viernes, 27 de enero de 2017

SEGUNDA PARTE. APROXIMACIÓN A LA ANGELOLOGÍA DE SANTO TOMÁS DE AQUINO

SEGUNDA PARTE. APROXIMACIÓN A LA ANGELOLOGÍA DE SANTO TOMÁS DE AQUINO.




A un novicio le dispensan sus superiores de cantar en el coro de los ángeles para que pueda dedicarse al estudio. Como agradecimiento ese novicio escribirá años más tarde, con el rigor que caracterizarán sus escritos, un tratado sistemático sobre los ángeles. Aquel novicio no era otro que Tomás de Aquino, y su tratado sobre los ángeles aparecerá en la primera parte de la Suma Teológica, obra culmen de la Escolástica medieval. Casi cincuenta años después de su muerte, acaecida el 7 de marzo de 1274 en la abadía de Fossanova, será canonizado por el papa Juan XXIII el 18 de enero de 1323. Posteriormente, el 28 de enero de 1369 —siendo papa Urbano VI— sus restos mortales serán trasladados de Fossanova al convento dominico de Toulouse, donde actualmente residen, y por esta razón la fiesta litúrgica de santo Tomás se celebra el 28 de enero y no en la fecha de su muerte. Más tarde, el 11 de abril de 1567, santo Tomás será declarado por el papa Pío V Doctor de la Iglesia, y precisamente por su estudio y teoría de los ángeles se le conocerá como el Doctor Angélico. León XIII, el 4 de agosto de 1880, lo proclamó patrón de todas las universidades y escuelas católicas.
 Chesterton con su habitual agudeza, y no sin razón, opinaba que cuando se quiere desmerecer a alguien cuyos méritos son indudables, sus enemigos reducen sus aciertos a la parte más insignificante de su obra, como si sólo se hubiera ocupado de problemas de segundo orden frente a los más importantes. ¿Obedece el título de Doctor Angélico conferido a santo Tomás a este tipo de añagaza con la finalidad de empequeñecerlo?
Veamos. Conocido era el carácter del santo, un hombre humilde que nunca rebajó la dignidad de nadie —no así la capacidad intelectual de sus oponentes— y cuyo trato, como señalan sus biógrafos, era enormemente agradable. En este sentido es de destacar una anécdota interesante. Un hombre grande para la época, de una inteligencia brillantísima —al final de su vida dio gracias a Dios porque había comprendido toda página leída— y poco hablador, no tardó en levantar recelos entre quienes le trataban, hasta el punto de que sus compañeros de la universidad de París le pusieron el zaheridor apodo de el buey mudo. Pero, ¡hete!, que en la universidad parisina Tomás tenía por profesor a uno de los grandes, Alberto Magno. Echado un vistazo por el insigne maestro a los apuntes de clase de su no menos insigne discípulo, contestó a los que malquerían al joven Tomás: “Vosotros lo llamáis buey mudo, pero os digo que un día los mugidos de este buey resonarán en el mundo entero”. Así, cuando el maestro se fue a la universidad de Colonia, se llevó al discípulo consigo.
Hay, pues, razones para considerar a santo Tomás como Angélico. Por un lado, una forma de ser y una dulzura de trato que podríamos llamar angelical, como angelical también era el enorme poder de su inteligencia; por otro, a quien, tras la experiencia extática que tuvo unos pocos meses antes de su muerte, estimó como paja todo lo que había escrito sobre Dios —tanto que a partir de ese momento dejó de escribir y la Suma Teológica la tuvo que concluir su secretario y biógrafo Reginaldo de Piperno—, no podía sino coronarle una humildad angélica. Aún más, santo Tomás es el escritor medieval, y no sólo medieval, sino de todos los tiempos, que más páginas ha dedicado a lo largo de toda su obra a clarificar el tema de los ángeles, de tal manera que se constituye en el fundador de una angelología que perdura hasta nuestros días y es, en gran medida, asumida por la Iglesia.


Sin embargo, las razones anteriores, por sí solas, no son suficientes para invalidar cualquier sospecha sobre la conveniencia o no de la adjetivación al título de Doctor que porta el Aquinate. Les falta ésta otra: la teoría sobre los ángeles es una pieza fundamental de su teología racional, más aún, es una pieza fundamental e imprescindible de la arquitectura de su sistema, una exigencia del mismo.
Señala Etienne Gilson, uno de los estudiosos más eminentes del tomismo, que la doctrina sobre los ángeles no constituye una investigación de orden exclusivamente teológico, sino filosófico. Santo Tomás se ocupa de los ángeles porque se ocupa del orden de la creación en su conjunto, por eso la angelología es algo inherente a su sistema e intentar hacernos una imagen cabal del mismo sin referencia a ésta, sería mutilarlo innecesariamente. De este modo, santo Tomás se ocupa de los ángeles por lo mismo que se ocupa del hombre. El hombre es el ser que se sitúa en el centro de la creación, pero así como por debajo de él hasta llegar al mineral, hay órdenes de lo real más bajos en lo creado, de igual manera entre el hombre y Dios no existe un abismo, sino que ese mundo intermedio está lleno por los ángeles, ellos también sometidos al orden y la jerarquía.
¿De dónde parte santo Tomás? ¿Hay evidencias sobre los ángeles?
La creencia en los ángeles es un dato de fe que se apoya en los testimonios de la Escritura. Lo expresa el Credo cuando establece como verdad de fe que Dios Padre creó los cielos y la tierra, lo visible y lo invisible. Esos cielos —lo invisible— hay que entenderlos como alusión a una creación no meramente material —la tierra—, esto es, a una creación inmaterial, puramente espiritual: esos cielos serían el mundo angélico.
Este dato de fe de la creencia en los ángeles a su vez se apoya en el testimonio bíblico de sus las apariciones. En el Antiguo Testamento se manifiestan en diversas ocasiones: los ángeles visitan a Abraham y le anuncian que Sara —ya estéril— concebirá un hijo, el arcángel Rafael acompaña a Tobías, Ezequiel los describe cuando tiene la visión de la Rueda. En el Nuevo Testamento el arcángel Gabriel anuncia a María su concepción por parte del Espíritu Santo, Jesús en Getsemaní es consolado por los ángeles, un ángel anuncia a las mujeres la resurrección de Jesús ante el sepulcro vacío, san Pedro es liberado de la prisión por un ángel; asimismo san Pablo hace referencia a los mismos en algunas de sus Cartas. A los nombrados, se les podrían añadir otros ejemplos.


Al testimonio de la Escritura hay que añadirle la referencia que de ellos hace la Tradición. Los seres del mundo intermedio no sólo aparecen en el contexto de las religiones del libro, sino también en religiones tan alejadas de la cristiana como el zoroastrismo o las del antiguo Egipto. Con los matices pertinentes se podría hacer alusión al hinduismo, al animismo e incluso al chamanismo. Los seres angélicos pueblan las creencias religiosas de todo tipo. Dentro del ámbito cristiano aparecen con frecuencia en las hagiografías de los santos y no se sustraen al tratamiento sistemático que de ellos han hecho algunos santos Padres, entre los que cabe destacar al Pseudo Dionisio Areopagita quien en su tratado Sobre la jerarquía celestial, los agrupa en tres tríadas de tres coros cada una de ellas: la primera, compuesta por los coros de los serafines, querubines y tronos; la segunda, por los coros de las virtudes, dominaciones y potestades; la tercera, por los coros de los principados, arcángeles y ángeles.
 No menos importante resulta la consideración de las vivencias existenciales. Cierto que éstas pertenecen al mismo sujeto que las vive, pero tampoco deja de ser cierto que son muchos sujetos los que las han experimentado. Si un hombre actual, debido al empobrecimiento que en cuestiones de cualidad ha sufrido la visión del mundo, puede ponerlas en duda, no ocurría lo mismo para un medieval que todavía no tenía la mirada deformada sobre ciertas cosas. Los ejemplos en sentido positivo de estas experiencias abundan, aunque también los que muestran un sentido negativo de las mismas. Santo Tomás se apoya en la negatividad, y del hecho que a veces sintamos el mal como un exceso, concluye que tanto mal no puede provenir del hombre, sino de algo o alguien que efectivamente le supera en maldad, esto es, de los ángeles caídos.
Para santo Tomás, y utilizando su terminología, el mal tiene causa en lo que se refiere al agente, pero carece de causa formal en cuanto es privación de bien, y de causa final, en cuanto es privación del orden a su debido fin. Dicho con otras palabras: Dios, en cuanto que es perfecto, no es el principio de los males, esto es, no es su agente; de Dios solamente puede provenir el bien por su propia perfección. Por tanto, en lo que se refiere al agente, el mal sólo puede provenir de un agente que esté en defecto —el hombre y, especialmente, el ángel caído—; por consiguiente, el mal causado por defecto del agente, sin forma ni fin, no es sino perversión y negación del bien. Dicho lo  cual, el mal nunca puede realizarse totalmente o ser completo, ya que si fuese completo se destruiría a sí mismo, por lo que siempre está en defecto respecto al bien y no puede prevalecer contra él.
Dejando a un lado el problema del mal y volviendo al hecho experiencial de las presencias angélicas, Karl Rahner opina lo siguiente:



“Cuando en la naturaleza y en la historia aparecen huellas de inteligencias y fuerzas volitivas extrahumanas, es metodológicamente falso calificarlas eo ipso y por principio de manifestaciones inmediatas del Espíritu divino. Si el ángel tiene una naturaleza, tiene también una realización natural de su esencia, y no se ve por qué ha de ser imposible a priori que esa realización incida en la esfera de la existencia humana”.

Por último, la razón filosófica postula a los ángeles como intermediarios entre Dios y los hombres; en santo Tomás se aúnan así teología y filosofía en el esclarecimiento de esta temática. Los ángeles son una verdad a la que accedemos por la fe; pero también su existencia viene exigida por la filosofía en cuanto que, en el orden de lo creado, ocupan un lugar entre el hombre y el Ser Supremo. Aristóteles y Averroes, su Comentador, ya ponían inteligencias a la base del movimiento de los astros como una exigencia de la física; para santo Tomás, filósofo del orden, el mundo angélico viene exigido por el orden jerárquico del cosmos. El supremo grado de ser es Dios, simple y uno, por lo que no es posible situar inmediatamente por debajo de Él la sustancia corporal, compuesta y divisible. Hay que establecer necesariamente una multiplicidad de términos medios por los cuales se pueda descender de la soberana simplicidad de Dios a la multiplicidad de los cuerpos materiales. Algunos de estos grados estarán compuestos por sustancias intelectuales unidas a los cuerpos, los hombres y seres corporales; otros estarán compuestos por sustancias intelectuales libres de toda unión con la materia, los ángeles.
De este modo razona santo Tomás sobre la existencia angélica:

“Es necesario admitir la existencia de algunas criaturas incorpóreas. Lo que sobre todo se propone Dios en las criaturas es el bien, que consiste en parecerse a Dios. Pero la perfecta semejanza del efecto con la causa es tal cuando el efecto la imita en aquello por lo que la causa produce su efecto, como el calor produce lo caliente. Pero Dios produce a la criatura por su entendimiento y por su voluntad. Por lo tanto, para la perfección del universo se requiere que haya algunas criaturas intelectuales. Pero entender no puede ser acto del cuerpo ni de ninguna  facultad corpórea, porque todo el cuerpo está sometido al aquí y al ahora. Por tanto, para que el universo sea perfecto, es necesario que exista alguna criatura incorpórea.”



Los ángeles existen: son seres totalmente incorpóreos, es decir, espíritus puros, que en el orden de la creación están situados inmediatamente debajo de Dios. Dicho lo cual no se debe perder de vista que son criaturas, seres creados; y, en este sentido, mantienen una alteridad fundamental con respecto al Creador.

(continuará)

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                            Jesús Cánovas Martínez©

domingo, 15 de enero de 2017

PRIMERA PARTE. APROXIMACIÓN A LA ANGELOLOGÍA DE SANTO TOMÁS DE AQUINO

APROXIMACIÓN A LA ANGELOLOGÍA DE SANTO TOMÁS DE AQUINO (I)




Hace algunos años con motivo de la festividad de santo Tomás de Aquino y a instancias de Emilio Saura hablé sobre la concepción angélica del santo en el IES “Valle de Leyva” de Alhama (Murcia). Aquella disertación más que una conferencia fue una aproximación a una conferencia y, luego de haberla impartido, no salí nada contento. No por la participación de alumnos y profesores, que fue abundante; no por el interés mostrado por los asistentes, que fue encomiable; no por las preguntas que siguieron, todas ellas interesantes. Ese descontento fue por mí mismo: terminé con ese mal regusto que deja la impresión de no haber estado a la altura de las expectativas que se esperaban del conferenciante, esto es, del servidor. No me sentía cómodo con el enfoque que le había dado al tema, tal vez demasiado ligero; tampoco con la profundidad debida al mismo, por necesidad inmensa; menos aún con la amenidad que se espera de una alocución que pretende un posterior coloquio. La exposición fue deslavazada, poco preparada, tediosa, carente de originalidad, de chispa. Y yo salí mal, con la sensación de que de algún modo había defraudado.
Podría seguir entonando meas culpas, pero no es el caso. Por lo menos se llamó la atención acerca de una temática verdaderamente interesante sobre la que se han cometido demasiados abusos librescos, y esto ya es algo; si, por otra parte, suscitó el suficiente interés en los asistentes para procurar una posterior búsqueda de información acerca de la misma, mejor que mejor. El servidor, en lo que a él compete, siguió indagando y tuvo experiencias; alguna de ellas capaz de ponerle los pelos de punta, como así sucedió en un sentido literal; otras, sin embargo, fueron reconfortantes.
Ya he relatado la impresión del toque que tuve de mi ángel de la guarda en un post publicado en este blog (Sobre el ángel de la guarda). Fue una experiencia bonita e interesante; tan interesante, tan interesante, que salvé la vida. En otra ocasión, más cercana en el tiempo y posterior a la conferencia a que he aludido, me llegó un gran consuelo por parte del mundo angélico y supe desde ese momento que los arcángeles tomaban cartas en un asunto que me atañía y amenazaba con destrozar, psíquica y socialmente, mi vida; fue un ataque espiritual que no puedo calificar sino como brutal, ante el que, por su sorpresa y mi falta de prevención, quedé inerme. El destrozo, desde luego, fue terrible y las consecuencias del ataque hasta cierto punto son irreparables; lo importante es que no dañaron lo esencial y operaron en el servidor un cambio radical hacia lo divino, una consciencia del trasmundo que antes no tenía y quizá una percepción más intensa a la hora de discriminar espíritus, entre otras cosas.

Un matrimonio amigo (omitiré nombres y mantendré un estricto anonimato sobre las personas implicadas, que saben de lo que hablo si leen esto) concertó en un hotel de Torremolinos unos días de asueto durante una Semana Santa, y nos arrastraron a mi mujer y a mí. Para ser sincero, la expectativa de pasar una semana en Torremolinos no me hacía demasiada ilusión y hubiera preferido cualquier otro lugar para aquellas minivacaciones con la condición de que estuviera apartado del fragor turístico. Aun así, necesitaba airear mi mente, desconectarla de las terribles vivencias por las que estaba pasando, así que allá fui. No me desagradó en absoluto aquella estancia; buena compañía, buen pescaíto y buen fino, y si hubo o no hubo tráfago turístico no lo percibí; por el contrario, sí percibí las presencias arcangélicas. Yo no sabía que Torremolinos estaba bajo la advocación de los santos arcángeles, y mi sorpresa fue enorme cuando descubrí que sus presencias casi se tactaban. Un halo de espiritualidad envolvía la ciudad; curioso dado los tiempos que corren de devaluación de la fe, curioso también debido a las preconcepciones que a veces nos hacemos de los lugares. Mis amigos sabían que yo era un hombre religioso, pero no sospechaban hasta qué punto, y seguramente se impresionaron al comprobar el fervor con que asistía con mi mujer a los Santos Oficios en una iglesia cercana al hotel. Fueron días intensos, y quedan inscritos en mi memoria en el rinconcico de lo agradable. Si lo corporal fue ampliamente recompensado, más lo fue lo espiritual, pues, en realidad, las verdaderas intenciones que me movieron durante aquella estancia fueron las del orden del espíritu. Allí estaban ellos (san Miguel, san Rafael, san Gabriel), a quienes invoqué, recé y, por el amor de nuestro Señor Jesucristo, imploré protección en una batalla que a todas luces excedía mis fuerzas. No fui defraudado y sentí su toque protector; los sentí a ellos (tal que así, en su honor, compuse unos poemillas, y los llamo así, poemillas, porque no sé si llegan al umbral de poemas), y supe que aquella lucha en la que hasta ese momento quizá me hallaba solo, podría ser encarnizada y dolorosa (la profundidad del mal es insondable; el daño que produce, patente), podría dejar hecha jirones mi capa o mellada mi espada, pero que, por el contrario, a partir de ese momento contaría con unos aliados que no permitirían fuera vencido. De hecho, los impulsos al suicidio o simplemente a matar a algún mal bicho de los que fácilmente se dejan embaucar por las potencias malignas, por fortuna, me dejaron. Supe que tendría fuerzas para seguir adelante; los santos arcángeles me las daban.
El tema de los ángeles excede lo teórico, pues es experiencial, y puede aclarar mucho más la exposición o descripción de una vivencia que un fárrago de conceptos. En primera persona puedo decir que en numerosas ocasiones he sentido cerca de mí a los ángeles, para bien o para mal, y supongo que si cualquiera de nosotros hace un análisis de introspección vendrá a constatar la actuación de éstos en su vida. Se trata de ser impecables y no mentirse.

Pero ¿qué importancia tienen los ángeles para nosotros, un orden de creación anterior al humano? Fundamental. Los ángeles perversos actuaron en nuestra contra en el albor de la humanidad y lo seguirán haciendo hasta el final de la historia; éstos, rebeldes a Dios, fueron los responsables directos de la caída de nuestros primeros padres y, consecuentemente, de la experiencia que sus hijos tenemos del sufrimiento y de la muerte. Los ángeles buenos, como contrapartida, siguen cuidando de la obra de Dios y, especialmente, por nuestra posición de centralidad en el orden de lo creado, de nosotros. Desde el inicio de los tiempos, antes incluso de nuestra aparición, se estableció una lucha implacable entre los dos bandos angélicos, y los humanos, de manera indirecta aunque no sin responsabilidad, nos vimos implicados en la misma. Por tanto, la realidad ahora es, lo queramos o no, que nos vemos envueltos en ella, y la disputa no es otra cosa sino nosotros mismos, nuestra salvación o condenación. Podemos situarnos en un lado u otro, aun sin pretenderlo. La lucha se libra en el mundo intermedio, pero sus consecuencias se hacen notar en el mundo corpóreo. Si nos salvamos o perdemos en gran medida se lo deberemos a los ángeles.
 La vida particular de cada hombre constituye el campo privilegiado de la actuación angélica, pues la disputa entre ellos por excelencia se da ahí mismo; compete por consiguiente a cada uno de nosotros desarrollar cierto esprit de finesse a la hora de distinguir lo bueno de lo malo, lo que nos conviene o no, la tentación que viene del maligno o la bendición que nos otorga el bondadoso. Como decía san Pablo no es nuestra lucha contra la sangre ni la carne sino contra las potestades, las dominaciones, las virtudes, los principados del aire tenebroso que lanzan sus saetas ponzoñosas. Hay que estar prestos, mantener la alerta, pues la capacidad de seducción de los ángeles caídos es inmensa. Al hilo, recuerdo una pequeña anécdota que, medio en serio, medio en broma, refiere san Juan de Ávila acerca de este poder de seducción que tiene el maligno y cómo, para embaucar incluso al más santo, es capaz de disfrazarse de ángel de luz. Un viejo anacoreta que llevaba cincuenta años de ayunos y penitencias al final de su vida tuvo una visión. Se le apareció un ángel de luz que alabó la santidad con la que se había conducido durante su vida: sus impecables ayunos, su fervor en la oración, su resistencia al mal, en definitiva. El ángel de luz le dijo que, por tal vida, Dios se sentía enormemente complacido y le otorgaría cualquier cosa que le pidiera. En fin, vino a decirle que estaba escrito que los ángeles de Dios vendrían a sostenerle para que su pie no tropezara a en piedra, y si se tiraba a un cercano pozo no le pasaría nada. Así comprobaría el amor que Dios sentía por él.  El viejo anacoreta hasta tal punto se convenció de lo que le decía el ángel de luz que dio un brioso salto y se tiró al pozo. El batacazo fue de abrigo. Y lo realmente triste fue que, cuando a los tres días murió entre horrorosos dolores, sin hacer caso a otros santos anacoretas para que se arrepintiera de su pecado, todavía estaba convencido de que había tenido una revelación divina como premio a sus cincuenta años de abstinencias. Cuando ocurren estas cosas parece que un espíritu ríe a carcajadas, y no de los buenos.

Interesantes exposiciones sobre el mundo angélico son las del visionario Emanuel Swdenborg, Sobre el cielo y sus maravillas y sobre el infierno, y la de Eugenio d’Ors, aun psicologizante, Introducción a la vida angélica: cartas a una soledad. Ambas visiones no son excluyentes y son perfectamente compatibles con la tomista. De Eugenio d’Ors es la siguiente recomendación:

Vivid, pues, en continua reverencia del Ángel. No con culto de latría, a Dios reservado; pero de dulía, rendido a la vez a su jerarquía espiritual y a su proximidad íntima. Orad al Ángel. Multiplicad, figurativos católicos, sus imágenes”.

Sin mayor dilación paso a reproducir aquella pseudoconferencia de la que hablaba al principio. Con algún retoque, con alguna concesión al lenguaje oral, ahí va aquella aproximación a la angelología de santo Tomás de Aquino que, aunque dice algo, ni siquiera toca sus líneas maestras:

                                                        (continuará)

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                            Jesús Cánovas Martínez©

martes, 3 de enero de 2017

EL CUCURUCHO ILUMINADO

EL CUCURUCHO ILUMINADO



Coincidiendo con el último black friday cerca de mi casa han plantado un cucurucho de una altura aproximada de cinco plantas que encienden al caer de la tarde. Está adornado de campanas, de círculos, de extraños y pintorescos arabescos, y lo corona una especie de símbolo que más que una estrella parece el emblema del centro comercial enfrente de cuya entrada principal lo han situado. Por el día resulta adusto; por la noche queda bonito. Se le iluminan las campanas y el susodicho símbolo, y el cucurucho da colorido. A la gente parece que le gusta, pues casi no hay nadie que pase junto a él que no se pare a contemplarlo. Como en su base hay unos arcos a modo de puertas con un pequeñísimo pasillo que las comunica, la diversión consiste en pasar por debajo del cucurucho. La gente disfruta adentrándose en él, y no sólo los niños sino los adultos. Frente al cucurucho se extasían y he podido contemplar alguna mirada arrobada. Son muchos los que sacan el móvil, el smartphone o qué se yo —estas tecnologías— y le hacen una foto, otra foto y otra, desde diferentes ángulos, calculando la perspectiva; los más atrevidos se hacen selfies dentro y fuera del cucurucho.
Por razones que no vienen al caso contar no he podido huir a la soledad de la playa como hago otros años, así que yo salgo también a contemplar el cucurucho, su magia, su luz. Es la novedad de estas Navidades.

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                                               Jesús Cánovas Martínez©


                                               Filósofo y poeta.