domingo, 29 de abril de 2018

EL AMIGO DEL SEÑOR


EL AMIGO DEL SEÑOR
(Aproximación a la espiritualidad de San Lázaro)
EMILIO SAURA GÓMEZ
Prólogo de CARLOS AMIGO
Edita Parroquia de San Lázaro Obispo, Alhama de Murcia




Recuerdo oír decir a su autor, cuando El amigo del Señor se presentó en la iglesia de San Lázaro de Alhama (Murcia), que era el libro que más trabajo le había costado escribir. Curiosa afirmación si ponderamos que Emilio Saura se ha internado por los territorios de la teología y la filosofía, amén de los del esoterismo, la cábala y la astrología principalmente. ¿Por qué, entonces el aserto? La verdad es que he retenido la frase, pero no los motivos que le llevaron a emitirla, por lo que, ahora que escribo estas breves líneas sobre El amigo del Señor, tengo que reinventarlos de alguna manera. Se me ocurre decir al respecto que, a la par de la escasez de fuentes sobre la figura de san Lázaro, quizá a Emilio Saura se le haya hecho difícil conciliar el rigor con la amenidad. Y, en efecto, en El amigo del Señor aparece una indagación acerca de la esencia humana, su estructura o composición; también, al hilo de la reflexión sobre la vida y la muerte, se plantea el tema de la resurrección, eje de la creencia cristiana, cuyo paradigma, a parte de la misma resurrección de Cristo, ya se prefigura en la de Lázaro. A estos temas, fundamentales en sí mismos, se añade una consideración sobre la amistad, sobre la amistad de Dios con el hombre, pues Lázaro no es sino el exponente del “nosotros” o del conjunto de la humanidad. Dios asumió la naturaleza humana para convertir al hombre en su amigo, en “su igual”, y que de este modo pudiera ser divinizado. Y no otra cosa significa, tanto en su acepción hebrea como latina, el nombre de Lázaro: El Ayudado (El´Asar, de donde procede Eleazarus y, por aféresis, Lazarus), rescatado de la muerte para reencontrar la vida.


¿Qué sabemos de san Lázaro? Sabemos de él que era muy rico y que tenía dos hermanas, Marta y María. También sabemos que Jesús por lo menos se hospedó tres veces en su casa camino de Jerusalén. Sabemos que era amigo del Señor, que murió y que el Señor lo volvió a la vida; así, uno de los episodios más impresionantes de los Evangelios que no aluden a la misma pasión y resurrección de Cristo, se encuentra en el relato que Juan hace de su resurrección. Pero poco más conocemos de esta figura que no resbale hacia el territorio de la leyenda o la especulación. La leyenda dorada refiere que una vez se desencadenó la primera persecución de los judíos contra los cristianos, y tras la muerte de san Esteban, cuatro años después de la Ascensión del Señor, Lázaro tuvo que huir de Judea y vino a arribar a Marsella, ciudad de la que fue el primer obispo, hasta que fue martirizado. La tradición oriental, sin embargo, lo hace recalar en la isla de Chipre, donde fue ordenado por san Pedro como primer obispo de Lárnaka. Sea como fuere, su vida queda referida de un modo especial a la segunda memoria, esa que, frente a la primera, retiene lo que verdaderamente importa.
Ateniéndonos al relato evangélico, la resurrección de Lázaro no es la primera que realiza el Señor. Cuando Juan El Bautista manda a sus emisarios para preguntarle si Él es el que ha de venir, la respuesta que obtiene es la que ya anunciaba Isaías (Isaías 35, 5-6 y 61, 1): los ciegos ven, los cojos andan, los muertos resucitan, los demonios son expulsados, los enfermos son curados... De forma concreta los evangelios relatan la resurrección de la hija de Jairo (Mateo, 9; Marcos, 5, 21-43) y la del hijo de la viuda de Naín (Lucas, 16, 19-31). ¿Cómo opera Jesús? Primero reclama fe en Él; luego, con el don de su palabra, llama a la vida a aquel que sueña el sueño de la muerte; cuando este regresa, los presentes quedan sobrecogidos.
La hija de Jairo, jefe de sinagoga, acaba de fallecer, pero Jesús le dice que no tema y que solamente tenga fe. Se llega dónde está la niña, echa a las plañideras después de decirles que no está muerta sino que duerme (algo que le vale unas sonrisas), la toma de la mano y con el poder de su palabra la despierta: Talita qumi, “Lévantate, niña, yo te lo pido”. Aquellos en los que había despertado una sonrisa quedan asombrados.
El relato de la resurrección del hijo de la viuda de Naín únicamente se encuentra en el evangelio de San Lucas (Lucas 7, 11-17). Jesús entra en esa ciudad y ve salir el cortejo fúnebre. Se interesa por el muerto y siente lástima de la viuda que ha perdido a su único hijo; tras conmoverse, toca el féretro y resucita al difunto: “¡Escúchame, tú, muchacho, levántate!”. Y el muchacho se levanta ante los presentes estupefactos. En este segundo caso la muerte ha sido más feraz, más invasora: la hija de Jairo acababa de fallecer; el muchacho llevaba un tiempo muerto, horas, tal vez algún día. Si en el primer caso se podría albergar la sospecha de que la niña no estuviera muerta del todo, resultaría más difícil mantenerla cuando a alguien lo llevan a enterrar. Pero casos hay, por lo que aún sería admisible la duda.

En tercer lugar se halla la resurrección de Lázaro, con quien el Señor mantenía una relación de amistad (Juan, 11). Cuando Jesús recibe la noticia de la muerte de su amigo, se queda en Galilea, y solo cuatro días después del fallecimiento aparecerá por Betania, para que, según sus palabras, se muestre la gloria de Dios y Él mismo, Jesús, sea glorificado. Las palabras del Señor son taxativas y no dejan lugar a la duda de que va a realizar un prodigio definitivo. ¿Definitivo en cuanto a qué? En cuanto que mostrará el poder que tiene para otorgar la vida. Si solo Dios puede dar la vida, la vida dada por Jesús a Lázaro, confirma a Jesús como Dios.
 El esquema es el mismo que en las resurrecciones anteriores. Jesús recaba la fe de Marta, quien acude a su encuentro; luego la de María, cuando al conocer que Él está allí, sale, por su parte, a recibirlo. Jesús ha llegado tarde a propósito, y esto mismo es lo que le reprochan las dos hermanas sucesivamente: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Juan 11, 21 y 32). Pero Jesús las conmina a que tengan fe en Él; así le dice a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?” (Juan, 11, 25-26). Conmovido enormemente, Jesús llega al sepulcro y, pese a la advertencia de Marta e, incluso, a su incredulidad (“Ya hiede”, dice Marta en un momento), pide que se retire la piedra de la entrada, y llamándolo por su nombre grita a Lázaro: “¡Lázaro, sal fuera!”. Y Lázaro sale liado en vendas. Los presentes, una vez más, quedan sobrecogidos.
Estas tres resurrecciones, por decirlo de algún modo, siguen una gradación, en orden a la cual se acrecienta la radicalidad del prodigio, pues el poder que ejerce la muerte sobre el cuerpo que Jesús va a resucitar es cada vez mayor. Sin embargo, en la resurrección de Lázaro la gloria de Dios queda definitivamente manifiesta. Resulta imposible creer que un cuerpo en el cual se han desatado los procesos de descomposición, aún posea algún hálito por el que pueda volver a la vida. La resurrección de Lázaro es radical; nadie, después de estar cuatro días muerto, ha regresado. En la tradición hebrea durante los siguientes tres días a partir del fallecimiento, el cadáver será visitado sucesivamente (un ángel cada hora), por los setenta y dos ángeles de la Cábala, siendo el último de ellos Azrael, el ángel de la muerte, quien prende el alma del difunto entre sus labios y la lleva a juicio. Pasados estos tres días, y tras la visita de Azrael, la muerte del cuerpo se considera definitiva. Pero Cristo se ha encarnado, entre otras razones no menores, para destruir la muerte. A Lázaro no le pide, como en el caso de la hija de Jairo o del hijo de la viuda, que se levante, sino que salga fuera. A Lázaro, propiamente, Jesús lo retorna desde la muerte.


La reflexión sobre la muerte implica, a su vez, una reflexión sobre la constitución del ser humano y los posibles estados de existencia en que este pueda encontrarse. Las actuales concepciones filosóficas acerca del ser humano básicamente se reducen a dos: 1) concepción monista de base materialista (aunque también existe el monismo espiritualista, tipo Berkeley o tipo gnóstico, tal y como refiere el Kybalión, a los cuales se podrían añadir otros); 2) concepción dualista que mantiene la existencia de dos instancias claramente diferenciadas: alma y cuerpo.
La concepción monista de base materialista reduce el ser humano a pura fisicidad, siendo los fenómenos psíquicos y de conciencia meros epifenómenos de la materia. Para esta concepción los pensamientos, los actos de voluntad, la misma apercepción que tenemos de nosotros mismos, la experiencia de la libertad, por nombrar algunos fenómenos, se producirían por las sinapsis entre las neuronas. El ser humano de este modo vendría a ser un ente explicable, tanto en su dimensión física como psíquica, por acciones y reacciones puramente mecánicas de corte electroquímico. Huelga decir que este reduccionismo no termina de explicar fehacientemente cómo fenómenos tan complejos como los nombrados se pueden producir mediante el mero intercambio electromagnético entre neuronas; problema al que habría que añadir el desconocimiento acerca de eso que denominamos materia, su falta de definición, y consecuentemente, de comprensión.
La postura dualista, al mantener dos instancias claramente diferenciadas, alma/ cuerpo, o, si queremos, mente/cerebro, parecería en principio que resolvería los problemas apuntados más arriba; no resulta así. Es cierto que esta concepción sería proclive a mantener la pervivencia del alma una vez muerto el cuerpo, pero aún quedaría pendiente el problema de la interactuación entre ambas instancias.
Adoptemos la postura monista o dualista, difícil será dar resolución a la problemática apuntada: si el cerebro segrega pensamientos, consciencia, apercepción, etc., al igual que el estómago segrega jugos gástricos, o, por el contrario, si el cerebro es un filtro que, a la vez que permite manifestarse al alma, la limita. Instalados en la ignorancia, más rica que las anteriores a la hora de facilitar explicaciones acerca de los estados de existencia del ser humano resulta la concepción tripartita, tal y como mantiene la Tradición y el texto bíblico se hace eco. En este sentido Emilio Saura precisa la distinción tradicional entre pneuma, espíritu, psijé, alma, y soma, cuerpo, en correspondencia con la de la Thorah, que distingue entre ruaj, espíritu, nephesh, alma o principio vital, y bashar, carne o propiamente cuerpo, precisando que “el alma (nephesh) de la carne (bashar) está en la sangre” (esta consideración de la sangre como vehículo del soplo vital nos llevaría por territorios muy interesantes pero que no corresponden al objeto del libro, y, por lo tanto, de la reseña; sin embargo, no puedo sustraerme a apuntar dos de ellos: 1) el hecho de que Cristo pierda en la cruz la totalidad de su sangre lleva a pensar que, en su resurrección, es el espíritu el que vivifica directamente al cuerpo convirtiéndolo, de este modo, en glorioso; 2) se abre una consideración a lo que podríamos denominar mística de la sangre, o, en su reverso, de la magia roja). Invito al lector a que guiado de la mano del autor del libro entre en estas reflexiones. Emilio Saura realiza una adaptación sintética del impresionante acervo a que remite el tema señalado sin menoscabo de su complejidad y profundidad para que un público amplio pueda acercarse al mismo.


Lázaro era amigo del Señor, y el Señor lo resucita. En realidad, no será el primero en estar con Él en el Paraíso, privilegio que le corresponde a san Dimas; razón por la cual los estados post-mortem resultan más misteriosos. ¿Qué le ocurrió a Lázaro en esos cuatro días que estuvo muerto? ¿Perdió la consciencia? ¿Tuvo una experiencia análoga a la que describen los relatos de frontera? ¿Bajó al Sheol puesto que el Paraíso todavía se encontraba cerrado? ¿Vio algo, pero deliberadamente calló al respecto por algún tipo de razón?
A veces se confunden los dos Lázaros que aparecen en los Evangelios: el de Betania, hombre material y espiritualmente rico, del que hemos hablado, con aquel otro que aparece en el evangelio de san Lucas (Lucas 16, 19-31), hombre espiritualmente rico pero materialmente pobrísimo. No cabe lugar a la confusión, pero aun así este segundo Lázaro, tal y como resalta Emilio Saura, vuelve a remitir a la condición de Ayudado, por un lado (de este modo leproserías, orfanatos o, simplemente, hospitales, adquirirán el nombre de lazaretos), y por otro, a la consideración de la muerte y los estados de existencia post-mortem.
La lectura de El amigo del Señor de Emilio Saura supone un antes y un después acerca de las concepciones que podamos tener en referencia a la vida y la muerte, ya que ponderan la religiosidad —la relación de Dios con el hombre— desde el punto de vista de la profundidad. Muy recomendable, por tanto, detenerse en sus páginas, a las que invito.


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                                               Jesús Cánovas Martínez©
                                               Ad astra per aspera.

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