LA MÁSCARA DE MACBETH
MARIANO VALVERDE RUÍZ
LETRAME. Grupo editorial, 2017
Y volaron las manos como gasas por el aire,
acariciando la piel erizada, manos como estrellas que se apagaban y volvían a
lucir destellantes, palomas que se iban y que volvían a revolotear junto a la
respiración de la joven, manos que abrían el vestido, que dejaban a la luz las
laderas de la lujuria y el valle de fuego, manos que señalaban ligeramente un
cono volcánico con perlas nacaradas, manos que soltaron los lazos del edén y los
dejaron a la luz de los focos como botones de pera, tersos y azafranados;
pensamientos que divagaban y corrompían las mentes de los hombres que la
observaban rizar el cielo, los hombres excitados que codiciosos silbaban y
degustaban dentro de sus bocas el néctar gelatinoso con el que la envolverían.
En
otras entradas de este blog he definido a Mariano Valverde como poeta del eros —reseñas
de El deseo o la luz y El fuego del instinto— y el texto
precedente es una muestra que confirma tal consideración. Ahora bien, dicho
texto no pertenece a un poemario sino a La
máscara de Macbeth, la primera novela de Valverde que ve la luz pública,
aunque no la única escrita por él. El capítulo donde aparece supone un clímax
(habrá otros); Marlene Prada, una rubia despampanante y aun así actriz de medio
pelo que para sobrevivir tiene que aceptar cualquier papel que le ofrezcan
aunque sea en un espectáculo porno, acunada por las notas de la canción de Procol Harum, Con tu blanca palidez, realiza un striptease
en La Nuit, un sórdido local del
barrio de Chueca de Madrid. Mariano Valverde de forma ejemplar enlaza el eros con
la sordidez, lo erótico del espectáculo con lo grotesco en que pronto muta, lo
sugerente de la belleza del cuerpo femenino con lo patético de unos instintos
halagados que claman por desbordarse. Pero tal espectáculo solo supone un
momento en la trama que hábilmente el autor teje, donde cada nuevo capítulo
supone una vuelta de tuerca de la representación, o mascarada, que realizan
unos personajes de antemano condenados a un fatum,
a un destino ciego del que difícilmente pueden escapar.
Ha
habido dos asesinatos en sendos lugares de alterne del barrio de Chueca
(ubicados ambos en la calle Hortaleza). Juanito Burgos (cuyo verdadero nombre
es Juan Tordesillas), un chapero que se gana la vida por los diversos locales
del barrio ejerciendo la prostitución, ha sido estrangulado con una brida en
los aseos del club Paradise. Con el
intervalo de una semana, en otros aseos, los del club Wanda, muere de igual forma Anderson Doyle, un comerciante de
joyería hospedado en el Ritz que en
viaje de negocios ha arribado a Madrid. Estamos a finales de febrero de 2014,
próximos al carnaval. En este marco de tiempo y espacio, el inspector de la
Brigada Central de Homicidios, Pedro Colón, de mediana edad, pequeño y
desgarbado, pero de inteligencia lúcida e incisiva, apodado por sus compañeros
Colombo debido a su evidente parecido con el protagonista de la serie de los
70, se hace cargo de la investigación.
A los
dos asesinados les falta la cartera, y quizá el móvil pudiera haber sido el
robo; no obstante, según la perspicacia del inspector, algo no cuadra. Debido a
que el modus operandi en los
asesinatos ha sido el mismo, pudiera que se tratase de un solo asesino, ¿pero
qué nexo podría vincular a Juanito Burgos con Anderson Doyle? Por otro lado,
¿por qué matar por una simple cartera? ¿Tal vez habría que introducir un
elemento perturbador y pensar que está actuando un asesino en serie que mata
por placer? Estas son algunas de las preguntas que se amontonan en la mente de
Pedro Colón y a las que irá dando respuesta a lo largo de la investigación; en
cualquier caso, realizado un primer perfil del asesino, el inspector enseguida
sabrá, como alerta el autor de la novela, que se enfrentaba a un asesino metódico, frío e inteligente, alguien que cuidaba su
imagen para que no fuese advertida con facilidad, que no dejaba pistas, ni
ningún tipo de señales que le hiciesen peculiar.
En La máscara de Macbeth aparecerán una
serie de personajes rotos, perseguidos por un pasado que tratan de ocultar, con
unos nombres que los identifican pero que, cual máscaras, ocultan sus
verdaderas identidades. A los nombrados, Marlene Prada y Pedro Colón, hay que
sumar otros actores que intervienen en la tragicomedia; con un preciso bisturí
analítico Mariano Valverde, a lo largo de las sucesivas páginas, irá
diseccionando sus biografías, de las cuales invariablemente aflorarán unas
psiques atormentadas. Inocencio Entremeses, el actual novio de Marlene, actor
frustrado que tiene que sobrevivir doblando películas de dibujos animados, con
frecuencia cogido por raptos de ira y cuyo sueño secreto es representar el Macbeth de Shakespeare de una forma
definitiva. El macarrón Jeromo (alias de Jerónimo Malasaña), antiguo novio de
Marlene, un rufián, sádico y bestial, que ya ha pasado por la cárcel, quien por
dinero no dudará en cometer la mayor de las tropelías. Ava Chueca, un travesti
amigo de Marlene que roza el límite de esa edad donde comienza a dibujarse la
vejez y para disimular su llegada gasta una fortuna en botox y en recomponer su
figura; frío, cínico, amoral, canta o se prostituye por los diversos locales
del barrio. Fernando Gómez, a la deriva como el homónimo protagonista de El viaje a ninguna parte, un viejo actor
que fue traicionado por una antigua amante y ahora vive casi de la caridad
ajena; sufre lagunas de memoria, pérdida de realidad y hace tiempo se ancló en
el rencor y la frustración. Anotoñito Oportunidades, cuyo verdadero nombre es
Marc Foster —y, ciertamente, una vez más el nombre resulta engañoso porque
físicamente se parece bien poco tanto al nadador como al director de cine—
compañero de Marlene en el espectáculo porno que se desarrolla en La Nuit, un vivales dispuesto a todo con
tal de sacar tajada, chantajista, representante de artistas y especulador sin
escrúpulos.
Al lado
de los actores principales aparece una constelación de personajes secundarios
—empresarios, confidentes de la policía, camareros, botones de hotel,
encargados de seguridad de los pubs—, fauna de Chueca con la que el lector
paseará por las calles del barrio y entrará en bares o tabernas, clubs o pubs,
locales de diversión o alterne. Entre ellos resulta interesante hacer mención
—más que por su protagonismo, por su relevancia simbólica—, a los ayudantes de
Pedro Colón, de los que solo se nos dice sus apellidos, Pérez y López, pulcros,
eficientes, los Zipi y Zape de la comisaría de la calle Génova, pero que
también recuerdan a Hernández y Fernández de los cómics de Tintín. Y es curioso
como esta terna de policías contrasta, por un paralelismo evidente, con otra
terna que representa el mundo del hampa, la de Jeromo con sus dos secuaces, el
Tiñoso y el Flaco; en los policías la razón prevalece sobre los instintos, no
así en los rufianes, en los que como única motivación el fondo instintivo guía
a la razón.
Personaje
curioso, y sumamente enigmático, es la mujer mayor que regenta una tienda de
disfraces donde en un momento dado aboca Inocencio Entremeses, quien le desvela
el poder que la máscara ejerce sobre la persona que la lleva puesta. Entre
todas las máscaras que en la tienda se le ofrecen, una en especial, de esparto
picado, ha llamado poderosamente la atención de Inocencio; es una máscara que
tiene una fuerza especial. La dueña de la tienda le cuenta una leyenda antigua
que circula en una localidad del sureste español famosa por sus carnavales, y
le advierte, ya que por esa máscara se canaliza el mal, que no puede llevarla puesta
más de veinticuatro horas pues de lo contrario su vida correría peligro. Pese a
la advertencia, tal si la máscara tuviera voluntad propia y quisiera poseerlo,
Inocencio decide llevársela obedeciendo a los resortes de la fascinación. Será
el disfraz idóneo para un martes de carnaval, por muchas razones, inolvidable.
Otro
punto interesante a tener en cuenta, y que Mariano Valverde resalta con lápiz
rojo, y llevaría a reflexiones que escapan a las de una mera reseña, supone la
consideración de cómo una relación traumática materno-filial puede marcar los
destinos de las personas. Se subraya claramente en dos personajes, Ava Chueca y
Fernando Gómez (también en Juanito Burgos, en este caso la relación es
paterno-filial). Aun así, de cara a que Inocencio cortó hace tiempo con sus
padres, renunciando de tal manera a una existencia cómoda, y considerando el
itinerario biográfico de Marlene, también cabe sospechar que en ellos gravita
tal tipo de relación.
Para no
insistir demasiado y dejar así que el lector sea dueño de su lectura, señalaré
por último una curiosidad que no se sacia sino al final de la novela. La máscara de Macbeth comienza y termina
de una manera original y altamente llamativa: en un cementerio, concretamente,
en el cementerio de La Almudena de Madrid. En el primer acto, a modo de
prólogo, se sitúa al lector frente a un extraño personaje que, para pernoctar,
ha tomado como habitáculo un nicho del cementerio. A lo largo de la novela, el
autor tenderá un arco entre inicio y final, para descubrir, a modo de coda, la
identidad del personaje.
Pero
antes de tal fin en La máscara de Macbeth
se desplegará el teatro de la crueldad, en el mejor sentido que le infiere
Antonin Artaud, y siguiendo sus pautas, los actores de la novela naufragarán, dejando
al descubierto los fondos turbios de unas pasiones mal contenidas, en el
marasmo de una ciudad despiadada por donde pasean su soledad. Administra
Mariano Valverde golpes de humor inesperados, hilos que parecían dejados al
azar y nuevamente los retoma, sorpresas continuas para coger desprevenido al
lector y abocarlo también a la crueldad en que se ven sumidos los protagonistas
de esta mascarada tragicómica, en el laberinto de la soledad y la frustración,
en el fatalismo que constantemente se subraya y los encadena, si ciertamente
consecuencia de acciones anteriores, no buscado sin embargo.
Lo
extraordinario toma forma y planea por encima, y por debajo, de los personajes,
hasta el punto de que, sobre lo que sería imputable al azar, les marca un destino.
Es la máscara, la máscara que representan y por la que son representados, la
máscara con la que actúan en sus vidas que los conforma y les marca un
ineluctable destino. Es la máscara, la máscara que va puesta en el mismo nombre
que imposta a estos personajes, escorados a la deriva; personajes marginales,
encerrados en su propia soledad, de una u otra manera frustrados, porque sus
sueños de conseguir el éxito hace tiempo que se esfumaron o están a punto de
esfumarse.
Un plus
de locura, algo no racionalizable que remite a una fuerza que excede lo
meramente humano, se instala en La
máscara de Macbeth. Aquello último que enmascaran las máscaras propiamente
es el mal, y el lector podría hacer suya una reflexión que, resuelto el caso, realiza
Pedro Colón:
Las cosas no son nunca lo que parecen. El
lenguaje actual se ha convertido en un medio de conversación perverso, no se
dice lo que se piensa, hay que adivinar lo que se quiere decir en lo que no se
dice. Es un doble diálogo. La vida es hoy una comedia con final impredecible,
llena de equívocos y de falsas interpretaciones.
De
forma más contundente, el inspector también ha dicho, o pensado, en algún otro
momento:
El mal nunca duerme. Se desplaza por el
interior de los hombres buscando nuevas formas de salir a la superficie.
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Jesús
Cánovas Martínez©
Ad astra per aspera.