miércoles, 29 de junio de 2016

TRAMO SEXTO: ALMENDRICOS-GUADIX, ¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

ALMENDRICOS - GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

 AVISO IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix, clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que fue escrito, las que ni acepto ni comparto.   
 
En El Hijate con el amable taxista que nos ha llevado hasta allí
TRAMO SEXTO


            A la mañana siguiente nos encontramos perros. Debe ser por el reblandecimiento cerebral que hemos sufrido durante los tres días de intensa marcha. Por eso decidimos tomar un taxi hasta El Hijate. Desde Serón —cuya estación, por cierto, se haya tapiada como buena medida contra el saqueo— hasta El Hijate hay un buen tramo de subida, y seguir andando entre los dos renglones que tomamos en un principio como guías no nos apetece, hoy no. Vivimos en tiempos civilizados y la edad de piedra hace milenios que acabó.

            El taxi nos lleva hasta la estación de El Hijate. Cambia el paisaje; atrás queda la grandeza de Los Filabres y la dura belleza de la cuenca del Almanzora, y ahora nos encontramos ante una extensión esteparia, campos de cereal, rastrojos, nos rodean. Una particularidad tiene este pequeño pueblo para lo que a nosotros nos atañe: La línea invisible de las demarcaciones políticas separa su estación, que pertenece a Granada, de su centro urbano, que se queda en Almería.

            Son 15 Km. de estepa los que separan la estación de El Hijate de la de Caniles, así que cuando divisamos la chimenea de la fábrica de azúcar cabe ésta última se nos alegra el pecho. Se hace necesaria la toma de resuello. Durante el descanso tenemos la grata visita de un rebaño, mezcla de lanar y cabrío, que a su paso adorna de cagarrutas el andén de la estación; bueno, esto es un decir, porque lo que hace es sumar nuevas cagarrutas a las que ya había. Hacemos fotos del acontecimiento: el ganado que transita indiferente por una estación solitaria por donde ya no pasan los trenes. Poco después, a la sombra de una morera, consultamos unos libros de Registro que hemos encontrado esparcidos por el suelo de las dependencias de la estación.
 
Pedro y Lorenzo contemplan el paso del ganado por la estación de Caniles
            Caniles se encuentra situado entre dos ríos, el Galopón y el Gallego, por lo que, a partir de este momento, se abre ante nuestros ojos la verdura de la huerta propiciada por la depresión orográfica en la que nos adentran los raíles. La olla de Baza es un oasis de descanso donde arraigan árboles frutales y hortalizas, protegidos del frío que azota sus límites exteriores.

            Baza es una ciudad con historia, salpicada de numerosos vestigios árabes que a poco que nos preocupemos saltan a la vista. Mas no es nuestro propósito describir los monumentos de las ciudades por las que pasamos, sino que pretendemos tan sólo dar referencia de nuestro viaje. Unos cuantos kilómetros antes de la estación desplegamos la pancarta para que todo el mundo con quien el azar nos haga tropezar tenga el placer de contemplarla, y de esta guisa, pancarta al viento, nos dejamos caer en la estación en pleno siestorro. Agradecemos las atenciones que tienen con nosotros la familia que la habita —gracias a la cual, lo que amenazaba ruina, se conserva en buen estado—, y sentimos ganas de detenernos más tiempo del preciso, pero no nos mueven las intenciones turísticas... ¡Una lástima! Llegados a Guadix nos enteramos de que Radio Baza intentó entrevistarnos, pero nosotros ya seguíamos camino. ¡No pudo ser! Aun así son numerosas las personas con las que hablamos en la estación —punto de reunión de las gentes— que se solidarizan con nosotros. Pensamos que por ellos, y por la inmensa mayoría de las personas de las poblaciones de las que se les ha privado de ferrocarril, merecía la pena este viaje.
           
Por Baza, en pleno siestorro
A partir de Baza, que fue un enclave ferroviario de primer orden, comienza otra zona ferroviaria; nos acompañará ahora la nueva numeración kilométrica dependiente de otra demarcación administrativa.
 
Desplegando la pancarta en la estación de Baza
            Sin embargo, en Serón, muy de mañana, nos habíamos levantado perros, ya lo he dicho antes, y a pesar de los loables propósitos que nos mueven, al poco de enfilar las vías y teniendo en lontananza el pueblo de Zújar, en la falda suroeste del impresionante Jabalcón, alguien de nosotros sugiere que deberíamos hacer, si por la mañana ya la hicimos, otra pequeña trampa. La soledad de estos campos es pasmosa. Zújar, en la distancia, se ofrece a la vista como un bonito espectáculo; parece una miniatura, tal vez un belén, de casitas blancas con ojos que contrastan con los amarillos de las tierras circundantes o el verde-gris de su vega de olivos. Allí pretendemos hacer noche, pero la villa dista de su estación unos cuantos kilómetros —quizá por esta circunstancia fue una de las que primero cerraron— y no nos apetece multiplicar por dos el recorrido que tenemos que hacer. De verdad, en esta cuarta jornada de la marcha nos sentimos cansados; a pesar de la belleza que se nos ofrece, no nos apetece ir hacia allá. A nuestra izquierda, la sierra de Baza, su soledad; en dirección noroeste el Jabalcón —más allá de él azulean las estribaciones de la sierra de Cazorla y, un poco desplazada a la derecha, la uña de La Sagra—; enfrente Sierra Nevada, las cumbres blancas de El Veleta. Cae la tarde, el sol declina; reina el silencio solo, y presentimos que éste también señorea, aun sin verlas, entre las pintadas mudas que engalanan los muros de la estación de Zújar-Freila.

            En un momento dado, nos vemos subidos en un taxi. Le pedimos al taxista que nos lleve hasta la estación de El Baúl. Tal decisión nos impide cruzar un larguísimo túnel de más de un kilómetro de longitud; nos quedaremos por siempre con las ganas de realizar tal hazaña.

            El taxista es parlanchín. Sabe quiénes somos; los ecos de la aventura se han extendido por las poblaciones de la línea férrea — la prensa y la radio dan noticia y cascan qué da gusto—. Es vox populi que unos individuos realizan el antiguo trayecto ferroviario a pie, salta la noticia de lengua en lengua. Nos dice el taxista que antes de dejarnos en El Baúl nos va a enseñar un puente mágico. Quiere que registremos en nuestra memoria tal particularidad por si algún día decidimos relatar nuestra aventura.
 
La solitaria estación de Zújar-Freila


            En la nacional 342, en dirección de Baza a Guadix, hay un desvío hacia El Baúl. El taxista lo toma y pronto llega a un puente que cruza por alto las vías del ferrocarril —desde el punto de vista ferroviario, es un paso elevado—. El taxista hace sus preámbulos misteriosos y nos dice que tal fenómeno nadie ha logrado explicarlo hasta la fecha; la magia hay que experimentarla in situ. Justo mismo desde donde arranca la pendiente deja el coche en punto muerto. El automóvil comienza a subir solo; el taxista nos dice que miremos sus pies, no tocan el embrague. Sube solo. Es algo asombroso, pero no hay truco. No hay truco. Ya en el otro lado, el taxista nos confirma tal magia. Frena el coche y nos pide que nos cercioremos de que está en punto muerto, éste entonces comienza a recular hacia atrás como si una extraña fuerza lo atrajera...

                                                                                  (continuará...)


                                                           Todos los derechos reservados.
                                                          
Jesús Cánovas Martínez©
                                                           Pedro Díaz Martínez©

                                                           Lorenzo López Asensio©

martes, 21 de junio de 2016

TRAMO QUINTO: ALMENDRICOS-GUADIX. ¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

ALMENDRICOS - GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL! 

AVISO IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix, clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que fue escrito, las que ni acepto ni comparto.   


El trío, por Arboleas
TRAMO QUINTO


            De Zurgena a Serón el ferrocarril corre paralelo al río Almanzora que, casi horizontalmente, con una ligera inclinación de norte a sureste, cruza la provincia de Almería hasta su desembocadura en Villaricos. Su cuenca es alegre, poblada de naranjos y limoneros, y supone de hecho un alargado oasis en contraste violento con los márgenes de los desiertos exteriores.

            Pronto, a nuestra izquierda, surge la sierra de los Filabres, anunciándonos con sus dentelladas de perfiles y aristas la comarca del mármol.

            Rebasamos la estación de Arboleas, una miniatura edificada con sillares de piedra que contrasta con la factura de ladrillo del resto de las estaciones de la línea. Llegamos a la estación de Albox, sita en el pueblo de Almanzora, la habita un ferroviario jubilado que la tiene adornada con numerosas plantas florales de la zona: geranios, romeros, alhucemas, siemprevivas, petunias, begonias, uñas de gato... Esta estación es un oasis dentro de un oasis y contrasta favorablemente con la desolación que hemos apreciado en las estaciones anteriores.
En Albox

Uno de los trechos más bonitos del recorrido es el que va de la estación de Albox a la de Cantoria. Corre el Almanzora, o lo poco que queda de él, a nuestra vera, y algo comienza a cambiar en el paisaje. La comarca del mármol se anuncia con empinadas faldas de montañas a nuestra izquierda, donde señorea La Tetica, la cumbre más alta de Los Filabres, de 2.080 metros de altitud; bajo su falda blanquea la pequeña población de Bacares, a una altitud de 1.200 metros.

Llegamos, casi cayendo el sol, a la estación de Cantoria —cuya etimología remite a “cantera”—, y a modo de saludo encontramos en fila unos bloques de mármol inmensos. Decidimos hacer noche allí y buscamos alojamiento en el Casino de España, situado en la Plaza de la localidad. Las mesas, las sillas, la barra de mármol, su decoración y mobiliario en general nos recuerdan películas de época, aquellas de los años 40 y 50, muy folklóricas y con bastante tipismo.
Cantoria, cayendo la noche

Nuestras reflexiones se disparan: Tan sólo la posibilidad de transporte de mármol hubiera hecho rentable la línea. Sus principales canteras se encuentran en Líjar, Cóbdar, Chercos y Macael, sin olvidar la misma Cantoria. Esta riqueza natural ha llevado la prosperidad a la zona. No está de más, por tanto, recordar que después del de Carrara, el mármol extraído de estas canteras es el segundo en calidad de todo el mundo.

Una racionalización del transporte de mercancías —especialmente el mármol—, a la par que un aprovechamiento de las posibilidades turísticas de la zona —nada explotadas ni consideradas—, hubiera bastado para el mantenimiento sin mayores problemas o costo de este cordón de comunicaciones. Se piensa poco en el futuro cuando se toman ciertas decisiones; sólo se atiende para tomarlas a un número frío, que es engañoso; pero el otro número, el de los habitantes de la zona, se olvida con facilidad. Pero los lugareños están con nosotros; su protesta es unánime y piden que se haga algo al respecto. Tan sólo necesitaban esto, la marcha de tres locos por la antigua línea férrea, para que sirviera de catalizador de la indignación y la protesta.
Deterioro de la estación de Fines-Olula

A la mañana siguiente, temprano, en pie y a las vías. Cuando llegamos a la estación de Fines-Olula desplegamos la pancarta. La desolación, una vez más, es absoluta. Hay unos individuos trajinando en el andén; parece que están reparando algo, se les ve muy afanados... No reparan nada; nos fijamos en ellos: Lo que hacen es desmantelar, tratan de desencajar el gran reloj de esfera de la estación, quizá intentan robarlo... Quizá sí, quizá no. Uno de ellos con cara de animal, nos increpa:

—¿A dónde vais? Iiiiaaaahhh... Iiiiaaaahhh...
—¡A Guadix! —respondemos unánimes.
—¡Seguid, seguid p’alante! ¡ recto! Iiiiaaaahhh... Iiiiaaaahhh...
Para seguir con la imagen del deterioro: estación de Purchena.

Sobre las tres de la tarde nos dejamos caer en Purchena. Nos recomiendan el bar Cano para tomar algo y descansar un poco. A mitad de la comida se nos acerca el dueño del bar, Antonio Cano, quien nos ha reconocido.

—¿Sois vosotros los que estáis haciendo la marcha a pie?
—Sí

Pronto entablamos una amigable conversación. Antonio Cano es uno de los indignados con el cierre de la línea. Quedamos desagradablemente sorprendidos cuando nos habla de cierto pacto entre los alcaldes de los municipios próximos al tendido férreo para consentir en su cierre. Al parecer sólo el de Tíjola se opuso y, como premio, ello le costó la dimisión. No se puede poner un par en donde hay tanta clueca. Es lamentable, así lo pensamos, y consideramos el gesto de este hombre como algo heroico.



Estción de Tíjola. El del centro es Antonio Cano

Antonio Cano nos deja en la estación de Tíjola para seguir viaje. Desde esta estación provenía el agua que se suministraba a las estaciones de más abajo de la línea. Pedro nos recuerda que aquí prestó servicio como factor durante algún tiempo, y dicho lo cual, nuestra mirada viajera se pone en camino.

Embarcadero de mineral de Los Canos.
Con el sol oblicuo llegamos a Serón, el pueblo de los jamones, aunque en otro tiempo también famoso por el mineral de hierro que se embarcaba en Los Canos, cerca del Kilómetro 100 de la línea. Se impone una visita al embarcadero de mineral y a los antiguos depósitos de máquinas. Hasta allí bajaban las vagonetas con cargas de 700 y 500 Kg., suspendidas por cables de acero, desde Las Menas, el poblado minero del término de Bacares, que horadaba el mismo corazón de los Filabres. Sí, recordamos, la línea Baza-Águilas, inaugurada en 1890, fue construida por los ingleses para expoliar el mineral de esta sierra. Bajaban los trenes mineros hasta El Hornillo, en Águilas, y allí era transbordado a las goletas que lo llevaban a la madre Gran Bretaña.
Legada al km. 100.

Cuando entramos en la población de Serón, oscurecida la tarde, nos ponemos las camisas porque a esas alturas de la marcha ya vamos medio en cueros por las vías. Nos conocen, y un grupo de críos corretea delante de nosotros. Esa noche la hacemos en el Hostal que se sitúa al lado de la estación.

Traspuesto el sol, en la estación de Serón.

                                                           (continuará...)

viernes, 17 de junio de 2016

TRAMO CUARTO: ALMENDRICOS-GUADIX. ¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

ALMENDRICOS - GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

AVISO IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix, clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que fue escrito, las que ni acepto ni comparto.   

El padre del servidor en el centro, con otros dos compañeros.

            TRAMO CUARTO


            La estación de Zurgena está poblada de salados y cenizos; afloran entre las traviesas, en los andenes, por el suelo, entre los antiguos talleres de máquinas, por todas partes; se enredan, bajo el antiguo y oxidado depósito de agua, con otros matojos indescifrables. La desolación campea. ¡Y pensar que en un tiempo no excesivamente lejano esta estación se llevó un premio por ser la más adornada de la línea!

            Este estado de deterioro en el que están sumidas las instalaciones férreas desencadena en el servidor antiguos recuerdos de infancia, por lo que, teniendo en cuenta que él también ha soportado alguna que otra paliza de sus compañeros de viaje, decide, por su parte, darles la paliza en justa correspondencia:

«Mi padre se hallaba destinado, aquí, en Zurgena, cuando yo nací; el azar lo quiso así. Sin embargo, no soy zurgenero, y por tanto, andaluz. Soy Castellano-Manchego, aunque no me hubiera importado no serlo, ¡qué más da haber nacido en Aragón, Murcia o Andalucía cuando el mundo es tan grande y sale el sol en todas partes! Mis padres, con buen criterio, hicieron nacer a sus tres hijos en el mismo lugar: Hellín, el pueblo de mi madre, y del cual llevo el gentilicio a mucha honra. Esa decisión, en el futuro, nos facilitó no pocos trámites; por otra parte, en aquella época nacíamos con comadrón o comadrona, un poco a la buena de Dios, y no era cuestión dejar que sucedieran los eventos considerados importantes fuera de una pequeña patria.

»Era mi padre maquinista, y, si no hubiera sido por una serie de avatares que no viene a cuento relatar, hubiera yo seguido sus mismos pasos. Eso ahora no importa; lo importante es que piso el lugar donde pasé mis primeros meses de vida; algo de él, por fuerza, debo llevar asido a mi sangre, ésta misma que circula por mis venas, o adosado en algún recoveco de mis entrañas.

»Me crié sobre la rueda de un tren. En Zurgena, aun sin saberlo, me acostumbré a los viajes, y viajes frecuentes: de Zurgena a Albox, el centro comarcal donde estaban los comercios y el mercado, o de Zurgena a Huércal, donde se encontraban los médicos. Y esto sin contar las excursiones a las que, ya no en tren, me sometía mi hermana con sus amigas por ramblizos y caminos de tierra. Sé que estampó en varias ocasiones el carricoche en el que feliz viajaba el servidor, pero el servidor, agarrado a la vida, sobrevivió milagrosamente a aquellos avatares.

»Aunque el primer recuerdo que tengo de mi vida lo localizo en Zurgena —muy curioso, y del que he hablado en un post—, mi infancia en sentido propio no discurrió en esta localidad. La pasé, primero, en Lorca —la ciudad del Sol, de la que tengo recuerdos muy gratos—; luego, en Murcia.

»Viviendo en Lorca, si mi padre no podía acompañarnos por cuestiones de trabajo, era nuestra madre la que nos cogía a los tres hermanos y nos llevaba a Hellín. De Lorca a Alcantarilla —una distancia aproximada de 60 Km— se tardaban dos horas; las paradas en las estaciones eran interminables y la velocidad de crucero adormecedora; de Alcantarilla a Hellín, otras dos horas. Los trenes traqueteaban e iban mecidos por una musiquilla monótona, toc, toc... toc, toc... toc, toc... tracatoc, toc, toc… toc, toc… Y así fue hasta que los adelantos impusieron el raíl continuo, ya en una época —en la década de los 70 del siglo pasado— en que las máquinas funcionaban con fueloil y la tracción Diésel había sustituido definitivamente al Vapor. Sin embargo, aquella imponencia de las máquinas de vapor, su estética de hollín y carbón, aquella apostura de rigor y fuerza, nunca la consiguieron las nuevas máquinas diésel, aun tremendas; las de vapor —pienso en las Mikados— eran auténticos símbolos de poder, dragones de hierro que vomitaban humo y fuego.

»Me peleaba con mi hermano por ocupar el asiento de la ventanilla —mi hermana, mayorcita, no le gustaba entrar en nuestras peleas—, y el alboroto que armábamos llegaba a ser explosivo antes de que las gesticulaciones de manos de nuestra madre impusieran un dulce orden.

»Montados en el tren, en el instante mismo de ponerse en marcha, nos entraba hambre. Un hambre compulsiva, voraz.

»—¡Si no puede ser! ¡Si acabáis de comer! ¡Si no podéis tener gana! —protestaba mi madre.

»Daban igual sus protestas, allí había que sacar los bocadillos, la tortilla o el tomate con conejo de la fiambrera. La suave y razonada negativa de mi madre perdía poco a poco consistencia ante la urgencia de la voracidad de la camada, limitada al puro hecho de comer por comer.

»Aquel arrullador vaivén, ese traqueteo continuo y monótono, debían de producir el milagro, y los niños comíamos sin remilgos y devorábamos las viandas con fruición. El hecho es que los tres hermanos nos aplicábamos en terminar el primero el condumio sin el acicate de amenazas o el recurso a las promesas incumplidas, tan socorrido en las generaciones posteriores de niños.

»—¡Cuidado con las carbonillas! —gritaba ahora nuestra madre ante el tumulto de cabezas que reñían en la ventanilla por ver más paisaje.

»Qué cuidado ni qué gaitas... Mi madre, sufrida, por turnos nos soplaba en un ojo o en el otro. El desgraciado al que le había entrado la carbonilla tenía para largo, pues el resto de los hermanos también le prodigábamos cuidados y soplidos con largueza, con una generosidad difícilmente pensable en el alma infantil.
 
Estación de Hellín, año 1953, el servidor todavía no había nacido. Grupo de trabajadores de la estación. Algo se celebra pues el que tiene traje lo lleva puesto, y el que no sólo la chaqueta o la camisa bien planchada. Según miramos, el primero por la derecha es mi padre, con traje y corbata, el tercero, con gorra, mi abuelo materno, el papá Paco, y la niña mi hermana Magdalena que según cuentan era de abrigo.
»¿Y el revisor? ¡Qué miedo nos daba! Con aquel bigotito, típico de la época, y el uniforme azul con botones dorados y gorra con visera; parecía un hierofante, que era casi religioso el acto solemne de picar los billetes.

»Ocurría con frecuencia; mi madre era pegona con ganas y tiraba a menudo de zapatilla o de caña de escoba, la que solía rajarse tantas veces en nuestros costillares, sobre todo en los de mi hermano, el más chico, que no paraba de hacer una trastada detrás de otra y era lo que hoy dirían los psicólogos un niño hiperactivo. “No se puede estar quieto ni un momento”, recuerdo haberle oído a mi madre. Pero en aquella época ni siquiera sabíamos que existía eso, los psicólogos; así que en vez de utilizar palabras técnicas para nominarlo, lo llamábamos Lombrijo, o Lombrijín en tono cariñoso, porque también estaba seco con ganas, aparte de que cogía infecciones de lombrices con relativa frecuencia y luego las transmitía al resto. En comparación con mi hermano, me situaba yo en las antípodas, y mi madre en sus ratos de inspiración me llamaba Samugo, Cara Ancha, Tarugo, cosas por el estilo, y me echaba fama de cabezón y de matarlas callando. Mi madre se enfadaba por cualquier nimiedad. La cosa empezaba con mi hermana; discutían las dos a saber por qué, cosas de mujeres, de adecentamiento de la casa, de limpieza, de ropa y temas semejantes, y mi madre pasaba a llamarla Avión —“Avión, que eres un Avión”, le decía, exasperada y a gritos—, Almorchón, Avechucho y otros epítetos extraños que curiosamente comenzaban por la vocal “a”: Aligustre, Alimoche, para seguir con los ejemplos. Mi hermano y yo nos partíamos de risa; no podíamos contenerla. Espectadores fortuitos de aquellas trifulcas, enseguida pasábamos a imitar a nuestra progenitora, a hacerle muecas, sobre todo el chota de mi hermano; ella, rápida, se apertrechaba con la caña de escoba y tiraba para nosotros. Las caricias en los costillares duraron mientras que pudo la pobre, porque en el momento que la rebasamos en estatura, quizá un poco antes, la parábamos en seco, le cogíamos las manos y le quitábamos la zapatilla o la caña de escoba y, con la pobre mujer asida, nos poníamos a bailar algo improvisado.

»—¡Venga, Magdalena, baila!

»La gracieta aumentaba nuestra hilaridad.

»El sorpasso a mi padre ocurrió de forma diferente. Ahora, cuanto más me distancio de su muerte y los años pasan imparables, mi cariño por él se acrecienta. Recuerdo sus manos, las pobres manos de mi padre, cansadas de trabajar desde los trece años. Nada más comenzada aquella guerra incivil y fratricida que dejaría tantas heridas difíciles de restañar, mi padre le dijo a mi abuelo que no quería estudiar y prefería hacer bombas en una fábrica de guerra, y mi abuelo, que era de genio rápido, sin pensarlo dos veces lo pisó y lo tiró por unas escaleras abajo. Al día siguiente le trajo un mono para que se lo pusiera, y lo mandó a la fábrica. Y desde entonces aquellas manos de mi padre trabajaron duramente sin descanso, sufriendo penalidades y hambre, aquellas manos que tuvieron que endurecerse para poder sobrevivir. Terminada la guerra, con mi abuelo en la cárcel, a los diecisiete años subieron a una máquina para echar carbón en la caldera y sacar adelante así a la familia. Manos duras de trabajar el carbón y el fuego; una de ellas deformada después de soltarle un directo a la mandíbula a un impresentable —Monedero se llamaba, y vivía en el nº 5 de la colonia de las Casas de la Renfe, en la carretera de Patiño, junto a las Calderas del Gas, en Murcia—. Recuerdo vérsela vendada durante una larga temporada. Cuando le sobrepasé en altura y me convertí en un zángano que se alimentaba a sus expensas, le decía:

»—¡A ver, estira esas manos que trabajan, papá!

»Y mi padre las estiraba.

—¿Por qué ésa no la pones derecha como la otra? —le preguntaba yo, señalándole la mano deformada.

»Y mi padre respondía:

»—No puedo Jesusico.

»Este era mi padre, mi viejo, quien, cuando vivíamos en las casas baratas de Lorca, muchas mañanas salía a hacer yoga al patio para que las vecinas apreciaran su cuerpo atlético.

»Tengo vivo el recuerdo, nublados mis ojos por el humo y el sueño...»

El servidor, con seis meses. Por aquella época viajaba con cierta frecuencia por el "Ferrocarril del Almanzora".
Me cortan los compañeros, pues comenzaba a ponerme sentimental y no era cuestión. Con unos cuantos kilómetros por delante, ¡ya estaba bien!

Hablando de otra cosa, le debería preguntar a Miguel Losilla cómo puñetas quiere que haga este relato. ¡En menudo lío me ha metido! Me siento confuso... ¿Se está alargando demasiado el palabrerío o no?... ¿Quiere Losilla un relato técnico o sentimental? ¿Tengo que insistir en el tono narrativo, en la descripción, o prefiere el señor que derive hacia el panfleto y el incendio?... En cualquier caso, mi bombilla no da para más. Por eso, a partir de este momento, voy a darme prisa y resumiré anécdotas, y si algún lector quiere detalles en otra ocasión —mejor delante de una cerveza fría— le daré cumplida cuenta.

                                                           (continuará...)

                                                           Todos los derechos reservados.
                                                          
Jesús Cánovas Martínez©
                                                           Pedro Díaz Martínez©
                                                           Lorenzo López Asensio©

martes, 14 de junio de 2016

TRAMO TERCERO: ALMENDRICOS-GUADIX. ¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

ALMENDRICOS - GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

AVISO IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix, clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que fue escrito, las que ni acepto ni comparto.   

Estación de Almajalejo

 TRAMO TERCERO



            Almajalejo es un pequeña población de unas cien almas aproximadamente. Su estación —un apeadero—, edificada en un promontorio sobre el nivel de la vía, parece un gracioso chalecillo. Desde tan especial lugar vemos cómo las luces del día poco a poco se apagan y surgen las estrellas, pequeños farolillos o linternillas que comienzan a dar su tenue luz ante la inminente oscuridad de la noche, que a pasos agigantados invade los vastos espacios del cielo.

            Nuestra llegada a la localidad, hasta cierto punto, supone un acontecimiento. Los habitantes están poco acostumbrados a ver gente de nuestra guisa —tras la dura jornada de marcha nos debemos de parecer al trío calavera—, y con urgencia nos impelen a darles explicaciones con el fin de disipar ciertos recelos. No somos delincuentes sino personas de orden, y esto dicho les referimos nuestro proyecto, la razón por la que nos han visto aparecer al ponerse el sol. Comienzan a comprender a “pasicos” lentos; pero una vez que estalla, la luz del conocimiento es portentosa, y cuando les mostramos la pancarta que llevamos en la mochila hasta se sonríen. Al quedar disipadas las dudas, los suspicaces lugareños se abren ofreciéndonos todo su calor y apoyo. Se ha creado —aunque ha costado— un clima de confianza.

            El recuerdo de aquella noche en Almajalejo constituye uno de los más entrañables de nuestra aventura. Dionisio Ramos, el Mayordomo, amablemente nos cedió la Casa Parroquial para pernoctar. Dormimos en el duro suelo —para eso, entre nuestro atuendo, llevábamos sacos de dormir—, y aun así la noche fue reparadora.

            Pero nuestra primera intención no consistía en hacer noche allí sino en continuar, en marcha nocturna, hasta Zurgena. Sin embargo, el súbito cambio de color de la cara de Pedro, quien llevaba empotrada en su cabeza una gorra con visera, pero claramente insuficiente para proteger del sol pues era de ancha rejilla —el calentón de sesos había sido de abrigo—, nos decidió a cambiar el plan.

            —¿Qué te pasa?
            —Nada... nada... Dejadme... dejadme... que tome el aire.
            —¿Te encuentras mal?
            Aquella pregunta era de las tontas.
            —No... no... no preocuparos... no preocuparos... de verdad... Descanso un poco y seguimos…

Halagüeña expectativa.

Dejamos a Pedro tomando resuello y Lorenzo y el servidor hicimos una breve excursión a la fuente del pueblo. En el lateral de una rambla, unas bocas de bronce vomitaban agua fresca y limpia, y por fin aplacamos la persistente sed que nos había acompañado como “perro fiel, pero importuno”, que diría el poeta, a lo largo de la jornada. Y allí remojamos nuestros pobres y sufridos pies que como apenas se quejan, no les hacemos el debido caso hasta que, cansados de tanta injusticia y desconsideración, comienzan a gritar.


Allí no existía contaminación lumínica. Serenidad, el cri cri de algún grillo… Las primeras horas de las noches de finales de septiembre son maravillosas si miramos el cielo. Prácticamente, en el cenit, se sitúa el cuadrilátero de Pegaso, sobre el que salta el Delfín. Rutilan con fuerza, vencidas a poniente, las grandes del triángulo de verano: Deneb, la cola del Cisne; Altair, el Águila, y la impresionante Vega de la constelación de Lyra. Antares, alfa de Scorpio, brilla desde la eternidad con ojo de fuego. Ante tan asombroso espectáculo los pies dejaron de quejarse, y el alma, ese hálito vital que parece que llevamos dentro, se expandió un poco más dentro de nuestros pechos.

De mañana, con la fresca, tras recibir los piadosos consejos de una mujer de edad que llevaba a la cabeza un pañuelo negro muy coqueto, atado debajo de la barbilla con riguroso nudo, nos pusimos en ruta. La mujer estaba empeñada en que volviéramos a casa para que “no diéramos disgustos a nuestras madres”. De verdad, lo intentamos, pero fue inútil convencerla de nuestras razones para seguir adelante. Con esa sospecha de incomprensión seguimos la marcha: lo perdido al río.

Desde el puente sobre la rambla de Almajalejo echamos una última mirada hacia atrás. Algo de lo que vivimos va siempre con nosotros en la memoria, y a ese recuerdo no queremos renunciar.

Al salir de un pequeño túnel, encontramos tres higueras mañaneras que nos ofrecían sus higos frescos y pajareros con tentadora gotita de miel... En Almajalejo no había bares, cafeterías, tiendas, ni nada parecido; estábamos más hambrientos que el perro del cortijo.

Luego del trotecillo alegre por las vías, con el sano alimento que la sabía naturaleza había aportado a nuestros desfallecidos estómagos, sentimos la necesidad de deshacer brevemente el grupo. Aunque ya sabemos que no es la típica señalización de las distancias ferroviarias, tras el desahucio de lo que ya no sirve, dejamos expuestos novedosos mojones kilométricos... Y como nos sentíamos más ligeros, el trote se nos avivó.

Era temprano todavía, pero se adivinaba la fuerza del paisaje que los botánicos llaman semiárido, poblado de pitas y nopales, espartales y tomillares, restos de albaidas, cistus, hirsutas plantas que piden agua al cielo y nunca son colmadas; siempre con sed, siempre con queja amarga, agarradas al suelo tenazmente, casi de manera imposible.

En La Alfoquia —barrio de la estación de Zurgena— desayunamos en caliente. Consultando los periódicos nos llevamos una grata sorpresa: los medios de comunicación se habían hecho eco de nuestra aventura. Este descubrimiento nos dio ánimos y en un instante olvidamos las penalidades sufridas el día anterior. La sangre comenzó a circular con fuerza por nuestras venas. No sólo la prensa sino también la radio habían difundido la noticia. No cabíamos de alegría, así que perdimos la vergüenza. Sacamos la pancarta y la extendimos... ¡Qué importaba que nos tomaran por subnormalis! ¡Lo que había que hacer había que hacerlo, y punto!... Y nuestra pancarta ondeó gloriosa al igual que una bandera con triunfo de batalla. A partir de ese momento la hicimos ondear a menudo, cuando nos venía en ganas: A lo largo de la vía férrea, en los pasos a niveles, en las estaciones, allí donde encontrábamos un grupo de casas, gente, en los lugares donde arribábamos o pernoctábamos. Era una pancarta ilusionada:

ALMENDRICOS—GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

Estación de Zugena

                                                                                  (continuará...)
           
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                                               Jesús Cánovas Martínez©
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                                               Lorenzo López Asensio©

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sábado, 11 de junio de 2016

LOS CUENTOS DE JOSEFITA

LOS CUENTOS DE JOSEFITA
JOSEFA VISTORIA ALBENTOSA LLOFRÍU
TRIRREMIS




Mi buena amiga Josefita decide por fin sacar de los cajones esta colección de cuentos y darlos a la luz… He dicho cuentos inducido por el título pero, bien mirado, he de corregirme inmediatamente porque, en realidad, son cuentos y algo más que cuentos, ya que circundan el apólogo, la estampa, la alegoría, la anécdota, la parábola, el relato, la descripción… Son narraciones variadas que tratan diferentes temáticas con fines morales o pedagógicos generalmente, de forma incisiva, con trasfondo allende las palabras de una prosa impecable, aunque casi todas ellas vienen a convergir en su autora, la que supone el eje y vértice de las mismas: Josefita es su centro, y por eso mismo estos “cuentos-narraciones” son Los cuentos de Josefita.
Ahora bien, ¿por qué Josefita es el centro de su discurso? Ciertamente no por vanidad sino por honestidad, ¿pues acaso podría hablar desde otra persona que no fuera ella misma para transmitir su sabiduría, su experiencia, su peculiar modo de saber estar en el mundo? Habla, pues, Josefita de y desde sí, pero habla para los otros, los que no son ella, y llegar así a sus cinco amores —su marido y sus cuatro hijos—, y después, en círculos concéntricos cada vez más amplios, a los familiares y amigos, a los conocidos, a los desconocidos, a todos —todos ellos—, a la humanidad en su conjunto porque las experiencia de un ser humano en última instancia es común a la de cualquier otro ser humano.
Esta centralidad de su discurso la declara ya en el primer “cuento”, sin ambages ni melindres, sin falsa modestia: Nacida bajo buena estrella. Allá, cuando el Sol transitaba por el tercer decanato de Virgo —decanato en el que, por estar regido por Mercurio, tal signo celebra su puridad, esto es, se afina para el nativo la inteligencia, puesta en el detalle, la perfección, el análisis, la búsqueda del equilibrio—, al filo de la media noche entre un doce y trece de septiembre, nació Josefita. El ángel lo heredó de su madre, la creatividad y fuerza física del padre, y tres hadas —sus tías— le otorgaron dones: Emma, su hada madrina, el discernimiento del bien y del mal; Victoria, la perspicacia, la mirada profunda a la que no llegan los ojos físicos, y Concha, la capacidad artística. Sin embargo, una vecina algo bruja y envidiosa, tal y como ocurre en los cuentos inmemoriales, vino a otorgarle un extraño don cuando con un beso sobre la frente de la niña, expresó:
Que la inocencia del alma ocupe en tu vida un primer lugar.
Extraño don que, si parecía magnífico, pronto reveló su inconveniente porque incapacitó a aquella niña para descubrir la maldad en muchas de las acciones de los seres humanos.
Así nos presenta Josefita, con la gracia de la sencillez, las fortalezas de su carácter. Pero la aparente sencillez encubre la profundidad para unos ojos no adiestrados en traspasar la lisura de las imágenes de los espejos; conociendo a Josefita desde hace algunos años, contemplo armoniosos aspectos, aun sin haber indagado en su carta astral: a la belleza de lo que ella quiere mostrarnos de sí se le suma la belleza de lo que conscientemente nos vela. Josefita es un hada buena, quiere hacer el bien y, de hecho, lo hace; la intención pedagógica que mueven sus cuentos-narraciones está fuertemente animada por un soplo de amor.
Dicho lo anterior, cabe señalar dos prenotandos acerca del discurso de Josefita. El primero de ellos sería que habla desde su propia feminidad, pues el punto de vista que adopta para sus relatos es exclusivamente femenino, algo que supone virtud ya que lo asume con la naturalidad propia de saberse y sentirse mujer; por él quedaremos envueltos en la magia de un mundo bueno, casi maternal, donde cualquier tipo de estridencia termina por dulcificarse. El segundo prenotando no es otro sino la asunción consciente de una sabiduría heredada. Quizá por esta razón aparece en el libro una casi veneración de la ancianidad. Y no es de extrañar, por tanto, que aparezcan numerosas abuelitas de porte aristocrático, cargadas de años y sabiduría, transitando por sus páginas; son las depositarias de un ancestral conocimiento que Josefita recibe y, al igual que ellas, pretenden transmitir. En consecuencia, aparecerá un rico anecdotario de vida a modo de retazos biográficos, una serie de confesiones y confidencias que buscan trascender la circunstancia o fabulación desde la que parten.

¿Nuestra vida tiene sentido? ¿Venimos marcados para una determinada misión? Sí. Pero para descubrir ese sentido y misión hay que indagar detrás de las apariencias. En primer lugar debemos saber que el nombre que llevamos no es nuestro verdadero nombre; aquel que nos signa de verdad y muestra lo que somos, nuestra naturaleza, está oculto, y que resplandezca o no, terminemos por conocerlo o no, depende en gran medida de nosotros mismos. Tal comprensión la adquirirá Polita, ya en la cincuentena, al recordar una antigua visita a la casa de su abuela Apolonia cuando tenía once años. El nombre lo hacen las personas con su modo de existir, con las decisiones que toman a lo largo de su vida; Polita no es repetición clonada de nadie, porque ella es única e irrepetible, y su camino, lo que es, lo que será, lo marcará ella misma con su forma de actuar. Nadie, en principio, conoce su futuro, qué acontecimientos le deparará la vida, pero esta no es la cuestión: la cuestión es que en cualquier circunstancia a que nos someta la vida debemos actuar con honestidad. Y en esa honestidad con nosotros mismos y con los demás radica nuestra grandeza y, por ella, adquirimos nuestro verdadero nombre. La Polita cincuentona al contemplarse en un espejo “pensó que su vida, aunque gris, había sido honesta, que ella era la misma: gorda, flaca, pobre o rica. Y que las circunstancias hacen, a veces, a las personas alegres o tristes, pero que es necesario vivir en la esperanza y ser una misma”.
Siendo honestos con nosotros mismos y actuando en consecuencia, seremos nosotros mismos, es decir, adquiriremos la autenticidad. Esta es la segunda enseñanza que debemos aprender para la vida y que Josefita resalta en varios de sus cuentos, en especial el que lleva por título Mirar en el lugar erróneo. “Estaba harta de contemplar aquella imagen reflejada en el espejo de mi habitación y de la constante lucha interior por parecer el ser que los demás querían que fuese”, así comienza. En la brevedad que concede un microrelato, con ironía y ternura, en los moldes de una prosa directa, de forma ágil y sugestiva, la protagonista cae en la cuenta de que el espejo no le hacía puñetera falta y que con un solo golpe podría reducirlo en mil añicos. De igual modo los demás tienen el poder que les otorgamos, espejos frágiles que nos condicionan con sus opiniones engañosas.
Se trata, pues, de descubrir lo auténtico, el verdadero tesoro que cabe en nuestras alforjas y por lo que merece la pena luchar y vivir. Si hablamos de espejos nunca será la falsa quimera de un espejismo; si hablamos de personas tampoco será la marrullería falsa con las que algunas de éstas quieren entrar en nuestras vidas con el único fin de enrarecerlas y hacerlas pasto de la maledicencia. El verdadero tesoro es el afecto incondicional de los seres queridos, tesoro que es fácil descubrir de repente, al calor del hogar, en el viejo tronco de un árbol en el que antiguamente fue grabado. Este tesoro hay que mimarlo y protegerlo; sólo él nos defenderá de la maledicencia que produce la envidia, restañará las viejas heridas y nos dará ánimos para seguir luchando. La esperanza por un mundo mejor se añade así al discernimiento entre el bien y el mal, tantas veces camuflados bajo disfraces equívocos; si el mal se disfraza de ángel de luz, el bien espera con ojos amorosos en mitad de la oscuridad de la noche.
Algunos de estos relatos me llegan especialmente y me conmueven. Para no detenerme en todos y dejar que el lector amable descubra sus mensajes por sí mismo, me detendré en dos de ellos: uno, el que lleva por título La cama dorada; el otro, Decir adiós.
 La cama dorada es un relato que de la manera más sencilla transmite una enseñanza profunda: la complicidad que a veces se establece entre los objetos y las personas. Cuando Josefita descubre aquella cama resplandeciente en una tienda de antigüedades, el dueño le aconseja:
—Usted piense que cuando nos topamos en la vida con un objeto que se adapta a nuestra personalidad, nada fácil por cierto, debemos hacerlo nuestro porque su valor económico, en este caso, es lo de menos, querida señorita. Si la cama se lo pide, cómprela sin dudarlo.
Palabras cargadas de sentido, porque vivimos en un mundo en el cual todo late y hasta los objetos tienen vida. Hay objetos que nos llaman porque de algún modo nos pertenecen y, en reciprocidad, nosotros les pertenecemos a ellos; sutiles hilos de empatía nos conectan con ciertas cosas —al igual que ocurre con las personas— que están llamadas a formar parte de nuestro entorno. Y la comunicación es tal que cuando nuestra conciencia se afea por una mala acción, ellas pierden su brillo y también se afean, pero cuando nuestra conciencia resplandece ellas retoman su brillo. El entorno que nos rodea somos nosotros mismos, y los demás, si tienen afinadas sus facultades de percepción, nos perciben a su vez por estas cosas que nos definen.

El saber vivir nos aboca al saber morir, porque desde cierto punto de vista la vida no es sino el preámbulo de la muerte. El otro mundo, el más allá, con frecuencia toma carta en estos relatos. Josefita lo tratará de forma benévola, sin miedos y mirándolo de frente. Es curiosa la tenue frontera que hay entre estar vivo y estar muerto; el paso puede suceder de forma onírica o casi de repente, pero nunca de forma traumática. En Decir adiós Josefita nos presenta a una mujer en la plétora de la vida; es joven, bella y feliz. Se sabe un ser único y privilegiado porque ha conquistado su identidad, además sabe saborear la vida, lo ínfimo y lo sencillo que ofrecen los días. En la gran urbe todo resuena, intenso y benévolo, cargado de sentido; la joven toma plena consciencia de los olores y sonidos, y los sentidos en un momento se le afinan de tal forma ante el espectáculo del mundo que llega a experimentar la plenitud. Sin embargo, al bajar del autobús, uno de sus tacones se enreda en el descansillo y… ¡Qué golpe más tonto! No sintió dolor pero la protagonista supo que aquel era el momento de decir adiós.
 Tenemos en la portada de este libro a una princesita, es Josefita niña; extasiada mira hacia la jaula donde canta un canario. Envuelta entre colores cálidos, la figura toda de la niña es colorido. No sé por qué este retrato me recuerda a un Madrazo; pero no, no lo es. Es una fotocomposición de uno de sus cinco amores, Alejandro, quien profusamente ilumina cada uno de estos cuentos con su respectiva lámina; a la calidez del texto se le suma así otro toque de calidez donde remansan los ojos del lector.
“De la bondad del corazón, habla la boca”, se dice en Proverbios. Josefita ha embellecido con su corazón una parte del mundo al escribir estos cuentos cargados de verdad y ternura.

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                                   Jesús Cánovas Martínez©