorias de la línea férrea “Lorca a Baza” y “Almendricos a Águilas” (años 1960-1990)” de J. García López. Francisco Ocón, compañero de trabajo oriundo de Guadix, nos pidió permiso para su publicación en “Wadi-as”, una revista accitana que cubría noticias de la comarca. Gustosos accedimos, lo mismo que accedimos a entrevistas de radio, a sucesivas menciones en los periódicos y a posteriores conferencias.
Los tres reivindicativos aventureros proyectamos realizar un pequeño libro —y, en consecuencia, nos distribuimos el trabajo—, donde quedaría ampliado el relato y se le añadirían croquis y fotografías, así como los diversos testimonios de las diferentes personas con las que pudimos hablar durante aquella marcha. Tal libro sigue en proyecto.
Miguel Losilla

En la estación de Águilas hay un pequeño museo del ferrocarril auspiciado por la Asociación del “Labradorcico”. Quien lo visite encontrará suficiente información gráfica de la aventura. Aquí dejo un par de referencias acerca de dicho Museo: Teléfono: 667 501 488 / Fax: 968 411 068; E-mail: labradorcico@terra.es.
Y sin más dilación ahí va el relato prometido:
                                                                     (continuará...)

                                                 Todos los derechos reservados

                                                 Jesús Cánovas Martínez©

lunes, 8 de junio de 2015

APUNTE EN TORNO AL TEMA DE LA FELICIDAD

He manifestado en más de una ocasión que, al igual que Raymond Abellió, pienso que sólo existen tres temas dignos de atención, a los cuales se puede reducir cualquier otro: el sexo, el arte y la muerte. El tema de la felicidad, sin lugar a dudas, por su ultimidad, cae del lado de la muerte. Años más tarde de la publicación de las dos partes del artículito “Sobre la felicidad” en la revista “Fluido”, dirigida por Nelson Moraga. Ricardo Cáceres, Inspector Jefe de policía por aquel entonces, que supervisaba una revista del cuerpo con tirada de 25.000 ejemplares, si mal no recuerdo, me invitó a participar en la misma. Tuve el honor de colaborar en varios de sus números. En uno de ellos publiqué el siguiente artículo que podía ser, perfectamente, continuación de los anteriores:







APUNTE EN TORNO AL TEMA DE LA FELICIDAD



Siendo joven, o no tan mayorcito como parece que me estoy convirtiendo, recuerdo que asistí a una conferencia que impartía Fernando Savater precisamente sobre el tema de la felicidad. Después de varios circunloquios, citas, derivaciones; después de una palabra envolvente y un verbo fluido, de subidas y bajadas incesantes por los cerros de Úbeda, aproximaciones y distanciamientos, el eximio profesor vino a concluir que la felicidad no consistía en otra cosa sino en tener algo importante de lo que ocuparse. En estar entretenidos, en definitiva. Pero a ese entretenimiento le añadía la coletilla de que debía ser algo que nos arrastrara, un objetivo firme y claro en nuestra vida; algo a conseguir, algo a lo que dedicarse con pasión. Y no le faltaba razón al profesor. Cuando nos entregamos de corazón a una tarea que literalmente nos absorbe el tiempo y la vida, parece que pasan a segundo plano el sentir rutinario al que se acomodan los días, el tributo a una naturaleza asaz agobiante o la servidumbre a que nos incita el pacto con lo social. Sin embargo, a pesar de coincidir con Savater en lo básico salí insatisfecho de las conclusiones de aquella conferencia, ya que, a mi modo de ver, sin dejar de ser cierta su definición de la felicidad, se quedaba un tanto a ras de suelo, pedestre, corta. Por de pronto, pensé, adolecía de dos rasgos que no podían faltar en un hombre feliz: la paz interior y la sensación de plenitud.
Que la medida de la felicidad la da el hombre feliz, como paradigma, no ofrece la menor duda al sentido común, pero si echamos una mirada por nuestro entorno comprobamos qué pocos son los felices, y esta circunstancia supone algo que hasta cierto punto puede descorazonarnos. Quizá sea debido a una incapacidad implícita de nuestra naturaleza, una suerte de adolencia básica, aunque tal vez pudiera ser que no nos han enseñado a ser felices. Los sistemas educativos tienden a delinear correctamente el orden de nuestras ideas en cuanto a que estas sean funcionales, esto es, obedezcan, utilizando cierta terminología, a intereses puramente instrumentales; pero tales sistemas, hoy por hoy, inciden poco y malamente en el mundo de nuestros afectos y emociones o en cómo se ha de realizar la corrección de nuestra conducta en aras de la consecución de la felicidad. Preciso que cuando hablo de educación, o sistemas educativos, lo hago en un sentido amplio y no me refiero únicamente a las mescolanzas que se imparten en nuestros centros de enseñanza, sino a los ejemplos o modelos que nos ofrece la calle o la televisión, a esa atmósfera insoslayable y malversada que impregna nuestro mundo. El caso es que no se nos enseña a ser felices y, a lo que se deduce, ocurre justamente lo contrario: parece que nos han deformado para no serlo. Nadie, repito, parece ser feliz del todo, por lo que este tema adquiere carácter de urgencia.

¿Cómo abordarlo? Vayamos por partes, lo primero que habría que precisar es que —coincidiendo con Savater— difícilmente la felicidad puede consistir en la abulia, la pereza, el abandono, el no querer nada, algo que sólo puede abocar al relativismo en torno a los valores como antesala de lo que vendrá después: el nihilismo, el vacío interior, y sus concomitantes psicológicos, la angustia y la desesperación. En el mejor de los casos tal actitud nos llevaría a una mineralización de nuestro ser o a una consciencia gris extendida sobre la superficie de las cosas. El elemento pasión, pues, no contradice lo consustancial de la felicidad. Pero, ¿de qué pasión se trata? Ya Buda alertó sobre el hecho de que el deseo engendra dolor. El deseo no satisfecho produce frustración y ésta es tanto más dolorosa cuanto intenso es aquél. Pero aún si se satisface el deseo, éste no se extingue; así que engendra nuevos deseos con más celeridad, los que tratan de satisfacerse a toda costa envolviéndonos en un círculo de locura. En la tradición occidental este carácter proteico del deseo es comparado con la Hidra, aquella con la que luchó Hércules —hijo del cielo y de la tierra quien busca su morada celeste, es decir, trabaja en su realización—, el prototipo del héroe. Cuando, Hércules, en lucha denodada le cortaba una cabeza a la Hidra, a ésta le brotaban dos nuevas, lo que simboliza que el deseo satisfecho no se extingue sino que rebrota con más fuerza e intensidad. El héroe sólo pudo derrotar a la Hidra alzándola del suelo; de esta forma, al no tocar tierra, perdió su fuerza.
Sublimar el deseo, por tanto, trascenderlo, trasponerlo de plano o reconvertirlo, sería la única forma sana de mantener un trato con el mismo; no se trata de anularlo, sino de fijarlo en realidades no terrestres; así es cómo se puede acabar con la tortura y esclavitud a las que nos somete. Y si volvemos a las consideraciones del budismo —un cuerpo extraño a nuestra tradición occidental y, consecuentemente, proclive a deformaciones o a ser torcidamente interpretado—, difícilmente podríamos entender la disciplina a la que se somete el monje que busca su liberación si por lo menos no lo animara un deseo: el deseo de anular todo deseo. Propiamente lo único que tiene el monje en su haber es este deseo de escapar a la rueda del samsara, la rueda de la desdicha y de los sucesivos nacimientos y muertes a la que quedamos atados por el Karma, la ley de Cusa-Efecto, la misma que anima el deseo mundano. Dentro de la tradición occidental diríamos que quien busca su realización lo mueve el deseo de salir de la jungla del mundo. Para ello lo ha de transmutar y referirlo a otro plano, y, de esta forma, convertirlo en fuerza ejecutora de la propia realización; lo ha de convertir en deseo de búsqueda, en deseo de equilibrio, en deseo de paz, en deseo de felicidad, en definitiva.

Aunque transitivos, todos nosotros hemos sentido alguna vez estados de gozo y paz; incluso el hombre de existencia más desgraciada puede mirar con nostalgia hacia su infancia en la que el dolor no existía o se amortiguaba con facilidad. En aquel tiempo remoto de nuestra niñez —me refiero a la primera niñez— vivíamos en un trato inocente con las cosas y no sabíamos de la constricción a la que someten los límites; no experimentábamos la culpa ni esa especie de rotura que nos aísla del todo y nos hace sentirnos solos en un mundo cruel donde campea la voracidad: la ley de la selva de la lucha de todos contra todos. La memoria nos trae a ráfagas aquel recuerdo, y el recuerdo nos transporta a la esperanza de que quizá pudiera ser recuperable; por tanto, según su recuerdo, a todo hombre se le ofrece una tarea de magna importancia que implica al conjunto de su vida: reencontrar y hacer efectivo un estado felicitario permanente, de armonía, de equilibrio, de paz interior, de plenitud. Esta tarea la debe cumplir apasionadamente, pues si no posee el deseo de escapar de su desgracia y querer ser feliz, difícilmente podrá llegar a conseguirlo. En este sentido, sometida a la ponderación de cada cual, se podría aventurar una máxima que podría constituir una primera conclusión sobre este tema: “Si quieres ser feliz, trabaja para ser feliz.”
Nadie nos va a regalar nada en tema tan trascendente; gratuitamente no llueven los alimentos, ni los árboles dan electrodomésticos al alcance de nuestra mano. Sería un error pensar que el futuro nos deparará algo mejor a nuestro presente; esto no es así, pues muchos futuros son los que se han convertido en pasado y seguimos experimentando la infelicidad, o tal vez nos encontramos peor que antes. Tampoco cabe mirar hacia atrás y decirnos que ya ha pasado la mala racha que nos atenazaba y compungía y ahora la vida nos sonríe; puede que esto sea cierto, pero no sabemos por cuánto tiempo. No podemos estar supeditados a lo que nos ocurra; nada externo a nosotros mismos puede hacernos felices, aunque sí desgraciados. Un acontecimiento agradable nos ilusiona durante un momento, pero no es garantía de nada, y menos de su permanencia. Las olas de la vida nos ofrecen sin cesar tanto lo agradable como lo desagradable, por lo que no deberíamos estar expuestos a tanto vaivén sin sentido; el tiempo pasa y la muerte se aproxima. Dejar que la vida nos viva sin hacer algo al respecto supone una grave irresponsabilidad que niega nuestra propia condición de humanos y nos asemeja a los animales o las plantas; es ahí donde radica la auténtica pereza, la sumisión servil a un destino siempre incierto que anonada nuestro ser y lo anega en la grisura. Sin embargo, cuando se toma consciencia de un problema, y si este es grave, nadie está tan loco como para no intentar ponerle remedio. Ahora, concienciados de un desastre y una pérdida, experimentando la infelicidad, ya tenemos algo importante en qué ocuparnos, algo que dé sentido a nuestra vida y la realice: la búsqueda de nuestra propia felicidad.

Bien, ¿y en qué consiste la felicidad? ¿Y cómo llegar a ella? Estas dos preguntas están en estrecha correspondencia una con otra y la respuesta que demos a una concomitantemente nos servirá para la otra. Aristóteles trata de responder a estas cuestiones en la  Ética Nicomáquea, y lo hace, a mi modo de ver, de manera “filosóficamente” insuperable. Para el filósofo griego el fin del hombre consiste en alcanzar su perfección, que no es otra cosa que la felicidad; ahora bien, esta felicidad está supeditada al trabajo sobre uno mismo, o, lo que es lo mismo, al cultivo de la virtud —del termino griego areté, excelencia, que los latinos traducen por vir, fuerza—. La virtud, para Aristóteles, es consecuencia de un hábito, y como tal consecuencia se adquiere por repetición de actos, los que conforman nuestra manera de estar en el mundo, esto es, nuestro carácter. Las virtudes así conformadas suponen las excelencias a las que podemos llegar, ya sean de nuestro cuerpo, de nuestro ser emocional o de la propia inteligencia. Lo propio de su consecución o no estriba, por tanto, en nuestro propio trabajo y esfuerzo; por eso todas ellas vienen formuladas en condicional, que podríamos resumir de esta manera:
1) En cuanto al cuerpo: “Si quieres tener un cuerpo sano, desarrolla hábitos saludables, dietéticos, gimnásticos, observa convenientemente los períodos de actividad y descanso, etcétera.”
2) En cuanto al psiquismo: “Si, por otra parte, deseas un carácter saludable, armónico, que te permita ser dueño de tus pasiones o tendencias y de este modo dirigir tu vida, busca el equilibrio entre tus pulsiones y potencias; haz que tu razón penetre y modere según un justo medio toda la carga de visceralidad que posee tu ser.”
3) En cuanto a la inteligencia: “Si, finalmente, quieres llegar a la comprensión de lo que es el mundo y de ti mismo, cultiva las virtudes de la inteligencia que te harán estar en posesión de la verdad según su diferente modo de enfoque.”
De entre todas las virtudes, Aristóteles presta especial atención a la que él denomina prudencia —phrónesis, en griego—, la virtud del equilibrio, que, en cuanto posee un carácter mixto, pues lo es tanto del carácter como de la inteligencia, por lo mismo es la virtud reguladora del resto de las virtudes del carácter y, por consiguiente, de toda la parte tendencial del psiquismo. Alcanzar la prudencia, supone haber llegado a una madurez en la vida, lo que se traduce en una suerte de sabiduría práctica —en el sentido auténtico de esta expresión—, como, por ejemplo, pudiera ser la del médico que, debido a su experiencia, conoce el remedio para la enfermedad, o la del ecónomo que sabe lo que hay que hacer para optimizar una hacienda. Al igual que ocurre en estos ejemplos, por la prudencia nuestra vida queda sometida a un cálculo de medios para alcanzar fines, a una administración eficaz de nuestras posibilidades en la tarea del vivir; a saber esperar la circunstancia o el tiempo oportuno —Kayrós— para una acción determinada, o a prever el futuro en la medida de nuestras posibilidades. En definitiva, la prudencia supone la administración eficaz y conveniente de nuestra vida. Hay en la literatura una figura que ilustra al hombre prudente, y no es otra que la del Caballero del Verde Gabán, don Diego de Miranda, que aparece en el capítulo dieciséis de la segunda parte del Quijote, a quien Sancho, al conocer su modo de vida, en un arrebato besa los pies al tiempo que exclama: “Déjeme besar; porque me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida”, y en cuya casa, después de algunas pláticas sin desperdicio, el hidalgo de la Mancha se hospeda por una noche. Al idear esta figura, Cervantes, impregnado de ese senequismo de herencia aristotélica que recorre nuestro siglo de Oro, se sirve para exponer su punto de vista sobre cómo debe ser nuestra correcta conducción en la vida. Dejo la sugerencia al lector y le invito a que acuda al texto referido y lo saboreé por sí mismo.

Ahora bien, dicho lo anterior, dos preguntas nos salen al paso: ¿Todos los hombres tenemos las mismas posibilidades de alcanzar la prudencia, esa maestría de vida?; por otra parte, y viniendo a nuestro tema, ¿podemos considerar feliz al hombre prudente? Un no como respuesta para la primera y otro no para la segunda. No partimos de las mismas circunstancias en nuestras vidas; desde el mismo momento del nacimiento existen las disimilitudes. Sea por la diferente condición corporal, la inteligencia, el status social, la simpatía o antipatía del temperamento, el momento, tanto histórico como geográfico del nacimiento, o cualquier otra circunstancia que podamos pensar, cada hombre es diferente. Sin embargo, esto dicho, también habría que añadir que las condiciones de salida no invalidan la responsabilidad que cada ser humano tiene ante sí mismo, la tarea que cada uno en particular tiene de optimizar su vida en la medida permitida por sus límites; pues es cierto que hay quien lo tuvo todo a su favor y lo perdió todo porque tontamente malgastó su crédito, como también quien no tuvo nada y lo obtuvo todo porque cada obstáculo lo tomó como un acicate de superación. En cualquier caso, debemos considerar que las circunstancias de las que partimos son las mejores para cada uno de nosotros, sencillamente porque son las únicas que tenemos; son el único suelo desde donde poder elevarnos.
Con respecto a la segunda pregunta, Aristóteles tiene claro que regirse por la prudencia no significa alcanzar la felicidad, aunque si sólo la prudencia consiguiéramos, ya habríamos conseguido bastante. Instalados en ella, si no rozándolos, no estaríamos tan lejos de poseer esos rasgos del estado felicitario enunciados más arriba: la paz interior y el sentimiento de plenitud. Y es así, con la entereza de carácter que da la phrónesis, que se es capaz de resistir los embates del dolor y de afrontar con serenidad las pruebas cotidianas a las que nos somete la vida. Cuando hemos conseguido un grado de entereza suficiente, no nos perturba la banalidad ni las veleidades del mundo; así, el dolor físico sólo nos puede afectar en lo físico, no más allá, teniendo en nuestra mano la posibilidad de poder conjurar todo otro tipo de dolor.
No obstante, la felicidad como tal supone la emancipación de cualquier tipo de servidumbre, por lo que propiamente, dice Aristóteles, no corresponde a los hombres —a no ser los muy excepcionales—, sino a los dioses. La felicidad, al no contrastarse con lo cotidiano —los intereses y menesteres de la cotidianeidad—, cuando se ha conseguido, se ha conseguido para siempre, ya que una felicidad pasajera no es felicidad sino distracción y huida hacia adelante. La felicidad, propiamente, pertenece al sabio, y no al prudente. Podríamos considerar sabio a aquél hombre que se eleva hacia lo divino, pues se ocupa de asuntos que no son propiamente humanos a la vez que conoce la razón del ser de las cosas; la fruición con que vive su vida, al no estar supeditada a los embates de lo cotidiano, es duradera, y en cuanto duradera, de índole diferente al común de los mortales, incluso al más prudente. El hombre sabio es, por consiguiente, el hombre verdaderamente libre. Y esta libertad, y no otra cosa, corona su estado felicitario.
Yo no sé hasta qué punto Aristóteles era heredero de una tradición esotérica —su maestro Platón sí lo era—, y al distinguir entre prudencia (phrónesis) y sabiduría (Sofía) estaba estableciendo con nitidez una diferencia; a saber, lo que en nuestra tradición hermética se conoce como los “pequeños misterios” y los “grandes misterios”. Los “pequeños misterios” son aquellas acciones o prácticas que nos centran en nuestro ser, esto es, reducen la horizontalidad y dispersión en la que vivimos a un centro; los “grandes misterios” son aquellas acciones o prácticas, avaladas por el conocimiento, por las que a partir de este centro conseguido, nos podemos elevar a estados superiores de ser. Los “pequeños misterios” nos centran como seres humanos; los “grandes misterios” nos catapultan hacia los dioses. Si, desde nuestra tradición occidental, damos un salto a la tradición extremo oriental quizá podríamos iluminar este tema. Así, el Taoísmo distingue entre el “tchenn-jen”, el hombre que ha realizado la integralidad del estado humano y se convierte en “Hombre Verdadero”, y el “cheun-jen”, el hombre que partiendo del punto de realización anterior se eleva a los estados superiores de ser y realiza la totalización perfecta de sus posibilidades, deviniendo de esta manera “Verdadero Hombre” u “Hombre Divino”. Si abundamos más en esta idea y comparamos el carácter emancipado que el sabio ha de tener para Aristóteles, conditio sine qua non de su felicidad, con las doctrinas taoístas, observaremos que lo propio del “Hombre Divino” es la “extinción” que opera ante sí y ante el mundo; esto no es otra cosa que la plenitud del ser alcanzada correlativa a su “no actuar” —wou-wei—, el que, paradójicamente, se convierte en plenitud de actividad, pues desde ahí dimanan cualesquiera actividades particulares. Paralelamente, para Aristóteles, la visión teorética o contemplativa del sabio constituye la forma más alta de actividad.

Ciertamente, el hombre es una paradoja situada a mitad de camino entre dos extremos. Utilizando el simbolismo espacial anteriormente indicado, tanto por arriba como por abajo roza con el misterio: por abajo, con la bestialidad; por arriba, con lo divino. La felicidad cae del lado de lo divino y depende en cierta medida de nosotros. La otra parte de la medida la aporta el toque del cielo.

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                                       Jesús Cánovas Martínez©