EL
AMIGO DEL SEÑOR
(Aproximación
a la espiritualidad de San Lázaro)
EMILIO
SAURA GÓMEZ
Prólogo
de CARLOS AMIGO
Edita
Parroquia de San Lázaro Obispo, Alhama de Murcia
Recuerdo
oír decir a su autor, cuando El amigo del
Señor se presentó en la iglesia de San Lázaro de Alhama (Murcia), que era
el libro que más trabajo le había costado escribir. Curiosa afirmación si
ponderamos que Emilio Saura se ha internado por los territorios de la teología
y la filosofía, amén de los del esoterismo, la cábala y la astrología
principalmente. ¿Por qué, entonces el aserto? La verdad es que he retenido la
frase, pero no los motivos que le llevaron a emitirla, por lo que, ahora que
escribo estas breves líneas sobre El
amigo del Señor, tengo que reinventarlos de alguna manera. Se me ocurre
decir al respecto que, a la par de la escasez de fuentes sobre la figura de san
Lázaro, quizá a Emilio Saura se le haya hecho difícil conciliar el rigor con la
amenidad. Y, en efecto, en El amigo del
Señor aparece una indagación acerca de la esencia humana, su estructura o
composición; también, al hilo de la reflexión sobre la vida y la muerte, se
plantea el tema de la resurrección, eje de la creencia cristiana, cuyo
paradigma, a parte de la misma resurrección de Cristo, ya se prefigura en la de
Lázaro. A estos temas, fundamentales en sí mismos, se añade una consideración
sobre la amistad, sobre la amistad de Dios con el hombre, pues Lázaro no es
sino el exponente del “nosotros” o del conjunto de la humanidad. Dios asumió la
naturaleza humana para convertir al hombre en su amigo, en “su igual”, y que de
este modo pudiera ser divinizado. Y no otra cosa significa, tanto en su
acepción hebrea como latina, el nombre de Lázaro: El Ayudado (El´Asar, de
donde procede Eleazarus y, por
aféresis, Lazarus), rescatado de la
muerte para reencontrar la vida.
¿Qué
sabemos de san Lázaro? Sabemos de él que era muy rico y que tenía dos hermanas,
Marta y María. También sabemos que Jesús por lo menos se hospedó tres veces en
su casa camino de Jerusalén. Sabemos que era amigo del Señor, que murió y que
el Señor lo volvió a la vida; así, uno de los episodios más impresionantes de
los Evangelios que no aluden a la misma pasión y resurrección de Cristo, se
encuentra en el relato que Juan hace de su resurrección. Pero poco más
conocemos de esta figura que no resbale hacia el territorio de la leyenda o la
especulación. La leyenda dorada refiere
que una vez se desencadenó la primera persecución de los judíos contra los
cristianos, y tras la muerte de san Esteban, cuatro años después de la
Ascensión del Señor, Lázaro tuvo que huir de Judea y vino a arribar a Marsella,
ciudad de la que fue el primer obispo, hasta que fue martirizado. La tradición
oriental, sin embargo, lo hace recalar en la isla de Chipre, donde fue ordenado
por san Pedro como primer obispo de Lárnaka. Sea como fuere, su vida queda
referida de un modo especial a la segunda memoria, esa que, frente a la
primera, retiene lo que verdaderamente importa.
Ateniéndonos
al relato evangélico, la resurrección de Lázaro no es la primera que realiza el
Señor. Cuando Juan El Bautista manda a sus emisarios para preguntarle si Él es
el que ha de venir, la respuesta que obtiene es la que ya anunciaba Isaías
(Isaías 35, 5-6 y 61, 1): los ciegos ven, los cojos andan, los muertos
resucitan, los demonios son expulsados, los enfermos son curados... De forma
concreta los evangelios relatan la resurrección de la hija de Jairo (Mateo, 9;
Marcos, 5, 21-43) y la del hijo de la viuda de Naín (Lucas, 16, 19-31). ¿Cómo
opera Jesús? Primero reclama fe en Él; luego, con el don de su palabra, llama a
la vida a aquel que sueña el sueño de la muerte; cuando este regresa, los
presentes quedan sobrecogidos.
La
hija de Jairo, jefe de sinagoga, acaba de fallecer, pero Jesús le dice que no
tema y que solamente tenga fe. Se llega dónde está la niña, echa a las
plañideras después de decirles que no está muerta sino que duerme (algo que le
vale unas sonrisas), la toma de la mano y con el poder de su palabra la
despierta: Talita qumi, “Lévantate, niña, yo te lo pido”. Aquellos en
los que había despertado una sonrisa quedan asombrados.
El
relato de la resurrección del hijo de la viuda de Naín únicamente se encuentra
en el evangelio de San Lucas (Lucas 7, 11-17). Jesús entra en esa ciudad y ve
salir el cortejo fúnebre. Se interesa por el muerto y siente lástima de la
viuda que ha perdido a su único hijo; tras conmoverse, toca el féretro y
resucita al difunto: “¡Escúchame, tú, muchacho, levántate!”. Y el muchacho se
levanta ante los presentes estupefactos. En este segundo caso la muerte ha sido
más feraz, más invasora: la hija de Jairo acababa de fallecer; el muchacho
llevaba un tiempo muerto, horas, tal vez algún día. Si en el primer caso se
podría albergar la sospecha de que la niña no
estuviera muerta del todo, resultaría más difícil mantenerla cuando a
alguien lo llevan a enterrar. Pero casos hay, por lo que aún sería admisible la
duda.
En
tercer lugar se halla la resurrección de Lázaro, con quien el Señor mantenía
una relación de amistad (Juan, 11). Cuando Jesús recibe la noticia de la muerte
de su amigo, se queda en Galilea, y solo cuatro días después del fallecimiento
aparecerá por Betania, para que, según sus palabras, se muestre la gloria de
Dios y Él mismo, Jesús, sea glorificado. Las palabras del Señor son
taxativas y no dejan lugar a la duda de que va a realizar un prodigio
definitivo. ¿Definitivo en cuanto a qué? En cuanto que mostrará el poder que
tiene para otorgar la vida. Si solo Dios puede dar la vida, la vida dada por
Jesús a Lázaro, confirma a Jesús como Dios.
El esquema es el mismo que en las
resurrecciones anteriores. Jesús recaba la fe de Marta, quien acude a su
encuentro; luego la de María, cuando al conocer que Él está allí, sale, por su
parte, a recibirlo. Jesús ha llegado tarde a propósito, y esto mismo es lo que
le reprochan las dos hermanas sucesivamente: “Señor, si hubieras estado aquí,
mi hermano no habría muerto” (Juan 11, 21 y 32). Pero Jesús las conmina a que
tengan fe en Él; así le dice a Marta: “Yo soy la resurrección y
la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y
cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?” (Juan,
11, 25-26). Conmovido enormemente, Jesús llega al sepulcro y, pese a la
advertencia de Marta e, incluso, a su incredulidad (“Ya hiede”, dice Marta en
un momento), pide que se retire la piedra de la entrada, y llamándolo por su
nombre grita a Lázaro: “¡Lázaro, sal fuera!”. Y Lázaro sale liado en vendas. Los
presentes, una vez más, quedan sobrecogidos.
Estas
tres resurrecciones, por decirlo de algún modo, siguen una gradación, en orden
a la cual se acrecienta la radicalidad del prodigio, pues el poder que ejerce
la muerte sobre el cuerpo que Jesús va a resucitar es cada vez mayor. Sin
embargo, en la resurrección de Lázaro la gloria de Dios queda definitivamente
manifiesta. Resulta imposible creer que un cuerpo en el cual se han desatado
los procesos de descomposición, aún posea algún hálito por el que pueda volver
a la vida. La resurrección de Lázaro es radical; nadie, después de estar cuatro
días muerto, ha regresado. En la tradición hebrea durante los siguientes tres
días a partir del fallecimiento, el cadáver será visitado sucesivamente (un
ángel cada hora), por los setenta y dos ángeles de la Cábala, siendo el último
de ellos Azrael, el ángel de la muerte, quien prende el alma del difunto entre
sus labios y la lleva a juicio. Pasados estos tres días, y tras la visita de
Azrael, la muerte del cuerpo se considera definitiva. Pero Cristo se ha
encarnado, entre otras razones no menores, para destruir la muerte. A Lázaro no
le pide, como en el caso de la hija de Jairo o del hijo de la viuda, que se levante, sino que salga fuera. A Lázaro, propiamente, Jesús
lo retorna desde la muerte.
La
reflexión sobre la muerte implica, a su vez, una reflexión sobre la
constitución del ser humano y los posibles estados de existencia en que este
pueda encontrarse. Las actuales concepciones filosóficas acerca del ser humano
básicamente se reducen a dos: 1) concepción monista de base materialista
(aunque también existe el monismo espiritualista, tipo Berkeley o tipo
gnóstico, tal y como refiere el Kybalión, a los cuales se podrían añadir
otros); 2) concepción dualista que mantiene la existencia de dos instancias
claramente diferenciadas: alma y cuerpo.
La
concepción monista de base materialista reduce el ser humano a pura fisicidad,
siendo los fenómenos psíquicos y de conciencia meros epifenómenos de la
materia. Para esta concepción los pensamientos, los actos de voluntad, la misma
apercepción que tenemos de nosotros mismos, la experiencia de la libertad, por
nombrar algunos fenómenos, se producirían por las sinapsis entre las neuronas.
El ser humano de este modo vendría a ser un ente explicable, tanto en su
dimensión física como psíquica, por acciones y reacciones puramente mecánicas
de corte electroquímico. Huelga decir que este reduccionismo no termina de
explicar fehacientemente cómo fenómenos tan complejos como los nombrados se
pueden producir mediante el mero intercambio electromagnético entre neuronas;
problema al que habría que añadir el desconocimiento acerca de eso que
denominamos materia, su falta de definición, y consecuentemente, de
comprensión.
La
postura dualista, al mantener dos instancias claramente diferenciadas, alma/
cuerpo, o, si queremos, mente/cerebro, parecería en principio que resolvería
los problemas apuntados más arriba; no resulta así. Es cierto que esta
concepción sería proclive a mantener la pervivencia del alma una vez muerto el
cuerpo, pero aún quedaría pendiente el problema de la interactuación entre ambas
instancias.
Adoptemos
la postura monista o dualista, difícil será dar resolución a la problemática
apuntada: si el cerebro segrega pensamientos, consciencia, apercepción, etc., al
igual que el estómago segrega jugos gástricos, o, por el contrario, si el cerebro
es un filtro que, a la vez que permite manifestarse al alma, la limita. Instalados
en la ignorancia, más rica que las anteriores a la hora de facilitar
explicaciones acerca de los estados de existencia del ser humano resulta la
concepción tripartita, tal y como mantiene la Tradición y el texto bíblico se
hace eco. En este sentido Emilio Saura precisa la distinción tradicional entre pneuma, espíritu, psijé, alma, y soma,
cuerpo, en correspondencia con la de la Thorah,
que distingue entre ruaj, espíritu, nephesh, alma o principio vital, y bashar, carne o propiamente cuerpo,
precisando que “el alma (nephesh) de
la carne (bashar) está en la sangre”
(esta consideración de la sangre como vehículo del soplo vital nos llevaría por
territorios muy interesantes pero que no corresponden al objeto del libro, y,
por lo tanto, de la reseña; sin embargo, no puedo sustraerme a apuntar dos de
ellos: 1) el hecho de que Cristo pierda en la cruz la totalidad de su sangre
lleva a pensar que, en su resurrección, es el espíritu el que vivifica
directamente al cuerpo convirtiéndolo, de este modo, en glorioso; 2) se abre
una consideración a lo que podríamos denominar mística de la sangre, o, en su reverso, de la magia roja). Invito al lector a que guiado de la mano del autor
del libro entre en estas reflexiones. Emilio Saura realiza una adaptación
sintética del impresionante acervo a que remite el tema señalado sin menoscabo
de su complejidad y profundidad para que un público amplio pueda acercarse al
mismo.
Lázaro
era amigo del Señor, y el Señor lo resucita. En realidad, no será el primero en
estar con Él en el Paraíso, privilegio que le corresponde a san Dimas; razón
por la cual los estados post-mortem resultan más misteriosos. ¿Qué le ocurrió a
Lázaro en esos cuatro días que estuvo muerto? ¿Perdió la consciencia? ¿Tuvo una
experiencia análoga a la que describen los relatos de frontera? ¿Bajó al Sheol puesto que el Paraíso todavía se encontraba
cerrado? ¿Vio algo, pero deliberadamente calló al respecto por algún tipo de
razón?
A
veces se confunden los dos Lázaros que aparecen en los Evangelios: el de
Betania, hombre material y espiritualmente rico, del que hemos hablado, con
aquel otro que aparece en el evangelio de san Lucas (Lucas 16, 19-31), hombre
espiritualmente rico pero materialmente pobrísimo. No cabe lugar a la
confusión, pero aun así este segundo Lázaro, tal y como resalta Emilio Saura,
vuelve a remitir a la condición de Ayudado,
por un lado (de este modo leproserías, orfanatos o, simplemente, hospitales,
adquirirán el nombre de lazaretos), y
por otro, a la consideración de la muerte y los estados de existencia
post-mortem.
La
lectura de El amigo del Señor de
Emilio Saura supone un antes y un después acerca de las concepciones que
podamos tener en referencia a la vida y la muerte, ya que ponderan la
religiosidad —la relación de Dios con el hombre— desde el punto de vista de la
profundidad. Muy recomendable, por tanto, detenerse en sus páginas, a las que
invito.
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Jesús
Cánovas Martínez©
Ad astra per aspera.
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