SOBRE EL ÁNGEL DE LA GUARDA
No me cabe la menor duda de que tenemos un
ángel de la guarda que vela por nosotros. En varias ocasiones he podido
experimentar su presencia, si no en el sentido estricto del término, sí, por lo
menos, en sus efectos derivados, que viene a ser igual. Cuento una anécdota al
respecto y que el amable lector juzgue por sí mismo.
En dos ocasiones que yo sepa la de la guadaña
ha estado a punto de llevarme al otro lado utilizando las artes del
ahogamiento. Una, de la que ahora no voy hablar, fue en El Golgo, un remanso
paradisíaco del Segura ya desaparecido, al que instancias mías me llevó mi
padre, cuando, tras las arduas clases recibidas por parte de mi progenitor en
Las Balsas del tío Carrilero, creía que ya sabía nadar. A la sazón tenía ocho
años, y, tras la experiencia, tomé nota del peligro que suponen los ríos, aun
los de tercera, sea el caso del Segura. Pero tendría que aprender más acerca de
los ríos. Muchos años después volví a sentir a la de la guadaña —y esta vez un
poco más cerca— en Sanlúcar de Barrameda, en la desembocadura del Guadalquivir.
Tenía treinta años —siempre pensaré que el
tiempo es falaz y es un enigma—, me había casado hacía poco y estaba a punto de
concluir mi primer año de trabajo en Ronda. En espera de cantar las notas
finales había unos días por delante, así que junto con Pedro Alonso, mi compañero
de Filosofía, planeamos una excursión de varios días por la costa atlántica de
Cádiz. En principio íbamos a ir los dos jóvenes matrimonios, Pedro y Carmen, y
Mª José y yo, pero como en el automóvil quedaba una plaza libre se nos adosó
Manolo Moratinos, un solterón oriundo de Aguilar de Campoo que se había dejado
caer por aquellas latitudes del sur. Fue una maravilla recorrer aquellos
pueblecitos en los que todavía no había hecho estragos la locura del turismo:
Bolonia, Trafalgar, Los Caños de Meca, Conil… El último día de la excursión
decidimos acercarnos a Sanlúcar de Barrameda, con la intención de, antes de
subir a Ronda, tirar para Trebujena, donde Spielberg estaba rodando El imperio del sol.
Aquel día fue caluroso en extremo, tanto que
el termómetro llegó a marcar los 40º —cuento esta circunstancia para enmarcar
debidamente los hechos que sucedieron—. Hacia mediodía, nos acercamos a las
bodegas de Barbadillo. Recuerdo la amabilidad con que nos enseñaron aquellas
vetustas bodegas, las filas de barriles donde se amontonaba el precioso néctar
que hacía las delicias de los paladares. Llegó el momento de la degustación y
el amable empleado que tan agradablemente nos había explicado los pormenores de
la elaboración de aquella ambrosía, descorchó tres botellas: una de Manzanilla,
otra de Oloroso y otra de Brandy. Escanció el precioso líquido en unas
copichuelas y nos las fue pasando al hilo que elogiaba los méritos de cada
caldo. Al quite, cuando me daba la espalda el buen hombre, enganchaba al azar
alguna botella por el gollete y, entre risas absurdas, vertía, rápido y con
temblorosas manos su inestimable líquido en mi copita; así, mientras los demás
tenían sus copichuelas quietas casi todo el tiempo, la mía, con el ajetreo,
tanto se llenaba como se vaciaba con celeridad. Acabada la degustación, las
tres botellas que el buen hombre había sacado, ni qué decir tiene, quedaron
temblando.
Ya fuera de las bodegas, los cinco
excursionistas discutimos qué hacer, si ir a comer o a darnos un baño. El sol
caía vertical e inmisericorde y se me cogió cierta debilidad en la sesera casi
sin darme cuenta, por lo que no participé mucho en la conversación y me dejé
llevar por los otros. Decidieron finalmente que era preferible darse un baño
antes de comer pues el calor era insufrible.
Y allí que nos vimos, en la desembocadura del
Guadalquivir, teniendo enfrente el coto de Doñana. Rápidamente ideé un plan
para deslumbrar a mis acompañantes. Era bastante simple, y así se los hice
saber: iría a nado al coto de Doñana, descansaría un breve rato tomando el sol
y luego regresaría listo para comer; total la distancia era bien corta.
—Voy y vengo en un santiamén —eso les dije.
Quería impresionarlos, causarles un impacto
tal con mis artes natatorias del que difícilmente se repondrían. Y de verdad
que los impresioné, pero no en el sentido que yo quería.
Me quité las gafas, razón por la cual lo
único que comencé a ver fueron bultos, unos móviles y otros inmóviles, borrosos todos, y me tiré
al agua. Había una bajada de marea fortísima, de la que no fui consciente; por
eso, el primero en sorprenderse de la velocidad que tomaba al nadar quizá fui
yo mismo. Y cierto que iba rápido. Pasé como el rayo por el lado de dos
barcazas que venían a toda velocidad en mi dirección, y cuando me vine a dar
cuenta vi la playa como un hilo lejano, la de Doñana también.
Mi
sesera comenzó a reponerse de la debilidad pasajera sufrida hacía tan poco, y
con la rapidez del vértigo comencé a sopesar posibilidades. Conocía algunas
leyendas urbanas sobre surfistas que, arrastrados por la corriente, desde
Tarifa habían aparecido por alguna isla de las Antillas… Tomaba tintes oscuros
la aventura... ¿Podría volver?... ¿Caería presa de algún tiburón del
Estrecho?... ¡En cuántas cosas que se agitan debajo de las aguas y no podemos
ver pude pensar! Una extraña lucidez sustituyó mi atolondramiento anterior.
Decidí serenarme, ¡qué fuera lo que Dios
quisiera!, pero el pánico no podía hacer presa en mí. Recordé una frase de mi
padre que repetía a menudo cuando me enseñó a nadar: “Nunca luches contra la
corriente, te agotarías; déjate llevar y ya saldrás por algún lado”. Eso hice
y, por si sí o por si no, recé alguna oración furtiva. Y mientras la costa se
alejaba pensé en lo corta que había sido mi vida si moría. Pensé en tantos
proyectos que quedarían trucados, en Mª José, en mi posible descendencia que ya
no tendría la oportunidad de existir, y sentí pena de mí mismo. Pensé, sí, y
recé. Sin embargo, aquel no era mi día; la parca podía esperar.
De repente, sumido entre estas cavilaciones,
vi que se acercaba una pequeña embarcación a motor —pof… pof… pof… pof…— y se
ponía junto a uno de mis flancos, a barlovento diría, aunque podría haber sido
a sotavento. Miré hacia arriba y, junto al hombre que manejaba el motor, se
encontraban Pedro y Manolo. “¡Salvado”, pensé, ¡puff! ¡Gracias, Dios mío!”.
Pero lejos de mostrar la menor muestra de agradecimiento, increpé a los de
arriba, a los de la barca me refiero:
—¡Ah, sois vosotros! ¿Qué hacéis por aquí?
Y al decir
aquella estupidez, y para que apreciaran mis destrezas natatorias cambié
de estilo, de braza a espalda. Fue entonces cuando oí una expresión
admonitoria, de esas liquidadoras de autoestima:
—¡Vamos, sube, que no puedes con tus huevos!
La soltó Manolo Moratinos, el solterón loco
que se había adosado a los dos matrimonios con la finalidad de darnos el viaje.
Seguramente
pensando en lo macho que era su marido, Mª José, desde la linde de la playa,
vio cómo me alejaba a toda velocidad hacia el coto de Doñana. Se sorprendería,
digo yo, de que en vez de avanzar hacia el coto, me viera ir a toda leche hacia
mar abierta, pero no le daría mayor importancia dada la idiosincrasia de su
cónyuge y de las ganas de agradar que siempre tuvo el mismo.
En éstas salieron del agua dos mozos como varales, con unas aletas bajo el brazo de las que miden casi dos metros de largo, y se situaron a su lado mirando hacia aquel punto que se perdía en lontananza. Por proximidad, Mª José oyó lo que decían:
En éstas salieron del agua dos mozos como varales, con unas aletas bajo el brazo de las que miden casi dos metros de largo, y se situaron a su lado mirando hacia aquel punto que se perdía en lontananza. Por proximidad, Mª José oyó lo que decían:
—¡Er tío eze no zale! —expresó uno de los
mozos.
—No, no zale… —vino a convenir el otro en
suave aquiescencia.
Mª José, al oír aquel inquietante cruce de
palabras, se acercó a los chavales y les preguntó:
—¿Cómo que no zale er tío eze?
—No zale —le dijo el primero de los gañanes—.
La corriente ez muy fuerte y lo arraztra hacia dentro. Hay que eztá loco para
meterze con una bajada de marea como ézta.
—¡Maere mía! —exclamó Mª José.
—¿Por qué dice maere mía, zeñora? —preguntó
el que parecía más avispado de los dos mozos.
—¡Porque er tío eze ez mi marío! ¡Ez mi
marío!
—¡Zeñora, no diga ezo!
—¡Zí, ez mi marío! ¡Mi marío! ¡Mi maríoooo…!
—expresó Mª José al borde del síncope.
Más o menos la conversación fue en esos
términos. Para darle dramatismo he puesto en boca de Mª José la pronunciación
de la zona, aunque en realidad ella no
habla ni hablado nunca así, porque es castellano hablante que a lo sumo deja
traslucir en su dicción ciertos modismos de la murcianía.
Pedro, mi compañero de filosofía, al quite, y
al percibir el medio síncope de Mª José, se acercó presuroso:
—¿Qué pasa?
—¡Que no sale! ¡Que no sale!...
Sin dilación, comprendiendo en el acto lo que
ocurría, Pedro echó a correr hacia unas barcas cercanas que dormitaban en la playa. Afortunadamente
el dueño de una de ellas se encontraba en las proximidades. No fueron precisas excesivas
explicaciones; pronto, el buen barquero, junto con Pedro y Manolo, se pusieron
en marcha para rescatarme.
El regreso de aquella excursión fue terrible,
casi que nadie me habló en el trayecto de vuelta, por lo menos de motu proprio. Ni siquiera Mª José que a
mis solicitaciones respondía con monosílabos. Comimos un pescado soso en uno de
los restaurantes que había junto al mar, y después por unanimidad, salvo mi
voto, se decidió regresar a Ronda sin pasar previamente por Trebujena, tal como
lo teníamos planteado y tanta ilusión nos hacía unas pocas horas antes. Intenté
varias veces hacerme el gracioso, contar alguna anécdota pilla, soltar algún
chascarrillo… y ¡mierda, qué caras de palo, pijo! Todos los regresos de alguna
manera u otra son tristes y melancólicos, pero aquél lo fue de una forma especial.
Sin embargo, la juventud no es rencorosa, y a
los pocos días ya estábamos preparando otra excursión antes de que acabara el
curso. El affaire quedó archivado y no sé tocó más. ¿No se tocó más? Yo sí, le
di muchas vueltas en mi torturada cabeza. ¿Qué tontuna me llevó a actuar como
lo había hecho? Podía haberme ahogado sin ningún tipo de dudas; fue una suerte
que vinieran a rescatarme. No obstante, la cosa se las traía. Ni Mª José ni mis
compañeros fueron conscientes del peligro que yo corría hasta que les alertó la
conversación de los chavales. Éstos, al salir del agua, podían haber cogido
para sus casas y comentar el tema de
camino; pero no, se quedaron en la playa —tal vez deseosos de carnaza, no sé—,
y vinieron a conversar cerca de Mª José. Podría, por otro lado, haber sucedido
que Mª José no hubiera estado junto a ellos y, por consiguiente, tampoco los
hubiera oído. Una vez alertados del peligro, podría ser que ninguno de mis
acompañantes hubiera sido capaz de tomar una resolución, dado el azoramiento
del momento. Pero Pedro era hombre de acción y de decisiones rápidas, y tiró
para las barcas sin pensarlo dos veces. Sin embargo, ¿y si sólo hubieran estado
las barcas, tendidas al sol? De poco hubiera valido su resuelta carrera. No
obstante, allí se encontraba el dueño de una de ellas, cosa curiosa dada la
hora. Y la barca estaba lista para salir… En fin, se ensamblaron las circunstancias
de manera oportuna, aunque cualquier fallo en aquella cadena podría haber dado
al traste con el feliz desenlace. No fue así.
¿Quién era el barquero? Lo recuerdo como un
hombre de aspecto anodino y, la verdad, no tuve tiempo de darle las gracias. Al
llegar a tierra, enseguida se despidió,
desapareció rápidamente. ¿No me pareció en algún momento mientras
regresábamos y el motor fatigado de la barcaza luchaba contra la onerosa
corriente que sus ojos desprendían cierta guasa? Tal vez sí, tal vez no…
—¡Vaya, si resulta que no son barcos!
—exclamé cuando rebasamos las dos grandes boyas del estuario que señalaban la
mar abierta y a la ida de mi viaje había confundido con pequeños y rápidos
barcos.
Ni puto caso, no me devolvieron palabra
alguna. Seguramente ya se habían puesto de acuerdo para ningunearme. El
barquero también callaba y me miraba con zumba… Me da qué pensar, se me adosa
una mosca a la oreja y se me dispara una pregunta: ¿podría mi ángel de la
guarda haberse encarnado durante unos momentos en el amable barquero con el fin
de salvarme de una muerte casi segura? Puede que sí. Sabedor de mi metedura de
gamba hasta el corvejón, estimó encarnarse y tener preparada una barca para
cuando fuese requerido; antes orquestó las circunstancias de tal modo que
resultaran felices y llevaran a mi rescate.
Que cada cual piense lo que quiera; yo sé lo
que tengo que pensar. Quede aquí referida esta anécdota para aviso de
nadadores.
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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