lunes, 8 de junio de 2015

APUNTE EN TORNO AL TEMA DE LA FELICIDAD

He manifestado en más de una ocasión que, al igual que Raymond Abellió, pienso que sólo existen tres temas dignos de atención, a los cuales se puede reducir cualquier otro: el sexo, el arte y la muerte. El tema de la felicidad, sin lugar a dudas, por su ultimidad, cae del lado de la muerte. Años más tarde de la publicación de las dos partes del artículito “Sobre la felicidad” en la revista “Fluido”, dirigida por Nelson Moraga. Ricardo Cáceres, Inspector Jefe de policía por aquel entonces, que supervisaba una revista del cuerpo con tirada de 25.000 ejemplares, si mal no recuerdo, me invitó a participar en la misma. Tuve el honor de colaborar en varios de sus números. En uno de ellos publiqué el siguiente artículo que podía ser, perfectamente, continuación de los anteriores:







APUNTE EN TORNO AL TEMA DE LA FELICIDAD



Siendo joven, o no tan mayorcito como parece que me estoy convirtiendo, recuerdo que asistí a una conferencia que impartía Fernando Savater precisamente sobre el tema de la felicidad. Después de varios circunloquios, citas, derivaciones; después de una palabra envolvente y un verbo fluido, de subidas y bajadas incesantes por los cerros de Úbeda, aproximaciones y distanciamientos, el eximio profesor vino a concluir que la felicidad no consistía en otra cosa sino en tener algo importante de lo que ocuparse. En estar entretenidos, en definitiva. Pero a ese entretenimiento le añadía la coletilla de que debía ser algo que nos arrastrara, un objetivo firme y claro en nuestra vida; algo a conseguir, algo a lo que dedicarse con pasión. Y no le faltaba razón al profesor. Cuando nos entregamos de corazón a una tarea que literalmente nos absorbe el tiempo y la vida, parece que pasan a segundo plano el sentir rutinario al que se acomodan los días, el tributo a una naturaleza asaz agobiante o la servidumbre a que nos incita el pacto con lo social. Sin embargo, a pesar de coincidir con Savater en lo básico salí insatisfecho de las conclusiones de aquella conferencia, ya que, a mi modo de ver, sin dejar de ser cierta su definición de la felicidad, se quedaba un tanto a ras de suelo, pedestre, corta. Por de pronto, pensé, adolecía de dos rasgos que no podían faltar en un hombre feliz: la paz interior y la sensación de plenitud.
Que la medida de la felicidad la da el hombre feliz, como paradigma, no ofrece la menor duda al sentido común, pero si echamos una mirada por nuestro entorno comprobamos qué pocos son los felices, y esta circunstancia supone algo que hasta cierto punto puede descorazonarnos. Quizá sea debido a una incapacidad implícita de nuestra naturaleza, una suerte de adolencia básica, aunque tal vez pudiera ser que no nos han enseñado a ser felices. Los sistemas educativos tienden a delinear correctamente el orden de nuestras ideas en cuanto a que estas sean funcionales, esto es, obedezcan, utilizando cierta terminología, a intereses puramente instrumentales; pero tales sistemas, hoy por hoy, inciden poco y malamente en el mundo de nuestros afectos y emociones o en cómo se ha de realizar la corrección de nuestra conducta en aras de la consecución de la felicidad. Preciso que cuando hablo de educación, o sistemas educativos, lo hago en un sentido amplio y no me refiero únicamente a las mescolanzas que se imparten en nuestros centros de enseñanza, sino a los ejemplos o modelos que nos ofrece la calle o la televisión, a esa atmósfera insoslayable y malversada que impregna nuestro mundo. El caso es que no se nos enseña a ser felices y, a lo que se deduce, ocurre justamente lo contrario: parece que nos han deformado para no serlo. Nadie, repito, parece ser feliz del todo, por lo que este tema adquiere carácter de urgencia.

¿Cómo abordarlo? Vayamos por partes, lo primero que habría que precisar es que —coincidiendo con Savater— difícilmente la felicidad puede consistir en la abulia, la pereza, el abandono, el no querer nada, algo que sólo puede abocar al relativismo en torno a los valores como antesala de lo que vendrá después: el nihilismo, el vacío interior, y sus concomitantes psicológicos, la angustia y la desesperación. En el mejor de los casos tal actitud nos llevaría a una mineralización de nuestro ser o a una consciencia gris extendida sobre la superficie de las cosas. El elemento pasión, pues, no contradice lo consustancial de la felicidad. Pero, ¿de qué pasión se trata? Ya Buda alertó sobre el hecho de que el deseo engendra dolor. El deseo no satisfecho produce frustración y ésta es tanto más dolorosa cuanto intenso es aquél. Pero aún si se satisface el deseo, éste no se extingue; así que engendra nuevos deseos con más celeridad, los que tratan de satisfacerse a toda costa envolviéndonos en un círculo de locura. En la tradición occidental este carácter proteico del deseo es comparado con la Hidra, aquella con la que luchó Hércules —hijo del cielo y de la tierra quien busca su morada celeste, es decir, trabaja en su realización—, el prototipo del héroe. Cuando, Hércules, en lucha denodada le cortaba una cabeza a la Hidra, a ésta le brotaban dos nuevas, lo que simboliza que el deseo satisfecho no se extingue sino que rebrota con más fuerza e intensidad. El héroe sólo pudo derrotar a la Hidra alzándola del suelo; de esta forma, al no tocar tierra, perdió su fuerza.
Sublimar el deseo, por tanto, trascenderlo, trasponerlo de plano o reconvertirlo, sería la única forma sana de mantener un trato con el mismo; no se trata de anularlo, sino de fijarlo en realidades no terrestres; así es cómo se puede acabar con la tortura y esclavitud a las que nos somete. Y si volvemos a las consideraciones del budismo —un cuerpo extraño a nuestra tradición occidental y, consecuentemente, proclive a deformaciones o a ser torcidamente interpretado—, difícilmente podríamos entender la disciplina a la que se somete el monje que busca su liberación si por lo menos no lo animara un deseo: el deseo de anular todo deseo. Propiamente lo único que tiene el monje en su haber es este deseo de escapar a la rueda del samsara, la rueda de la desdicha y de los sucesivos nacimientos y muertes a la que quedamos atados por el Karma, la ley de Cusa-Efecto, la misma que anima el deseo mundano. Dentro de la tradición occidental diríamos que quien busca su realización lo mueve el deseo de salir de la jungla del mundo. Para ello lo ha de transmutar y referirlo a otro plano, y, de esta forma, convertirlo en fuerza ejecutora de la propia realización; lo ha de convertir en deseo de búsqueda, en deseo de equilibrio, en deseo de paz, en deseo de felicidad, en definitiva.

Aunque transitivos, todos nosotros hemos sentido alguna vez estados de gozo y paz; incluso el hombre de existencia más desgraciada puede mirar con nostalgia hacia su infancia en la que el dolor no existía o se amortiguaba con facilidad. En aquel tiempo remoto de nuestra niñez —me refiero a la primera niñez— vivíamos en un trato inocente con las cosas y no sabíamos de la constricción a la que someten los límites; no experimentábamos la culpa ni esa especie de rotura que nos aísla del todo y nos hace sentirnos solos en un mundo cruel donde campea la voracidad: la ley de la selva de la lucha de todos contra todos. La memoria nos trae a ráfagas aquel recuerdo, y el recuerdo nos transporta a la esperanza de que quizá pudiera ser recuperable; por tanto, según su recuerdo, a todo hombre se le ofrece una tarea de magna importancia que implica al conjunto de su vida: reencontrar y hacer efectivo un estado felicitario permanente, de armonía, de equilibrio, de paz interior, de plenitud. Esta tarea la debe cumplir apasionadamente, pues si no posee el deseo de escapar de su desgracia y querer ser feliz, difícilmente podrá llegar a conseguirlo. En este sentido, sometida a la ponderación de cada cual, se podría aventurar una máxima que podría constituir una primera conclusión sobre este tema: “Si quieres ser feliz, trabaja para ser feliz.”
Nadie nos va a regalar nada en tema tan trascendente; gratuitamente no llueven los alimentos, ni los árboles dan electrodomésticos al alcance de nuestra mano. Sería un error pensar que el futuro nos deparará algo mejor a nuestro presente; esto no es así, pues muchos futuros son los que se han convertido en pasado y seguimos experimentando la infelicidad, o tal vez nos encontramos peor que antes. Tampoco cabe mirar hacia atrás y decirnos que ya ha pasado la mala racha que nos atenazaba y compungía y ahora la vida nos sonríe; puede que esto sea cierto, pero no sabemos por cuánto tiempo. No podemos estar supeditados a lo que nos ocurra; nada externo a nosotros mismos puede hacernos felices, aunque sí desgraciados. Un acontecimiento agradable nos ilusiona durante un momento, pero no es garantía de nada, y menos de su permanencia. Las olas de la vida nos ofrecen sin cesar tanto lo agradable como lo desagradable, por lo que no deberíamos estar expuestos a tanto vaivén sin sentido; el tiempo pasa y la muerte se aproxima. Dejar que la vida nos viva sin hacer algo al respecto supone una grave irresponsabilidad que niega nuestra propia condición de humanos y nos asemeja a los animales o las plantas; es ahí donde radica la auténtica pereza, la sumisión servil a un destino siempre incierto que anonada nuestro ser y lo anega en la grisura. Sin embargo, cuando se toma consciencia de un problema, y si este es grave, nadie está tan loco como para no intentar ponerle remedio. Ahora, concienciados de un desastre y una pérdida, experimentando la infelicidad, ya tenemos algo importante en qué ocuparnos, algo que dé sentido a nuestra vida y la realice: la búsqueda de nuestra propia felicidad.

Bien, ¿y en qué consiste la felicidad? ¿Y cómo llegar a ella? Estas dos preguntas están en estrecha correspondencia una con otra y la respuesta que demos a una concomitantemente nos servirá para la otra. Aristóteles trata de responder a estas cuestiones en la  Ética Nicomáquea, y lo hace, a mi modo de ver, de manera “filosóficamente” insuperable. Para el filósofo griego el fin del hombre consiste en alcanzar su perfección, que no es otra cosa que la felicidad; ahora bien, esta felicidad está supeditada al trabajo sobre uno mismo, o, lo que es lo mismo, al cultivo de la virtud —del termino griego areté, excelencia, que los latinos traducen por vir, fuerza—. La virtud, para Aristóteles, es consecuencia de un hábito, y como tal consecuencia se adquiere por repetición de actos, los que conforman nuestra manera de estar en el mundo, esto es, nuestro carácter. Las virtudes así conformadas suponen las excelencias a las que podemos llegar, ya sean de nuestro cuerpo, de nuestro ser emocional o de la propia inteligencia. Lo propio de su consecución o no estriba, por tanto, en nuestro propio trabajo y esfuerzo; por eso todas ellas vienen formuladas en condicional, que podríamos resumir de esta manera:
1) En cuanto al cuerpo: “Si quieres tener un cuerpo sano, desarrolla hábitos saludables, dietéticos, gimnásticos, observa convenientemente los períodos de actividad y descanso, etcétera.”
2) En cuanto al psiquismo: “Si, por otra parte, deseas un carácter saludable, armónico, que te permita ser dueño de tus pasiones o tendencias y de este modo dirigir tu vida, busca el equilibrio entre tus pulsiones y potencias; haz que tu razón penetre y modere según un justo medio toda la carga de visceralidad que posee tu ser.”
3) En cuanto a la inteligencia: “Si, finalmente, quieres llegar a la comprensión de lo que es el mundo y de ti mismo, cultiva las virtudes de la inteligencia que te harán estar en posesión de la verdad según su diferente modo de enfoque.”
De entre todas las virtudes, Aristóteles presta especial atención a la que él denomina prudencia —phrónesis, en griego—, la virtud del equilibrio, que, en cuanto posee un carácter mixto, pues lo es tanto del carácter como de la inteligencia, por lo mismo es la virtud reguladora del resto de las virtudes del carácter y, por consiguiente, de toda la parte tendencial del psiquismo. Alcanzar la prudencia, supone haber llegado a una madurez en la vida, lo que se traduce en una suerte de sabiduría práctica —en el sentido auténtico de esta expresión—, como, por ejemplo, pudiera ser la del médico que, debido a su experiencia, conoce el remedio para la enfermedad, o la del ecónomo que sabe lo que hay que hacer para optimizar una hacienda. Al igual que ocurre en estos ejemplos, por la prudencia nuestra vida queda sometida a un cálculo de medios para alcanzar fines, a una administración eficaz de nuestras posibilidades en la tarea del vivir; a saber esperar la circunstancia o el tiempo oportuno —Kayrós— para una acción determinada, o a prever el futuro en la medida de nuestras posibilidades. En definitiva, la prudencia supone la administración eficaz y conveniente de nuestra vida. Hay en la literatura una figura que ilustra al hombre prudente, y no es otra que la del Caballero del Verde Gabán, don Diego de Miranda, que aparece en el capítulo dieciséis de la segunda parte del Quijote, a quien Sancho, al conocer su modo de vida, en un arrebato besa los pies al tiempo que exclama: “Déjeme besar; porque me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida”, y en cuya casa, después de algunas pláticas sin desperdicio, el hidalgo de la Mancha se hospeda por una noche. Al idear esta figura, Cervantes, impregnado de ese senequismo de herencia aristotélica que recorre nuestro siglo de Oro, se sirve para exponer su punto de vista sobre cómo debe ser nuestra correcta conducción en la vida. Dejo la sugerencia al lector y le invito a que acuda al texto referido y lo saboreé por sí mismo.

Ahora bien, dicho lo anterior, dos preguntas nos salen al paso: ¿Todos los hombres tenemos las mismas posibilidades de alcanzar la prudencia, esa maestría de vida?; por otra parte, y viniendo a nuestro tema, ¿podemos considerar feliz al hombre prudente? Un no como respuesta para la primera y otro no para la segunda. No partimos de las mismas circunstancias en nuestras vidas; desde el mismo momento del nacimiento existen las disimilitudes. Sea por la diferente condición corporal, la inteligencia, el status social, la simpatía o antipatía del temperamento, el momento, tanto histórico como geográfico del nacimiento, o cualquier otra circunstancia que podamos pensar, cada hombre es diferente. Sin embargo, esto dicho, también habría que añadir que las condiciones de salida no invalidan la responsabilidad que cada ser humano tiene ante sí mismo, la tarea que cada uno en particular tiene de optimizar su vida en la medida permitida por sus límites; pues es cierto que hay quien lo tuvo todo a su favor y lo perdió todo porque tontamente malgastó su crédito, como también quien no tuvo nada y lo obtuvo todo porque cada obstáculo lo tomó como un acicate de superación. En cualquier caso, debemos considerar que las circunstancias de las que partimos son las mejores para cada uno de nosotros, sencillamente porque son las únicas que tenemos; son el único suelo desde donde poder elevarnos.
Con respecto a la segunda pregunta, Aristóteles tiene claro que regirse por la prudencia no significa alcanzar la felicidad, aunque si sólo la prudencia consiguiéramos, ya habríamos conseguido bastante. Instalados en ella, si no rozándolos, no estaríamos tan lejos de poseer esos rasgos del estado felicitario enunciados más arriba: la paz interior y el sentimiento de plenitud. Y es así, con la entereza de carácter que da la phrónesis, que se es capaz de resistir los embates del dolor y de afrontar con serenidad las pruebas cotidianas a las que nos somete la vida. Cuando hemos conseguido un grado de entereza suficiente, no nos perturba la banalidad ni las veleidades del mundo; así, el dolor físico sólo nos puede afectar en lo físico, no más allá, teniendo en nuestra mano la posibilidad de poder conjurar todo otro tipo de dolor.
No obstante, la felicidad como tal supone la emancipación de cualquier tipo de servidumbre, por lo que propiamente, dice Aristóteles, no corresponde a los hombres —a no ser los muy excepcionales—, sino a los dioses. La felicidad, al no contrastarse con lo cotidiano —los intereses y menesteres de la cotidianeidad—, cuando se ha conseguido, se ha conseguido para siempre, ya que una felicidad pasajera no es felicidad sino distracción y huida hacia adelante. La felicidad, propiamente, pertenece al sabio, y no al prudente. Podríamos considerar sabio a aquél hombre que se eleva hacia lo divino, pues se ocupa de asuntos que no son propiamente humanos a la vez que conoce la razón del ser de las cosas; la fruición con que vive su vida, al no estar supeditada a los embates de lo cotidiano, es duradera, y en cuanto duradera, de índole diferente al común de los mortales, incluso al más prudente. El hombre sabio es, por consiguiente, el hombre verdaderamente libre. Y esta libertad, y no otra cosa, corona su estado felicitario.
Yo no sé hasta qué punto Aristóteles era heredero de una tradición esotérica —su maestro Platón sí lo era—, y al distinguir entre prudencia (phrónesis) y sabiduría (Sofía) estaba estableciendo con nitidez una diferencia; a saber, lo que en nuestra tradición hermética se conoce como los “pequeños misterios” y los “grandes misterios”. Los “pequeños misterios” son aquellas acciones o prácticas que nos centran en nuestro ser, esto es, reducen la horizontalidad y dispersión en la que vivimos a un centro; los “grandes misterios” son aquellas acciones o prácticas, avaladas por el conocimiento, por las que a partir de este centro conseguido, nos podemos elevar a estados superiores de ser. Los “pequeños misterios” nos centran como seres humanos; los “grandes misterios” nos catapultan hacia los dioses. Si, desde nuestra tradición occidental, damos un salto a la tradición extremo oriental quizá podríamos iluminar este tema. Así, el Taoísmo distingue entre el “tchenn-jen”, el hombre que ha realizado la integralidad del estado humano y se convierte en “Hombre Verdadero”, y el “cheun-jen”, el hombre que partiendo del punto de realización anterior se eleva a los estados superiores de ser y realiza la totalización perfecta de sus posibilidades, deviniendo de esta manera “Verdadero Hombre” u “Hombre Divino”. Si abundamos más en esta idea y comparamos el carácter emancipado que el sabio ha de tener para Aristóteles, conditio sine qua non de su felicidad, con las doctrinas taoístas, observaremos que lo propio del “Hombre Divino” es la “extinción” que opera ante sí y ante el mundo; esto no es otra cosa que la plenitud del ser alcanzada correlativa a su “no actuar” —wou-wei—, el que, paradójicamente, se convierte en plenitud de actividad, pues desde ahí dimanan cualesquiera actividades particulares. Paralelamente, para Aristóteles, la visión teorética o contemplativa del sabio constituye la forma más alta de actividad.

Ciertamente, el hombre es una paradoja situada a mitad de camino entre dos extremos. Utilizando el simbolismo espacial anteriormente indicado, tanto por arriba como por abajo roza con el misterio: por abajo, con la bestialidad; por arriba, con lo divino. La felicidad cae del lado de lo divino y depende en cierta medida de nosotros. La otra parte de la medida la aporta el toque del cielo.

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                                       Jesús Cánovas Martínez© 

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